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Regresé a Cartagena después de cuatro años, con solo bajar del avión la oleada de calor me abrazó sin piedad, la brisa corría suavemente, el olor del mar me llenaba de vigor. Me sentí de inmediato en lo mío, estaba muy feliz. Mi madre llegó con mis hermanas a recibirme; con ellas, mis dos primeros sobrinos, a quienes no conocía.
El encuentro fue emocionante, todos nos abrazamos y lloramos un poco, encontré a mi madre más vieja, los años la habían golpeado con fuerza, pero ella se mostraba airosa como siempre.
La primera sorpresa me la dio el Segundo, estaba completamente completamente pavimentado con sus andenes perfectos, bien terminados. Parecía otro sitio, no más huecos, ni charcos, ni piedras regadas por todas partes, no más polvo ni basura al frente de la casa.
—¡Y tenemos alcantarillado! ¡No más diablos, ni inundaciones de mierda! —exclamó mi hermana menor y todos reímos escandalosamente.
—¿No está mi hermano en casa?
—Mijo, él se va temprano y vuelve tarde, entre la universidad y la novia no deja tiempo para nada más. Está muy contento con su llegada, creo que ya le tiene programa armado.
—Uy, pero usted qué come por allá, mijo, se ve más grande, fornido. ¡Qué pinta! Ahora sí parece un hombre, cuídese de todas las vecinas —exclamaban mis hermanas.
Los niños gritaban y corrían detrás del perro, todos hablaban al tiempo, había mucho ruido.
—¿Qué ha pasado aquí, madre? ¿Por qué no han hecho nada para arreglar la casa? ¿Dónde están sus esposos y mi hermano, que no han podido pintar ni una puerta?
Mi madre me abrazó y trató de explicarme.
—El esposo de Leo se fue, se separaron, ya no está aquí, su cuñado está en la universidad, viene más tarde. Las obras de la calle costaron caras y aquí, mijo, lo sabe, únicamente yo tengo un sueldo, pero tranquilo, disfrute su descanso y ahí vamos viendo.
Desconcertado obedecí, no había venido a armar problemas, tendría que pensar con calma. Por la tarde llegaron mi hermano y mi cuñado. Ordenamos pizza y tomamos cerveza, todos reunidos en la sala reímos y contamos anécdotas, era tiempo de divertirse. Los días siguientes me dediqué a visitar la ciudad, quería caminar sus calles, respirar su ambiente. Recorrí los sitios históricos como un turista más. Fui a la playa a disfrutar del mar.
Por la tarde hacía una siesta larga, luego me levantaba reconfortado, mi madre me halagaba con sus mimos y me invitaba a comer fritos o me compraba las panochas que tomábamos con Kola. Yo la llevaba a caminar conmigo por el barrio admirando de nuevo sus bellas mansiones; íbamos también al malecón que bordea la bahía, y nos sentábamos a conversar observando el magnífico panorama. Le conté a mi madre algunas cosas de mi vida con mi tía y mi abuela. Ella, comprensiva, me escuchaba atentamente.
—Cómo me alegro de que se haya acoplado tan bien allá con la familia. Ojalá siga progresando y pueda ayudar a sus hermanos, ellos no tienen la culpa de nada, a ellos les ha tocado dura la vida.
—Cierto, madre, yo lo sé; pero tenemos que hablar en serio a ver cómo vamos cambiando las cosas.
***
Una tarde vino Simón a mi casa.
—Ajá, ¿dónde está el cachaco?
Visiblemente sorprendido me abrazó.
—Coño, te veo muy cambiado.
Mi madre lo recibió con agrado, siempre había tenido mucho aprecio por su familia, habíamos sido amigos desde niños. Dejó sus estudios en Barranquilla y ahora trabajaba como asesor en una firma de arquitectos y dictaba clases en una universidad.
—¿Ya tienes programa para esta noche? Tengo dos puertorriqueñas que llegaron ayer, podemos salir con ellas.
Le acepté la invitación y quedamos de vernos más tarde.
—Es mejor no andar mucho con él, tiene mala reputación —me dijeron mis hermanas—. Dicen que le gustan los hombres.
—Él siempre ha sido respetuoso y amable con nosotros —dijo mi madre.
Yo solo las escuchaba y sonreía. Por la noche, pasó en su flamante automóvil a recogerme. No veía ningún cambio visible en él, los mismos ademanes, la misma voz profunda, tal vez un poco nervioso. Sus historias ya no estaban llenas de optimismo, no sentía la arrogancia de su trato.
—Mi papá me ha cortado su ayuda, hace rato que no le hablo a ese viejo hp.
—¿Y esa vaina?
—Él quiere verme ahí metido en el taller como un obrero cualquiera y yo no le acepto esa vaina, no joda.
