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La Bogotá que encontré no era como la de mi niñez, seguía siendo una ciudad fría e inhóspita, no tenía a nadie que me guiara y me di cuenta rápidamente de que en verdad no la conocía. En principio debía llegar a la casa de mi abuela, pero ella y mi tía se habían ido de viaje al Perú, donde estarían varios meses en una especie de misión cristiana. Un tío de mamá, a quien también llamábamos tío, se había ofrecido a hospedarme mientras mis parientes regresaban del viaje. Era un hombre casado, tenía cinco hijos, dos hombres y tres mujeres, mayores que yo, pero todavía muy jóvenes, todos solteros. Así, entré a formar parte de esta ruidosa y amorosa tropa; las mujeres trabajaban, los hombres todavía cursaban estudios superiores. El tío era un hombre afable pero rígido a la vez, y muy trabajador. Tenía un pequeño negocio de construcción que le permitía proveer para la familia. No era muy conversador pero siempre era amable, en ocasiones me regalaba algún dinero para mis gastos.

La casa era en realidad un edificio de tres pisos con suficiente espacio para todos, tenía también una azotea donde criaban pollos y tendían la ropa para secar, vivían en un barrio de clase media. Desde arriba se podía ver una gran parte del vecindario, muchos árboles, pocos edificios. Justo al frente se encontraba una sala de cine que compartía el espacio de la cuadra con una iglesia. El campus se encontraba situado aproximadamente a dos kilómetros, lo que se me antojaba muy alejado, acostumbrado como estaba a las pequeñas distancias de mi ciudad.

En los años setenta, el ambiente universitario permanecía agitado por los continuos paros estudiantiles liderados por estudiantes que se llamaban a sí mismos de izquierda. El campus era un hervidero de ideas motivadas por la revuelta de mayo francesa. Se comentaba de estudiantes que se habían ido al monte a engrosar las filas de la guerrilla antigobiernista. Para mí todo era confuso, la política nunca me había interesado, no obstante las clases avanzaban y la vida al interior de la facultad era apasionante. A la U. llegaban jóvenes de todas las regiones del país lo que se traducía en una amplia diversidad social, un crisol de idiosincrasias y de propósitos vitales.

Al ser el único costeño de mi grupo tomé divertido la bandera regional por las expectativas que despertaba. Siempre se ha pensado que somos muy alegres, ajá, que somos ruidosos, ciertamente, que somos mal educados, un poco, que somos buenos bailadores, ajá, que somos perezosos, qué risa. Estereotipos comunes que tendría que superar prontamente.

El campus universitario era enorme: muchos árboles, zonas verdes, jardines, un estadio e instalaciones deportivas excelentes. Los edificios blancos de tres pisos mostraban las líneas sobrias de la arquitectura alemana moderna, algunos edificios de ladrillo rojo también hacían parte del conjunto universitario.

Con mis primos, a los que conocía desde niño, había logrado una gran amistad, especialmente con los hombres, que se sentían obligados a enseñarme la vida en la ciudad. Alberto, el mayor, estaba terminando la carrera de medicina en la universidad, Nico, el menor, había ingresado recientemente al ejército y adelantaba estudios de administración. Eran muy amables conmigo y se divertían mamándome gallo por mi acento y mis modales pero tenía una fuerte conexión con ellos. Alberto siempre estaba ocupado en el hospital pero me invitaba a sitios cuando podía, era bastante mujeriego y tenía varias novias, a Nico le gustaba la rumba y me llevaba a bares y cafés los fines de semana, era muy divertido. Le gustaba el cine como a mí y siempre me acompañaba a ver los estrenos en los teatros elegantes de la ciudad. Dormíamos en la misma habitación, Nico generalmente no estaba, y Alberto tomaba turnos en un hospital, solo lo veía de vez en cuando. Mi primera actividad del día cuando me levantaba era mirar por la ventana hacia el teatro para ver la cartelera. Pasaban dos películas diarias en cine continuo, era mi pasatiempo favorito cuando no tenía clases, me pasaba allí tardes enteras.

