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Otra vez domingo, otra vez a misa. Afortunadamente había convertido la iglesia en mi atalaya de observación. Había desarrollado tal destreza en la observación que sabía dónde buscar con precisión. Un rápido muestreo y desechaba las filas de las abuelas, y de las tías, desde ahí, unas filas más atrás, las mamás jóvenes y sus hijas. Siempre en cuarta fila doña «Empera» y sus dos hijas, de unos diecisiete y dieciocho respectivamente, muy elegantes y recatadas. Pero yo sabía observar: las manos, la nuca, el pelo, las orejas, y los ojos. En ellos podía adivinar el hielo o la pasión, no podían ocultarlo. El día sería maravilloso, tendría una visión sublime, ese día mi corazón temblaría como un reloj loco.

Justo a mi lado, en la fila izquierda, muy concentrada en la oración, se sentaba una mujer blanca de pelo castaño y largo hasta la mitad de la espalda, facciones finas, ademanes estudiados. Se diría que era alguien de buena educación, de buen nivel económico, a juzgar por las joyas que llevaba. A su lado, una belleza de unos diecinueve, blanca, dos o tres pecas adornaban su cara, ojos grandes y negros, largas pestañas, cuerpo grácil, estatura mediana. Lindo perfil, miraba inquieta a su alrededor. Una belleza, hasta la mamá merecía una buena revisión.

—Podéis ir en paz…

Fue la misa más corta que había visto, tan concentrado estaba en la contemplación de Paula, así tenía que llamarse. Mi imaginación volaba estimulada por su presencia.

—Camine, mijo, que no nos coja el embotellamiento afuera —dice mi abuela.

Empujé a mi tía y a mi abuela disimuladamente a donde caminaban Paula y su mamá, quedamos muy cerca de ellas. Podía oler su perfume, y veía su cabello, corto, sedoso, brillante. Por un instante volteó la cabeza y me miró, yo sonreí. ¿Se habría fijado en mí?

Unos días después, al regresar una tarde de mis entrenamientos, observé un bus escolar que se detuvo a dos cuadras de mi casa para dejar a un estudiante. Era mi Paula, no podía creer esta coincidencia, lucía increíble con su uniforme de colegio. Me detuve y la observé caminar hacia su casa, tuve la impresión de que me miraba de reojo. Llegué feliz a mi casa, me hice la promesa de verla nuevamente, hice planes para observarla. Regresaba siempre a la misma hora de la U. y la miraba de lejos, abiertamente, esperaba que me viera, que un día me saludara. Pero esto nunca pasó.

El domingo siguiente me alisté temprano y bajé a desayunar con mi tía y mi abuela.

—¡A la misa! —exclamé.

Ellas me miraban con ojos incrédulos.

Misma fila, mismos asientos, la escena estaba puesta: los actores, el cura, mis viejas, el cuerpo de Cristo. Y ahí estaba Paula. Pantalones verdes de pana, zapatos azul oscuros, jersey rosado de rombos verdes, camisa blanca, divina. No había lugar para rodeos, al grano de inmediato. ¿Me sonrió o lo soñé?

—Tía, ¿conoce a esa familia?

—Ponga atención al padre.

Sí, Paula me sonríe. ¿Y ahora qué?

En el tumulto de la salida las perdí, no tuve la oportunidad de acercarme, tendría que ser paciente.

Los dos domingos siguientes no la volví a ver, tal vez cambiaron su horario de la misa. Y yo no había podido llegar a tiempo a la llegada de su bus. Las clases y los entrenamientos copaban mis horarios.

En la universidad el tedio me atrapaba. Los entrenamientos se hacían cada vez más intensos con vistas a los juegos nacionales universitarios. Las lluvias volvieron imparables; en la altiplanicie las estaciones son imprecisas, en un solo día llueve y de pronto hace sol, y más tarde vuelve a llover. Después de las tres, una niebla densa baja a la ciudad, el campus queda a oscuras, las clases deben hacerse con las luces prendidas. Era parte del ambiente londinense de Bogotá. Los mayores usaban trajes oscuros, camisa blanca y corbata, algunos portaban sombrero, el paraguas era imprescindible. Las señoras a veces se permitían un tono gris, o azul en sus faldas.

Los jóvenes, en cambio, vivían en constante ebullición: la música, la moda, todo cambiaba velozmente. Permeados por el contagio de los provincianos, que éramos muchos, los cachacos jóvenes comenzaban a vestirse de colores, las chicas usaban minifaldas y botas.

A pesar de los nubarrones, mi mente solo veía la luz del enamoramiento, no había vuelto a encontrar a Paula pero no dudaba que un día volvería a verla.

Una tarde regresaba a casa con mi tula de deportes al hombro, había tenido una sesión muy fuerte en la piscina, tenía hambre. Por suerte mi abuela se preocupaba por mi dieta, me preparaba gramo por gramo los alimentos que me había propuesto el nutricionista del equipo. Ni en un hotel me consentirían tanto, era una ventaja. Tanto había cambiado mi vida.

Al acercarme observé luces prendidas en ambos pisos de la casa, era extraño, mi tía tenía ese carácter austero que se confunde con la tacañería, siempre estaba apagando bombillos. «La luz es cara, mijo». Timbré.

—Entre por el garaje, mijo —dijo mi abuela.

Había visitas, mi tía acostumbraba a invitar a sus amigas a rezar. Primero, conversaban, tejían, jugaban cartas, luego rezaban el rosario. Finalmente tomaban té.

—Venga, mijo, quiero presentarle a unas personas —me llamó mi tía.