Recogimos a las boricuas en el hotel, efectivamente eran dos chicas estupendas que descansaban una semana en la ciudad. No supe cómo Simón las consiguió, ellas solo querían disfrutar sus vacaciones. Cenamos, fuimos a bailar, reímos mucho contándonos cosas de aquí y de allá. A la madrugada mi pareja me invitó al hotel e hicimos el amor. No supe más de Simón y su pareja, nunca volvimos a tocar el tema.
Les conté a mis hermanas al día siguiente y ellas insistían en que no debía frecuentar a Simón.
—Ese tipo es marica —dijo mi hermano—. Sale con viejas para disimular. Ya no anda con las niñas de la high class, lo zafaron, ahora solo sale con puticas. Tranquilo que yo te presento a mis compañeras, hay unas buenísimas.
—Bueno, tranquilos, yo vine a descansar, más bien prepárense para ver cómo vamos a hacer para arreglar esta casa.
En este punto la charla se tensó un poco y terminó rápidamente.
—¿Ve, mijo? Tenga paciencia —me advirtió mi madre.
Le conté entonces que iba a la Guajira a pasar unos días con mi primo.
—No sabía que estaba por allá, tenga cuidado, mijo, es como peligroso.
Mis hermanos, que habían vuelto a prestar atención a la conversación, insistían.
—Hay mucha droga por allá, y hay tensiones en la frontera. ¿Ese no es el trabajo del primo?
***
Antes de viajar me reuní con mi madre para hablar de las cuentas. Le pedí esta charla pues quería abordar el tema con todo el rigor. Ella aceptó algo renuente, pero en el fondo sabía que era necesario. Revisamos a fondo la economía familiar, ingresos, gastos, deudas, créditos. Como temía el resultado era un desastre, dependíamos únicamente de mi madre que, por lo demás, estaba próxima a su jubilación. Era la misma situación de toda una vida y me propuse remediarla. Mi propia madre estaba sorprendida con el balance.
—A la larga hemos sido afortunados, mijo, yo creo que hemos recibido muchos milagros.
—Vamos a comenzar esta tarea y a recuperarnos de inmediato, madre, ahora mismo quiero mandar a hacer nuevos baños y ampliarlos, y también terminar los techos.
Al ver el desconcierto en su cara la tranquilicé.
—Recuerda que yo trabajo, madre, tengo suficientes ahorros.
—Pero mijo, es su platica.
—Fresca madre, podemos con todo. Las deudas puedo pagarlas en tres cuotas, pero eso sí, no más créditos, te voy a mandar un dinerito cada mes. Pero aquí mis hermanos deberán trabajar y aportar, ya son adultos, deben hacerse responsables.
—Está bien —me dijo entre lágrimas, y nos abrazamos con la ilusión de recuperar el tiempo perdido.
Mi madre se puso de inmediato manos a la obra, mi hermano y mi cuñado serían interventores y ayudantes, mis hermanas se encargarían de los contratos. En dos días todo estaba listo para comenzar.
Muy temprano el día siguiente partí hacia la Guajira. Era un viaje largo y sofocante, el bus no tenía aire acondicionado, las carreteras eran irregulares. Llegamos a Barranquilla en dos horas y media. Me encontré en medio del barullo reinante en la terminal, allí debíamos cambiar de bus por otro de igual condición. La música y los gritos de vendedores, ayudantes y choferes producían un estrepitoso alboroto.
Entre más nos alejábamos hacia el norte más pobreza se observaba, pequeños poblados al borde de la carretera aparecían de la nada; aldeas donde florecía la miseria, niños flacos o barrigones, viejos famélicos curtidos por el sol, casuchas a medio construir. Cerca de Santa Marta la vegetación se volvió boscosa y tupida, hacía calor en toda la región. Más pequeña que Barranquilla, la Perla era un pueblo grande donde aún se conservaban muchas construcciones de la colonia española.
La carretera nos regresó a la misma pobreza del recorrido anterior; de pronto comenzó a cambiar el entorno, nos encontramos de frente con los paisajes desérticos, algunos cactus por aquí y por allá eran toda la vegetación observable. Pasamos de largo por Riohacha y finalmente llegamos a Uribia, donde me esperaba mi primo. No había ni una sola calle pavimentada, la brisa levantaba una polvareda infernal, fue como si llegáramos al final del mundo. ¿Era la cabeza o la cola del país?
Nico me esperaba en una camioneta de platón del ejército. Adelante, él mismo condujo conmigo a su lado, atrás cuatro soldados fuertemente armados nos custodiaban.
—¡Qué bueno tenerlo por acá, primo! Esta región es muy bella, le voy a mostrar lo que más pueda. Aquí no se puede descansar, el trabajo no lo permite y es muy verraco acostarse al mediodía con este calor.