***

Cuando ya estaba acostumbrado a la compañía de mis primos, mamá me avisó que mi abuela y mi tía habían regresado. Era hora de mudarme a su casa. El cambio sería brutal.

En casa de mi abuela llegué a la escuela del orden. Allí todo parecía brillar y cada cosa se encontraba en su lugar; me entregaron una habitación propia amoblada convenientemente con un escritorio de trabajo incluido. Sábanas, cobijas, sobrecamas, toallas, todo era nuevo, amorosamente comprado para mí. No podía quejarme de nada, mis vivencias de pobreza lentamente iban quedando atrás. Querían verme siempre bien vestido, por lo que me compraban las mejores ropas posibles, parecía la princesa que encontró su anhelado castillo. Solo una condición me obligaría con ellas por los cinco años siguientes: debía acompañarlas juiciosamente a la misa de los domingos, no se me pedía más. La casa estaba situada cerca de la universidad, lo que me ahorraba tiempo y las incomodidades del transporte público.

En la universidad hubo un tiempo en que todo marchaba a medias, las clases se suspendían a menudo por los mitines dirigidos por estudiantes de izquierda, los combates con la policía eran épicos. Nunca participé, me parecían inútiles, me daban miedo. Las palizas eran frecuentes, la fuerza pública ingresaba al campus con facilidad, los cabellos largos y la barba eran sospechosos.

Una tarde lluviosa fuimos sorprendidos por los gritos y el tropel, la policía había ingresado por la fuerza prácticamente hasta las aulas. Perseguían a los responsables de los desmanes callejeros, pero no hacían distingos de ninguna clase, para ellos todos éramos «comunistas». Estábamos en peligro. Corríamos despavoridos hacia las salidas pero el campus era abierto y era fácil rodearlo. Corrí veloz hacia el gimnasio pero había un piquete de policías que venía en mi dirección, me lancé entonces a través de los prados y llegué a una avenida que colinda con un barrio residencial. Se escuchaban disparos, el aire estaba viciado por los gases lacrimógenos, llovía copiosamente. Un par de policías me perseguían pero la carga de sus escudos y el equipo les impedía alcanzarme. Angustiado tocaba a la puerta en varias casas pero nadie me respondía. De pronto se asomó un hombre en un garaje y me hizo señas.

—¡Venga, entre, ya vienen esos perros!

Tenía espesa barba y algo canosa, era un hombre de unos cincuenta años, me trató con familiaridad y me contó que era profesor en la universidad, sus dos hijos estudiaban allí también. Los policías pasaron caminando frente a la casa, pude verlos desde la sala; los dos hijos del profesor bajaron, eran jóvenes como yo, una mujer y un hombre.

—¡Qué susto, hermano! Hoy sí están agresivos de verdad. Parece que atraparon a uno de ellos dentro del campus y lo torturaron, eso los tiene trinando —dijo el muchacho. Todos reímos.

Nos contamos historias, y reímos, llovía y hacía frío, estaba totalmente empapado. Me invitaron a tomar chocolate caliente con pan y queso, como era la costumbre en las frías tardes bogotanas. Pasé toda la tarde con ellos entre risas y anécdotas, me despedí a las seis.

—Gracias, han sido muy amables, debo regresar a mi casa.

—Nos vemos —dijo el profesor.

—Nos vemos —dijimos todos.

***

Mi primo Nico regresó a Bogotá luego de tres meses aprovechando un corto permiso. Como ya era nuestra costumbre, salimos a tomarnos unos tragos en Chapinero. Ahora lo veía más corpulento y ya mostraba ese aire de superioridad propio de los militares. Confiado y seguro, no temía los posibles peligros de la calle. Yo también me sentía seguro con él.