Se mostraba locuaz y muy contento de verme. Le conté cosas de Bogotá y de mi casa en Cartagena.
—Usted se da la gran vida por allá, primo. Esta profesión en cambio es dura, pero a la larga uno se acostumbra.
***
En los pocos años que había estado en el ejército mi primo había sido asignado a varios comandos en el país, había estado en combates con la guerrilla y se había distinguido en la inteligencia militar. Era un oficial promisorio. El Batallón se extendía por un área extensa resguardado por una muralla de ladrillo con varios puntos de vigías, protegidos por vidrios blindados. La entrada estaba conformada por tres retenes muy custodiados que se encargaban de verificar la seguridad del lugar. Mi primo era la más alta autoridad presente por lo cual nos ofrecían un trato muy especial de manera permanente. No había ningún lujo sin embargo, en las instalaciones la austeridad y la simpleza eran las marcas del rigor militar. Las viviendas de los soldados se ubicaban en galpones, barracas, donde las literas se acomodaban ordenadamente. Los baños constaban de duchas comunes y una buena cantidad de regaderas y lavamanos. El orden y el aseo eran proverbiales, como en una casa de monjas. Aquí se albergaba una tropa de trescientos soldados y suboficiales que permanecían encerrados la mayor parte del día, solo los patrullajes diarios los sacaban de su rutina de internos.
El pabellón de los oficiales era un edificio de cuatro pisos, con habitaciones individuales y algunas oficinas para administración y reuniones. Tampoco allí se observaba ninguna ostentación, se respiraba un aire de objetos y muebles antiguos, reinaba la soledad. La única decoración consistía en las fotos gigantes del mando del ejército, desde el presidente hasta mi querido primo.
—Ey, ya estás muy cerca del curubito.
—Casi, primo, aunque sea en fotos —y reía.
La primera noche cenamos con algunos de los oficiales en un restaurante, bajo el incesante ronroneo de los abanicos.
—Usted no ha visto la comida en la cantina, primo. No hay chef ni nada por el estilo, los cocineros son soldados que prefieren la cocina a las otras duras labores en el campamento.
—El pollo allá tiene miles de horas de vuelo —añadió otro oficial. Todos reímos a carcajadas.
—El norte de la Guajira ha sido tomado por la delincuencia organizada, la marihuana y el contrabando comparten el territorio sin control —me explicó Nico con tono misterioso.
—¿Y ustedes no hacen nada?
—Nosotros no estamos para eso, primo. Esa tarea es de la policía. A nosotros nos corresponde el orden y la soberanía, la frontera con Venezuela. Claro que si los topamos de frente seguro nos toca actuar, pero todos nos cuidamos de que eso no pase, tranquilo, aquí no pasa nada.
El siguiente día nos levantamos con la tropa y desayunamos, mi primo quería llevarme a conocer las salinas de Manaure. Había que viajar temprano para evitar el sol. Era un viaje de cincuenta kilómetros por carretera destapada. Esta vez viajamos en un jeep cabinado, nos acompañaban dos soldados.
Los paisajes eran alucinantes, el contraste de zonas desérticas con los campos inundados de charcos era muy llamativo, a lo lejos se podía ver la costa prácticamente deshabitada, y el mar verde característico del Atlántico.
Lo primero que me sorprendió fueron los grandes montículos blancos que se formaban en una amplísima zona, eran colinas de sal secándose al sol, su imagen se reflejaba en los innumerables charcos dando una sensación de vastedad. El olor penetrante de la sal marina me transportó de inmediato a los aromas de mi ciudad, eran sensaciones fuertemente impregnadas en mis recuerdos más profundos.
Nos recibió la alcaldesa, mujer enérgica oriunda de la región, perteneciente a una familia wayú. Ella misma nos sirvió de guía, ilustrando cada paso del proceso en las salinas. Fuimos sus invitados a almorzar, y departimos largo rato con ella y con algunos de sus funcionarios. Regresamos a Uribia a eso de las seis de la tarde. Agotado por el calor me tumbé en mi cama y dormí profundamente.
El timbre del despertador me hizo brincar de la cama la mañana siguiente, se escuchaba el movimiento de la tropa dando comienzo a su rutina diaria. Vestido ya de camuflado, Nico me pidió apresurarme, eran las cuatro y treinta de la mañana.
—Vamos, primo, arréglese, acuérdese que salimos temprano, vamos a Punta Gallinas.
—Es el punto más al norte de Sudamérica, no hay nada por allá, pero es una belleza —me comentó mientras terminábamos el café.
Los soldados cargaron el jeep con varios morrales y un costal, y un bidón de gasolina; mi primo llevaba dos pistolas al cinto.
—¿Vamos para la guerra?