Bebíamos cerveza mientras me mantenía encantado escuchando sus experiencias, y yo le contaba las mías en la U. En realidad, aún no tenía mucho que contar. La vida de mi primo había cambiado drásticamente, soñaba con llegar lejos en la carrera militar. No sería fácil, el país se encontraba en una guerra interna casi desconocida por la sociedad en las zonas urbanas. La lucha se daba en los campos y era allá donde se vivían sus efectos. El pueblo ponía las víctimas, campesinos, hombres jóvenes, mujeres, soldados y policías. En la ciudad nos enterábamos poco, la vida seguía como si nada ocurriera.

Bailábamos en la penumbra con las chicas del sitio, hombres y mujeres ebrios tratando de divertirse, de encontrar algo de afecto en ese antro. Ambos observamos a una muchacha sentada en un rincón, desde nuestro sitio se alcanzaba a vislumbrar una bella mujer. Tomaba aguardiente sola y rechazaba a cada tipo que la invitaba a bailar. Mi primo se lanzó confiado en su nuevo carácter y también fue rechazado. Regresó a la mesa algo contrariado.

—¡Realmente está buenísima, primo, es igualita a la esposa de mi coronel! Hágale, primo, de pronto tiene suerte.

Después de un rato me armé de valor, me acerqué y la saludé:

—¿Hola, quieres bailar?

—No tengo ganas, pero siéntate aquí y me acompañas, háblame de ti.

Le conté cualquier cosa, no había venido a desahogarme por nada y estaba algo borracho. Sí, era muy bella y joven, tal vez se sentía fuera de lugar. Se llamaba Blanquita, eso dijo.

Nos mentimos mutuamente durante unos minutos cuando súbitamente me dijo.

—Voy a bailar contigo, pero solo contigo, tienes que quedarte en mi mesa.

Ahora sentía su cuerpo caliente abrazado al mío, bailaba suavemente con sensualidad, su fragancia me embriagaba. Por lo visto esta parecía ser mi noche de suerte. A la madrugada, mi primo se marchó dejándome en el bar.

Salimos, el frío era intenso, Blanquita se agarró de mi brazo y tomamos un taxi. De verdad era muy bella, cabellos rubios, ojos grandes oscuros, llevaba botas blancas que le llegaban hasta arriba de las rodillas, cerca de la mini. Me abrazó estremecida, «me gané la lotería», pensé. Llegamos a una casa en Santafé, grande de tres pisos, oscura y antigua. Una mujer corpulenta abrió la puerta y nos llevó directamente a una habitación, no se escuchaba ningún ruido.

Fue difícil quitarle las botas, no tenía experiencia, ella me ayudó complacida. Tuvimos sexo apresuradamente y luego nos quedamos dormidos.

El aroma sofocante de su perfume continuaba pegado en mi cuerpo el día siguiente. De regreso a mi casa tomé un baño, desayuné y me eché a la cama nuevamente. Me sentía agotado y volví a quedarme dormido.

Me convertí en asiduo de la casa, llegaba a cualquier hora, pero pronto aprendí que no era conveniente: había clientes esperando. Me escapaba de mi casa a medianoche y la acompañaba en el bar, teníamos horas precisas para encontrarnos. Cuando nos veíamos siempre iba con ella a la casa y dormía allá. Descuidé totalmente mis obligaciones de estudiante.

En la casa vivían seis muchachas y la jefa. Tal vez tenía esa autoridad por su corpulencia, era agraciada pero grande como un roble. Nos reuníamos en la cocina para desayunar o para almorzar, siempre había anécdotas y muchas risas. Sin embargo, las crisis nerviosas aparecían de pronto. Eran víctimas de violencia o abandono, tenían hijos en sus sitios de origen, los clientes las robaban o las maltrataban. Solo Blanquita parecía feliz, tal vez había encontrado en mí un poco de estabilidad emocional, o todavía no enfrentaba esos problemas, tenía veintidos años. Yo me había aferrado a su amistad pues me sentía algo solo. Aunque ya tenía amigos en la universidad, eran amistades incipientes que desaparecían después de clases. Me costaba trabajo adaptarme a este nuevo tipo de vida. Con las chicas del bar estaba en un mundo de fiesta y de sexo, qué más podía pedir un joven como yo. Allí conocí gente muy extraña, verdaderos delincuentes, adictos a las drogas. No era un ambiente recomendable sobre todo para mí, que vivía prácticamente en un convento.

La dicha sin embargo no duraría mucho tiempo, sentía molestias al orinar, hasta que un día el dolor se volvió insoportable. En la universidad busqué a Borja, un compañero que estudiaba medicina. Le conté y me llevó a su habitación en las residencias de estudiantes.

—Muéstreme esa vaina.

Le mostré y de una mirada me dijo:

—Lo pringaron, huevón.

Me explicó cómo limpiarme y me ordenó medicamentos e inyecciones para la infección.

—Cuando se le pase esa vaina búsqueme en la piscina. ¿Sabe nadar, cierto?

Fueron dos semanas de tortura, las inyecciones eran muy dolorosas y debía disimular en mi casa. Nadie se enteró del problema, mientras me recriminaba muchas veces por mi estupidez. Un día desapareció como por milagro la infección, pasaron dos semanas más y quedé completamente recuperado. Me volvió el alma al cuerpo, como decía mi tía. No volví a pensar en Blanquita, y me propuse a terminar esa historia. Ahora ya estaba matriculado en la universidad de la vida.

***

Mi abuela y mi tía no disimulaban su contento con mi compañía. Me consentían en exceso y me proporcionaban todo lo que pedía, vivía como un pequeño príncipe. Tal vez veían en mí al hijo y al hermano desaparecido, yo no escatimaba en atenciones y mostraba mi agradecimiento siendo útil, era el hombre la casa. Iban a misa todos los días y rezaban siempre el rosario por las noches, cuando estaba en casa me unía a la oración, pero aprovechaba para meditar, no me obligaban a rezar. La verdad a nada me obligaban.

Nunca me reprochaban mis escapadas y, por el contrario, parecía que las aprobaban. Era la forma de educar en la sociedad patriarcal en que vivíamos y que ya comenzaba a ser cuestionada en el mundo entero. Sin embargo, las costumbres persistían y yo disfrutaba de ello.

En las vacaciones de mitad de año acostumbrábamos a viajar a Honda con mi abuela y mi tía. Habían comprado un carro nuevo y me había convertido oficialmente en el chofer de la familia. Honda es una pequeña ciudad enclavada como en una olla en las riberas del Magdalena. Es tierra caliente, allí viajaban los cachacos a calentarse los huesitos. Las tías de mi tía, mis «tías viejas», tenían allí una casa de campo, eran muy adineradas, al menos a mí me daba esa impresión. Todo era grande allí: las habitaciones, la sala, los salones de juego, la cocina. El patio de unos mil metros alojaba una piscina estupenda que daba justo al lado de un amplio corredor donde se instalaban hamacas, mesas y sillas de descanso. La vista era magnífica, palmeras y muchos árboles frutales y más allá de la pared divisoria del lote, se apreciaba la montaña tupida y frondosa.

Mis «tías viejas» eran piadosas y también rezaban todas las tardes, de hecho eran cuatro mujeres y un hombre, todos solteros y pensionados, disfrutando de una divertida vejez. El tío Carlos siempre estaba muy bien vestido, era un hombre culto y agradable de buen humor.

Las tías, a su vez, siempre perfumadas se adornaban con finas joyas. Todos fumaban y tomaban trago sin parar, por las noches jugaban póquer hasta la madrugada. Nunca supe por qué ninguno se había casado, al igual que mi tía, pero de esto nunca se hablaba. Su casa en Bogotá se encontraba ubicada en un barrio elegante, vivían la gran vida, mi tía decía que habían sabido guardar e invertir sus ahorros.