—Aquí nunca se sabe, Juliancito, y vamos a viajar solos. Le llevamos un mercadito a mi sargento Márquez y provisiones para el camino.
Sentía un poco de aprensión pues se hacían muchos comentarios sobre las guerras de traficantes y de las venganzas familiares. Pero estaba seguro con mi primo, me subí confiado al todoterreno. Partimos a las cinco y treinta de la mañana, todavía se sentía el fresco de la madrugada. El sol allá despunta desde las cuatro, en una hora estaría todo tan claro como al mediodía.
El recorrido era largo e incierto, no había carreteras, era necesario avanzar en medio de trochas siguiendo los caminos marcados por otros vehículos. No había mapas, mi primo viajaba guiado por su radar mental, era muy bueno en esto. En el camino aparecían como por milagro, escondidas detrás de arbustos o enterradas en sitios impensables, pequeñas tabletas de orientación: Puerto Bolívar, Nazaret…
—La mejor guía es seguir al borde del mar, o al menos tenerlo a la vista, primo —me dijo.
Por momentos la espesura de los arbustos me hacía pensar que estábamos atrapados y completamente perdidos, sin embargo, seguíamos avanzando. Al llegar a un espacio abierto nos detuvimos a refrescarnos. Tomamos agua abundante, comimos bananos y naranjas.
—Tenemos que volver a las trochas, primo, por allá es el camino.
Un ruido intenso de motores parecía preocupar a mi primo, su rostro se ponía tenso y tocaba instintivamente su pistola. Se detuvo un momento y pasó el fusil hacia mi puesto.
—Téngame ahí, primo. ¿Sabe manejar armas?
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —le pregunté alarmado.
—Vienen camiones cerca, es posible que nos encontremos, es mejor no mirarlos, son contrabandistas o caciques.
Avanzamos despacio entre la naturaleza, mis reflejos estaban en alerta máxima, pensaba en mis competencias, pero esto era diferente, además nunca había usado un arma.
Primero apareció una camioneta último modelo totalmente embarrada y polvorienta, no podía distinguir su color. Alcancé a ver unos cinco hombres, llevaban las ventanas abajo, dos de ellos iban parados en la puerta trasera mirando hacia atrás. Pasaron lentamente al lado del jeep, tan cerca que casi nos tocamos. Nadie dijo nada, seguimos avanzando lentamente. A unos cincuenta metros venía el primer camión, se veía completamente cargado de mercancía, cajas, pude distinguir una nevera. Hombres armados viajaban casi colgados del camión. Nos miraron curiosos; nosotros evitamos las miradas. El segundo camión era inmenso, solo cargaban grandes fardos y envolturas.
—No los mire, primo, estos llevan marihuana.
Se repitió el mismo paso anterior hasta que uno de ellos, fusil al hombro, levantó la mano.
—¡Ey, nos vemos, capitán!
—¿Qué tal, primo? ¿Se cagó? ¡Nos pegaron un susto, no joda!
***
Cuando por fin salimos de las trochas se abrió ante nosotros el desierto, carreteras marcadas por la marcha de vehículos nos indicaban el norte. En el camino, las rancherías de no más de diez a quince viviendas aparecían a nuestro paso. El espectáculo era extraordinario, grandes extensiones de arena dorada, lagunas saladas, dunas, acantilados. Paramos en una ranchería para descansar y abastecernos, eran las once de la mañana. Los nativos esperaban una tormenta.
—No les creo mucho —dice Nico—, además todavía no es época de lluvias.
Al mediodía llegamos a Punta Gallinas.
—Ahí lo tiene, primito, el faro situado en la punta de Sudamérica, somos afortunados de estar aquí.
Era un área completamente deshabitada, no habíamos visto una sola persona en los últimos quince minutos de viaje. Anchas playas de suave arena nos invitaban a lanzarnos al agua. Corrimos como niños y nadamos por unos veinte minutos, luego almorzamos, arepas de huevo, una presa de pollo y más naranjas y bananos. Tomamos agua hasta saciarnos. Sentados al borde de la playa observamos en silencio el horizonte.
—Mi sargento Márquez está casado con una wayú, vive adelante de Manaure y nos espera esta tarde, primo. Nos toca devolvernos ahora.
Esta vez sería más fácil, ya teníamos el camino marcado; media hora después avanzábamos bajo un verdadero diluvio, los rayos y truenos eran aterradores, estábamos completamente empapados. Mi primo conducía imperturbable; ha llovido durante hora y media. Luego, como si nada, el sol volvió a brillar en el cielo.
—Ya estamos cerca, primo. ¡Ánimo!