La quinta se situaba en una colina desde donde se podía apreciar la ciudad, famosa por sus puentes y por la conocida subienda del pescado. En esta temporada miles de peces suben desde la costa por el río Magdalena a aparearse. Era una atracción turística que proveía de recursos a muchas familias ribereñas. Se comía pescado en desayuno, almuerzo y cena.

El fin de semana bajábamos al mercado local a aprovisionarnos. Un día en medio del barullo de la plaza me encontré de frente con Javier, un compañero de la facultad.

—Oiga, hermano, ¿qué hace por acá?

—Lo mismo que usted, de vacaciones.

—Pero yo soy de aquí, aquí vivo yo, camine, le presento a mi mamá.

La mamá vendía fritos en la plaza de mercado. Llevaba puesto un delantal y sudaba brutalmente por el calor de las pailas de aceite. Era una señora de unos cincuenta años, pecosa como él, me saludó muy amable.

—¿Quiere probar?

Pero las tías ya me llamaban y tuve que despedirme.

—Alberto también es de aquí, saque un tiempito y nos encontramos esta noche. ¿Dónde se aloja, hermano?

—Arriba en la loma, cerca de los bomberos.

—Bueno, nos vemos, en la Golosa nos encuentra.

Me quedé en este encuentro y me di cuenta de que no sabía nada de mis compañeros de estudio. Todos de clase media o pobres, como nosotros, hijos de una misma madre sola, tratando de salir adelante en medio de la adversidad.

Por la noche decidí bajar al pueblo a encontrarme con los amigos. La Golosa era un bar amplísimo con balcones que miraban hacia el río, el clima era fresco, la música trepidante me llenaba de bríos. Los encuentré con un grupo grande de aproximadamee diez chicos y chicas. Todos jóvenes estudiantes como yo, la mayoría eran oriundos de Honda.

—¡Miren quién llegó: el burguesito del salón!

Nos abrazamos y nos presentamos, luego me invitaron a tomar. Se hablaba de todo y reíamos por nada. También bailamos mucho toda la noche. Al final, casi borrachos nos despedimos.

Alberto me había invitado a almorzar a su casa el día siguiente. Así que me dirigí hacia allá en el carro de mi tía. No era común por estos barrios ver pasar un carro elegante. Todavía en el país no era fácil que las familias tuviesen su propio carro, este era aún un privilegio para pocos.

La familia de Alberto eataba conformada por tres personas; la mamá, una hermana y él. La señora, mucho mayor que la de Javier, era curiosa y habladora, me hacía muchas preguntas. La hermana hablaba poco. Muy orgulloso, Alberto me mostró su casa. Era como un rancho grande, con amplia sala y comedor, amoblados humildemente y con mucha pulcritud, el aire circulaba por puertas y ventanas dándole una frescura especial. Había un patio trasero donde tenían conejos, patos y perros, me divertí a las carcajadas pues los patos perseguían al perro mientras cagaba. Luego se comían sus heces.

Naturalmente almorzamos pescado, con un estupendo sancocho de plátano. Más tarde me despedí y les prometí volver muy pronto.

—Esta es su casa —me dijo la mamá.

Los días siguientes mis dos compañeros se dedicaron a mostrarme los sitios turísticos y los balnearios más populares. Eran extremadamente amables y simpáticos, gracias a ellos mis vacaciones fueron deliciosas.

***

En la universidad hice amistad con Claudia T., estudiante de sociología. Nos veíamos todos los días, la acompañaba siempre hasta la salida del campus después de clases. En ocasiones se quedaba callada y me miraba con amor, o así me parecía, pero no sentía lo mismo.