Márquez y su mujer vivían con su pequeño hijo de cuatro años en una ranchería a unos veinte kilómetros de Manaure. Nos recibieron afectuosos mientras los perros ladraban y nos olían. Eran las cuatro de la tarde, nos quitamos las ropas mojadas para ponerlas al sol. Caminamos alrededor de la parcela donde unos pocos chivos y burros descansaban a la sombra. No había ningún cultivo alrededor.
—Todo lo traemos de Uribia, mi capitán. Acá todo escasea.
—Échese en este chinchorro, joven, se le nota el cansancio.
Tenía razón, me acosté y me dormí de inmediato. El ruido de la música me despertó dos horas más tarde, se escuchaban vallenatos y las voces de Nico y Márquez, el sol empezaba a descender en el horizonte.
—Venga, primo, tómese un trago. Me pasó una botella de whisky, y tomé un sorbo a pico de botella. Ellos reían animadamente y se burlaban de mí.
—Hemos pasado unos sustos muy bravos, ¡el primo estaba cagado!
Yo me divertía con sus bromas sin ninguna vergüenza. Era hora de divertirse, ellos cantaban y la mujer de Márquez hacía coro. Todos bebíamos de la misma botella. Casi sin advertirlo el sol había desaparecido, la oscuridad era absoluta, en el rancho se prendieron varios mecheros que nos daban suficiente luz sentados frente a la casa. Comenzaba a hacer frío y prendieron una fogata a nuestros pies. La mujer de Márquez preparaba algo en la cocina. Los hombres continuamos tomando whisky frente a la fogata. La conversación giraba en torno a situaciones del batallón, contaban anécdotas de la vida militar que provocaban grandes risotadas. Los vallenatos continuaban en la grabadora de Márquez. Graciela nos sorprendió de pronto con un delicioso friche, ñame, arroz y tajadas. Justo a tiempo, el trago comenzaba a hacer estragos en mi estómago.
A menos de un kilómetro de nuestro sitio de descanso se observaban luces que se movían a lo largo de la playa, era casi medianoche y continuábamos tomando whisky.
—Es la gente del cacique Aguilar —dijo Márquez—. ¿Alcanzan a ver el barco anclado frente a la playa? Lo están cargando de marihuana, lo hacen tres veces por semana siempre a la misma hora.
—¿No les preocupa nuestra presencia?
—¡Qué va! Nada les preocupa, o compran a la gente o la mandan a matar, así funciona la vaina, mijo —afirmó Márquez.
—Es hora de irnos, primo, ya es tarde.
—¿Cómo se van a ir ahora? Es peligroso y todo debe de estar encharcado.
—Recuerde, sargento, que yo debo dormir en el comando.
Sin más explicaciones nos embarcamos en el jeep y nos adentramos en la trocha. Apenas era posible ver unos metros adelante con la luz de los faros, Nico me pasó una pistola.
—Guárdela en su pantalón, primo, ahora sí es mejor prevenir.
Sin contestarle nada la tomé y la encajé en mi cintura, estaba nervioso, hacía frío. Todavía sentía el efecto del alcohol en mi sangre, no entendía cómo Nico podía manejar el todoterreno; no había semáforos ni señales de ningún tipo, conducir a esa hora era como viajar al infierno. Guiado por su proverbial olfato y orientación navegamos en la más absoluta oscuridad a través de la trocha. Como si estuviéramos en una casa del terror de vez en cuando caíamos en grandes charcos o chocábamos con arbustos, las ramas nos golpeaban el cuerpo y el rostro.
—No se ve ni mierda, primo, pero creo que vamos bien.
Súbitamente el vehículo se detuvo, por más que aceleraba no avanzaba en ningún sentido.
—Mierda, estamos atascados, primo. Bájese y ayude a empujar a ver si lo sacamos.
Salté al piso y sentí que mis piernas se hundían en una masa espesa, quedé enterrado hasta arriba de las rodillas.
—Imposible, primo, estoy hundido en el barro hasta la cintura.
—No puede ser, ¡dónde putas nos metimos! Súbase, primo, nada qué hacer. Tenemos que largarnos de aquí, si nos encuentran esos perros nos matan.
—¿Como así, seguimos a pie? ¿Y el carro?
—Lo dejamos aquí, luego mandamos a recogerlo. Creo que estamos a unos diez kilómetros del batallón, toca andar por ahí una hora.
Con el fusil al hombro y una linterna en la mano, Nico dirigía el paso, prácticamente no podía verlo y nos estrellábamos continuamente.
—Es mejor correr, primo, de otra forma no llegamos.
—¿Qué hora es?
—Son las tres y media, en una hora amanecerá.