Una tarde deambulábamos sin rumbo y nos acercamos al complejo deportivo de la universidad. Ella no era amante del deporte, yo en cambio, siempre los había practicado. Sin orden, sin disciplina y sin éxito, en realidad. Pero cuando vives en la costa o en tierra caliente el mismo clima te impulsa a salir y a desfogarte. Los juegos callejeros eran comunes, el fútbol, que jugábamos descalzos, las tapitas o béisbol con tapas de gaseosa, o el volibol en el colegio, un poco de todo, el costeño es muy veloz y ágil, así se le reconoce en los deportes. La natación no la veíamos como un deporte, simplemente era parte de la vida, especialmente de los jóvenes. No sé cuándo ni cómo aprendí, pero, al igual que todos mis amigos, lanzarnos al mar era más que todo una diversión. Nadábamos hasta bien adentro y cuando las olas eran suficientemente grandes nos dejábamos llevar por las crestas a toda velocidad sumergidos en el vasto poder de las aguas. Impulsados por la ola alcanzábamos grandes velocidades sin ninguna protección hasta que llegábamos cerca de la playa donde celebrábamos quién había cogido la ola más grande o quién había avanzado más. De vez en cuando las corrientes cruzadas se apoderaban de nuestro cuerpo y nos aporreaban como si fuésemos pequeñas briznas de arena, en ese caso tocaba dejarse llevar por la ola, de nada servía querer tomar el control. La máxima prueba de valor se hacía en el Laguito, cuerpo de agua situado en Bocagrande, como una piscina natural para los nadadores. Estaba comunicado con el mar por una boca natural de apenas unos veinte metros de abertura. En su parte más ancha el lago puede medir más de doscientos metros, se dice que son aguas muy profundas y que puede haber peces grandes en el fondo. Para llegar allí había que caminar desde la parte posterior del hotel Caribe, atravesando una espesa maleza por unos quince minutos. La vista era magnífica, la idea de atravesarlo nadando era estremecedora, pero de eso se trataba: era como un ritual de iniciación, una vez que lo hacías podías considerarte un hombre completo o una mujer. Anita, una de nuestras vecinas, era la mejor nadadora de todos, lo atravesaba con gran facilidad y se burlaba de los hombres sin piedad, en algún momento todos estuvimos enamorados de ella.

***

El complejo deportivo de la universidad constaba de un estadio de fútbol y de atletismo, gimnasio, salones de esgrima, de karate, canchas de volibol y de básquet, varias canchas de tenis y una piscina olímpica. Detrás del complejo quedaban cinco grandes edificios, eran las residencias universitarias.

Admirados por lo extenso del conjunto nos dedicamos a recorrerlo. Recordé entonces que hace unos meses Borja me invitó a entrenar con él y nos dirigimos a la piscina. Allí estaba dentro del agua, impartiendo instrucciones a otros jóvenes. Me acerqué y lo saludé.

—¿Hola, dónde andaba? ¿Todo bien? ¿Viene a entrenar?

No estaba muy seguro, el compromiso me producía alergia. ¿Acaso era un deportista? De todas maneras sentía que algo así me hacía falta, por algo mis pasos me trajeron hasta aquí.

—Por ahí, usted sabe. ¿Cuándo puedo venir?

—Cuando quiera, hermano, aquí estoy todas las tardes. Se consigue una pantaloneta para nadar y gafas para el agua.

—Okey, vengo la próxima semana. —Lo dije y no podía creerlo. Qué locura…

Claudia estaba muy sorprendida.

—Yo creí que eras un perezoso. —Reí y me besó como dándome una recompensa, y regresamos haciendo bromas por el camino.

Nos despedimos. No quería darle vuelo a esta situación, necesitaba concentrarme en el estudio, encontrarle sentido a mi vida, darle un rumbo al camino. Creo que ella me entendió, era muy perceptiva y de verdad me apreciaba.

***

Los entrenamientos era más duros de lo que yo pensaba, me imaginaba jornadas de diversión haciendo nuevos amigos. Para comenzar, en realidad no sabía nadar, ni estilos, ni respiración, solo tenía buena resistencia y algo de velocidad, tenía mucho por aprender. Sin embargo, mi progreso había sido rápido, era evidente que tenía condiciones. Así pasaron meses hasta que fui consciente de que había cambiado. Mi cuerpo, mi fortaleza, la disciplina, mi confianza eran cada vez mayores.