Como buen militar mi primo estaba en buena forma, afortunadamente yo también. Corríamos, pero mi vestimenta no era la apropiada, mi primo portaba su camuflado y botas, yo tenía unos simples tenis. El barro pegado en las suelas me hacía resbalar y me impedía seguirle el ritmo. A través de la trocha saltábamos a ciegas cuando caíamos en el agua, era una carrera angustiosa, brincábamos en la oscuridad como locos. En algunos momentos dejábamos de correr, pero seguíamos avanzando, luego de tomar aire continuábamos la travesía al trote. Las gruesas nubes que tapaban la luz de repente se despejaron y pudimos por fin ver el camino. Unos kilómetros más al sur unas pocas luces nos sirvieron de faro.
—Eso es Uribia, primo, estamos cerca.
Ya no corríamos, seguimos en una enérgica caminata sin soltar palabra. Media hora más tarde asomó la primera luz del día, todo parecía normal nuevamente. Estábamos embarrados de pies a cabeza, apenas se podían ver nuestros ojos en la cara. Nos miramos y estallamos en carcajadas, no podíamos hablar, solo reímos hasta más no poder.
—Primo, ¡si se viera la cara! ¡Qué carrera tan hijueputa, primo!
Más tranquilos ahora, continuamos caminando hacia el pueblo. Una camioneta del ejército se aproximó a toda velocidad, llegaban los escoltas, nos habían visto desde lejos.
—Suban, ¿de dónde sale, mi capitán? —exclamaron divertidos.
En menos de diez minutos llegamos finalmente al batallón.
—Vaya, primo, lávese la cara y vamos por el jeep.
—¿Ahora?
—Sí, de una o se lo roban, vamos, primo.
Un tanque de guerra nos esperaba en la entrada, limpio y reluciente, parecía recién salido de la fábrica.
—¿Nos vamos en esto?
—Hay que darle uso a esta vaina, así vamos seguros. ¡Suba, primo! Métase y conozca el tanque, yo me voy acá arriba con mi cabo.
Es una máquina de última generación, el soldado que conducía me mostró orgulloso los controles.
—Esto es como un huracán, mi señor, se mete por donde quiera, nada lo detiene. ¡Un cañonazo de esta vaina puede destrozar todo el batallón!
El tanque avanzaba en efecto sin tropiezos, aplastando cada arbusto en su camino, vadeaba cada charco como si fuera un juego. En veinte minutos encontramos el jeep, los soldados lo encadenaronn al tanque y lo sacaron suavemente fuera el fango.
Después, todo fue totalmente anecdótico; en la cantina los oficiales se gozaron nuestro relato, fuimos objeto de burlas y gracejos durante el desayuno. El resto de la mañana me quedé sentado en una mecedora observando la rutina de los soldados, todavía pensaba en la noche anterior, una sonrisa llegó a mis labios, pero mi cuerpo se estremeció recordando el peligro.
—Esta tarde regreso a Cartagena, primo.
—Ya lo sé, venga, primo que quiero darle algo —me dijo mientras buscaba en su escritorio.
Era un sobre de manila grande cuidadosamente sellado.
—Quiero que se lleve esto, pero no lo abra hasta que llegue a su casa.
—¿Qué es esto, Nico?
—Esos perros vinieron ayer y me lo dejaron con la guardia. Es una plata. Ellos creen que me están comprando, pero yo quiero mi vida limpia, llévese esa vaina y gástela por allá en mi nombre.
—¿Y por qué no lo devuelve?
—Imposible. ¿A quién? Fresco primo, no hay problema, con eso seguro le alcanza para comprar unos tenis nuevos —bromeó, y me abrazó afectuoso.
En el bus de regreso pensaba durante un rato mis aventuras de vacaciones y sonreía para mis adentros. Ni el mejor de los viajes podría igualar tanta diversión; me dormí profundamente hasta que llegamos a la Heroica, eran las once de la noche.
Todo parecía tranquilo en el Segundo, las luces de mi casa estaban prendidas, seguramente mi madre estaría aún despierta esperándome. Me abrió la puerta presurosa y me abrazó.
—¿Cómo le fue, mijo?
También estaban despiertos mis hermanos, querían mostrarme las obras de inmediato. El techo estaba terminado, la casa se veía diferente. Nos miramos y sonreímos, unas lágrimas cayeron en el rostro de mi madre.
—Los baños han quedado espectaculares, más grandes y nuevos, del techo a los pisos —dijo mi hermano.
—¡Ahora sí da gusto sentarse en el trono! —dijo riendo una de mis hermanas.
—Ahí sí te cabe el culito —dijo la otra.
Mirábamos las obras complacidos, seguramente que en el fondo todos, como yo, pensaban en los tiempos difíciles.
—Vamos a poner esta casa como nueva. Todavía no hemos terminado —afirmé.
Los días que quedaban de mis vacaciones me los había reservado mi hermano; nos encontrábamos en el Centro con su grupo de compañeros y nos divertíamos conversando y tomando cerveza. Eran todos chicos de clase media, algunos trabajaban y estudiaban simultáneamente. Me tenían reservada a Maritza. Blanca, de pelo negro muy corto, también deportista, representaba a la universidad. Era muy simpática y congeniamos rápidamente. El sábado nos reunimos todos en la playa, había música y bebidas. Esta vez nos acompañaban dos instructoras de la universidad.
—¿Son tus profesoras?
—Ellas son guías en prácticas de laboratorio, apenas comienzan su carrera docente. Nos hemos entendido bien con ellas y como son jóvenes las invitamos.
Una de ellas atrajo mi atención de inmediato. Lindo cuerpo, piel muy blanca, ojos claros, algunas pecas adornaban su pecho y los hombros, estaba buenísima. Debía de tener unos treinta años. Cruzamos miradas varias veces, parecía que la atracción era mutua. Rápidamente las abordé pero me concentré en Yvette. Eran paisas, ambas solteras, habían llegado hace un año a la ciudad con un contrato de trabajo en la universidad. Estaban felices viviendo en Cartagena.
—Todo es diferente, y la gente siempre se ve alegre y confiada —decían.
Hablamos un poco mientras tomamos cerveza o ron, la animación crecía en el grupo. Era evidente que había una fuerte atracción con la profe. Al caer la tarde casi todos estábamos borrachos, ahora planeaban ir a la disco así que volvimos a nuestras casas a asearnos y vestirnos rápidamente. No estaba seguro de que la profe llegara también por la noche.
—¿Ajá y qué pasó con Yvette? Los vi muy bien conectados, Maritza estaba aburrida —me dijo mi hermano.
—No sé, más tarde veremos, con tu compañera no hay nada.
—Bueno, cuídame a la profe, no vayas a cagarla.
Antes de salir cenamos un delicioso mote de queso preparado por mi madre.
—Delicioso, mamá, listos para el combate —dijo mi hermano.
Ciertamente, bien alimentados y con la mente despejada salimos al encuentro de las chicas. Casi todos los del grupo estaban aquí, pero no habían venido Maritza ni las profes.
—No vinieron —dijo mi hermano en tono burlón—. ¡Qué carajo, entremos!
El ambiente era delicioso, se bailaba envueltos en la penumbra del lugar, la música era variada y muy alegre, los juegos de luces invitaban al disfrute. Las bebidas no faltaban en la mesa, todos hablaban a gritos por encima del volumen de la fiesta. Una de las chicas me sacó a bailar y de pronto me vi envuelto en un torbellino de saltos y de abrazos, de vueltas y revueltas. La chica era incansable, llevábamos más de quince minutos sin parar, la conversación era imposible. Nunca he sido amigo de bailar por deporte, para mí el baile es el preludio del amor, solo me siento a gusto bailando con una mujer que me atrae. Por fin volvimos a sentarnos, apenas estaba sirviendo una bebida cuando vi a Yvette aparecer entre las sombras.
—¡La profe! —gritó alguno.
Todos aplaudieron y la recibieron afectuosamente. Llegó sola, estupenda. Ahora me parecía más bella, enfundada en un pantalón blanco y con una blusa de seda del mismo color. Portaba un collar de piedras verdes que resaltaba sobre su piel blanca; golpeada por las luces intermitentes su cara se multiplicaba en mi retina sin descanso. Sin dudarlo, rápidamente se acomodó a mi lado.
—Hola, vine por ti.
Así, sin rodeos, como deben ser las cosas. Media hora más tarde estábamos enfrascados en una sesión de besos interminable. Bailamos sin pausa, apasionadamente. Los chicos del grupo nos miraban de soslayo sin interrumpirnos. La profe se entregaba sin prevenciones. Finalmente yo no era uno de sus alumnos.
—¿Nos vamos de aquí? Podemos ir a un hotel, no quiero molestar a María en el apartamento —me dijo.
No hubo más que hablar. Hicimos un amor loco y desesperado; fue una noche de éxtasis como nunca había experimentado. Ella se veía relajada y feliz, su cara mostraba ahora un tono rosado, sus ojos brillaban en la oscuridad de la habitación. Bajamos temprano al restaurante del hotel para tomar el desayuno, queríamos ir a las islas del Rosario, el transporte marítimo salía antes de las nueve. La había enterado de que viajaría de regreso en una semana, queríamos aprovechar el tiempo.