Un día me dijo Borja:

—Hermanito, llegó la hora, vamos a una competencia en Guaymaral. Van varias universidades y clubes de la ciudad. ¿Está bien?

—¿Yo? ¿Usted cree que ya puedo?

—Vamos a ver, sin mucha presión, yo tengo confianza.

Hasta ahora poco importaban las marcas, el estilo y la técnica eran lo más importante, pero una competencia… Borja me tomaba los tiempos y no se mostraba preocupado.

—Por ahora lo importante es participar, que coja confianza, experiencia, yo creo que vamos bien —me dijo.

***

El ambiente de las competencias era extraordinario. La animación, las barras, los calentamientos, el desfile de bellas chicas. Extrañamente me sentía relajado; muchos deportistas ya se conocían y se hacían chanzas y comentarios. Yo solo conocía al grupo de mi universidad, seis compañeros, todos más jóvenes que yo. Desde las gradas nos silbaban o nos animaban. Y siempre había mucho ruido, no era fácil enfocarse en medio de la algarabía.

Gané fácilmente las eliminatorias, y la final de manera holgada. Borja estaba eufórico, yo también. Las barras gritaban hasta el cansancio y ahora me aplaudían. Comenzaba a ser popular.

—Con un poco más de trabajo podremos competir a nivel nacional. ¡Muy bueno! —dijo Borja.

Yo todavía no me veía como un gran deportista.

Las competencias se hicieron más frecuentes y seguía obteniendo buenos resultados, con sorpresa descubrí que era un ganador, mis marcas mejoraban en cada encuentro, competir estimulaba mi progreso.

No era ajeno ahora a la agitación social del momento. La política era intensa, la música me apasionaba, los cambios en las costumbres hacían mella en mí. Tenía amigos en la Facultad de Ciencias humanas, eran diferentes: se vestían y hablaban diferente, había algo que me atraía de esta rebeldía. Todos posaban de intelectuales, creo que en verdad lo eran. Las chicas eran fantásticas, alegres, vivaces, inteligentes. La mini estaba de moda, la facultad era como un imán para mi gusto. Hice amistad con un joven hippie de mi edad. Se llamaba Aldemar D., era de Pereira, usaba el pelo largo y barba, muy bien parecido. «Es igual a Jesucristo», diría mi tía al conocerlo. Era adicto a la marihuana. Parecíamos diferentes, pero en el fondo éramos iguales, nos hicimos grandes amigos.

Aldemar era un tipo raro, no hablaba mucho, pero tenía muy buen humor. No tomaba alcohol, ni se ejercitaba. Le gustaban las mujeres, pero nunca lo veía en ninguna relación. Parecía tímido, pero yo sabía que no era así. Tal vez los efectos de la marihuana afectaban su personalidad. Comía poco y me di cuenta de que lo hacía simplemente porque no tenía dinero. Lo invité a cenar a mi casa un día y comió abundantemente. Mi tía y mi abuela lo apreciaban, era sagaz y no tocaba temas controversiales.

Se convirtió en asiduo de mi casa, donde prácticamente tomaría almuerzo o cena durante tres años. A veces se pasaba de farra con sus amigos de vicio y desaparecía del panorama por unos días. No sabía a dónde iba ni quiénes eran sus amigos, temía por su seguridad. Poco a poco fui conociendo a su combo, todos parecidos a él. Me unía de vez en cuando a sus rumbas, a las que asistían muchas chicas. La humareda era agobiante pero el ambiente era relajado y muy pacífico. Se hablaba mucho de política y de arte, el porro daba para todo, se ponían locuaces y eufóricos. Las chicas igual, muy complacientes y felices, mi amigo se desdoblaba y actuaba como un joven normal. La pasábamos muy bien.

Los límites del segundo

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