Nos embarcamos en una pequeña lancha que nos condujo rápidamente a una isla hotel, tomamos una habitación y salimos a recorrer el lugar. Abundante vegetación rodeaba todo el entorno del hotel, caminitos de piedra conducían a los sitios de recreo. Allí, una piscina de agua salada, y la zona de hamacas, más allá el camino que conducía a la playa. Era una pequeña extensión de no más de cien metros de arena blanca. Y el mar abierto en toda su extensión. A los turistas se les advertía de que la isla era un espacio de relax, nadar era sumamente peligroso porque el mar es profundo alrededor. Con tan solo diez habitaciones, por momentos la isla parecía deshabitada, no se escuchaba música ni ruidos, solo la naturaleza. Era un lugar perfecto para el descanso. Nos tendimos en la playa y dormitamos un rato.
Yvette era una joven profesional, seria, con proyectos y metas definidos para su vida. Hasta ahora había vivido tranquila sin mayores preocupaciones, su familia la apoyaba incondicionalmente, el matrimonio no estaba entre sus planes.
—Me parece increíble estar aquí en esta especie de locura.
—De pronto te hacía falta saltar al abismo.
—Tal vez, te conocí y no me pude contener. —Y reía feliz.
Permanecimos allí cerca de una hora. El almuerzo se tomaba en bohíos de techos de palma, los asientos y las mesas eran de aspecto rústico, pero bien servidos.
Los otros huéspedes eran casi todos extranjeros, compartimos mesa con una pareja de franceses que me dieron la oportunidad de practicar mi incipiente francés. Reímos mucho a causa de los tropiezos y errores en la conversación. De vuelta a la habitación, nuevamente dimos rienda suelta a la pasión, quería recordar por mucho tiempo sus lindos ojos claros y sus bellos senos.
De la recepción nos llamaron para avisarnos que la lancha salía de regreso en media hora, era imperioso para evitar el mar de leva después de las cinco de la tarde.
Al llegar a la ciudad la llevé a su apartamento.
—Ha sido muy lindo —me dijo y se despidió con un largo beso.
***
En mi casa había un poco de preocupación, pues no sabían dónde estaba.
Mi madre me reconvino como si fuera un chiquillo.
—Pero mijo, tenga cuidado, acaba de conocer a esa muchacha y se pierde con ella.
Mis hermanos celebraban escandalosamente.
—La mamá se preocupa por su niño. ¡Si estaba en luna de miel! —exclamó mi hermano.
Más tarde mi madre y yo nos sentamos en la terraza y conversamos largamente sobre el futuro inmediato. Por primera vez se veía una luz de esperanza en mi hogar. Los días siguientes los dediqué a mi madre, hacíamos caminatas por el barrio, que terminaban siempre sentados frente a la bahía. Mi madre me contaba historias de la familia y me ponía al día sobre mis hermanos.
—Mijo, dirá que no me canso de hablar. ¿Pero no ve que las cartas se demoran? Y las llamadas por teléfono son caras y difíciles de conseguir.
Por la tarde nos sentábamos en la terraza, a veces nos acompañaba Leo con mis sobrinos, veíamos pasar a los vecinos al ritmo de las mecedoras.
—Adiós —decían.
—Adiós —saludábamos todos.
Entrada la tarde iba al Centro a encontrarme con Yvette. Terminada su jornada de trabajo nos veíamos para cenar. Caminábamos por las callecitas, subíamos a las murallas.
—No me canso de mirar la puesta del sol sobre el mar, me parece lo más romántico que hay —murmuraba extasiada.
—Te tengo una invitación a cenar —me dijo Yvette—. Hice una reservación en el Caribe para despedirnos antes de tu viaje.
Esa noche la cena estuvo deliciosa, aunque reímos mucho se sentía algo de tristeza en el ambiente. Una copa de vino fue suficiente para que habláramos de sentimientos.
—No te voy a olvidar —me dijo recostándose a mi lado—. Estos días han sido los mejores de mi vida, si estuvieras aquí serías mi compañero para siempre.
La abracé y la besé repetidamente, no había venido a enamorarme, pero sí, la sentía como alguien muy especial, podría llegar a amarla.
—¿Quieres ir a bailar?
—No mi amor, reservé también una habitación —me respondió con una carcajada.
Hicimos el amor como la primera vez, con la pasión de dos amantes. No estaba seguro de si era amor, pero ya no había tiempo para confirmarlo.
El adiós fue triste como siempre. Abrazados en la puerta de su apartamento nos hicimos promesas y nos despedimos, sería imposible olvidarla, con suerte volvería a encontrarla.
***
¿Por qué las despedidas siempre deben ser tristes? Nadie estaba enfermo, nadie había muerto, la economía crecía y el amor también. ¿Entonces? Quizás el adiós nos daba pesar porque teníamos miedo, siempre lo habíamos tenido. Es como una manía, entre más luchamos por dejarla más nos persigue. Pero había que cambiar esto, el horizonte parecía abrirse ahora, era tiempo de vivir.
Abracé a mi madre y a mis hermanos. Partí en un taxi para el aeropuerto.