Su cara mostraba un gesto de complacencia extraño, aunque es de buen genio, generalmente la expresión de su cara es adusta y rígida. Pero ese día se notaba algo diferente. ¿Estaría el padre Martínez? En alguna ocasión me ha dicho que me lo quería presentar, en su interior le gustaría verme con los hábitos, sería su sueño realizado. Pero yo no estaba para eso, estaba a punto de regresar a la cocina cuando la mamá de mi Paula entró y me tomó de un brazo.

—Soy Elena R., tu vecina, ven a la sala para que conozcas a mi hija Sarita.

Sorprendido por su familiaridad me dejé llevar con una sonrisa amable. Entré a la sala y allí estaba sentada mi Paula hojeando una revista. Un corrientazo recorrió mi cuerpo, no sabía qué decir, mis piernas flaqueaban pero recuperé la calma rápidamente.

—Hola, Sarita.

—Hola, quería conocerte, me han hablado mucho de ti, aquí te quieren mucho.

—Soy el hombre de la casa.

—¡Y qué hombre! —exclamó la mamá sin recato.

Mi tía reía nerviosamente.

—Nosotras vamos a terminar el rosario —dijo mi abuela—. ¿Por qué no le muestra a Sarita sus medallas? —Y me impulsó de un leve empujón.

La calidez de Sarita y su cercanía me hacían sentir como si fuésemos viejos conocidos. Me contó que también me había visto en la iglesia y que me descubrió desde que la seguí en el paradero de su bus. No había vergüenza en ninguno de los dos, era como si de verdad tuviéramos todo guardado esperando para este día. ¿Estábamos destinados a estar juntos? Sarita cursaba su último año de bachillerato, al decir de su mamá era una estudiante excelente: sin saber cómo, Elena parecía venderme los encantos de su hija, lo cual era innecesario pues yo estaba derrotado desde que la vi por primera vez. Me sorprendía, eso sí, que de pronto me había convertido en un buen partido. Las vueltas de la vida.

Mientras las señoras hablaban en la sala, Sarita me tomó de una mano y me pidió que le contara de mí. Nada difícil pues era muy locuaz y a estas alturas mi autoestima volaba. Se despidió de mí con un beso y quedamos en volver a hablar.

Fue una temporada gloriosa. La universidad, los entrenamientos, y ella, siempre Sarita. Al poco tiempo pasamos de los besos y abrazos a los juegos íntimos que llegaban a ese punto insoportable cuando había que parar. Ella era muy joven y yo la entendía.

***

Las competencias continuaron sin descanso. Viajamos a los países vecinos y Centroamérica, no ganaba siempre pero me desempeñaba con excelencia. Los viajes eran una mezcla muy festiva de jolgorios por los resultados; ganáramos o no siempre había celebración. Las mismas chicas de nuestro equipo o de los adversarios nos prestaban compañía, la fiesta era interminable. Regresaba a mi casa agotado. Comencé entonces a prepararme para los juegos nacionales. Estos eran de un nivel mucho más exigente y sería la primera vez para mí. Aquí competían los mejores del país, no eran las sencillas competencias universitarias, los deportistas de este nivel se tomaban este trabajo muy en serio. Me inscribí a participar porque Borja me lo pidió.

—Hay que competir, huevón. Ahí es donde se mide el real potencial y usted es de los mejores en la ciudad.

Accedí y me dediqué a entrenar sin mucha convicción, de verdad, los entrenamientos me tenían cansado. En la universidad me daba sueño, la fatiga me vencía y me costaba trabajo concentrarme. Aunque seguíamos juntos, veía poco a Sarita y eso me inquietaba, el año estaba por terminar, las competencias serían en abril del año siguiente.

Sarita terminó el bachillerato con honores. Asistí a la graduación en compañía de su familia. Habían preparado una estupenda reunión para celebrar. Mi abuela y mi tía estaban también invitadas, yo era la atracción principal de la reunión. Algunos habían visto fotos y comentarios en la prensa deportiva, los más jóvenes querían conocerme. Los mayores me acogían con agrado, no en vano mi abuela era una anciana adinerada, dueña de extensas fincas de café en Cundinamarca y en el Huila. Como mi tía era soltera y una mujer madura, me veían como el heredero natural. No era el único, sin embargo, también estaban mis hermanos. Pero solo me conocían a mí. Eran días felices.

La Navidad llegó, me sentía completo y enamorado. Todo estaba bien en la U. y tenía descanso por veinte días. Tanto tiempo libre me parecía como estar un sueño, podía levantarme tarde y dedicarle el resto del día a mi novia. Ella todavía no sabía qué hacer en el futuro inmediato, pero eso no le preocupaba en absoluto. Su familia tenía dinero y estaba enamorada.

La víspera de Navidad Sarita me llamó por teléfono en la tarde.

—¿Puedes venir a mi casa? Quiero verte.

Su voz parecía divertida.

Llegué allí en menos de veinte minutos. Me abrió la puerta sonriendo y puso un dedo sobre su boca en señal de silencio. Al entrar brincó sobre mí riendo.

—Estamos solos —me dijo.

Sus padres habían salido a hacer las últimas compras para el veinticinco.

Nos besamos como locos anticipando los momentos de intimidad.

—Subamos a mi alcoba.

Subimos corriendo por la escalera. Estaba vestida con unos jeans y una blusa rosada de algodón, llevaba unas zapatillas blancas. Era evidente que no llevaba sostén, sus pezones se notaban claramente en la camisa. Nos sentamos en la cama y me besaba apasionada, era claro para mí que podía avanzar. Abrí con cuidado su camisa, allí estaban, erguidos y duros, sus pezones rojos parecían estallar mientras los acariciaba y los besaba. La toqué por encima del pantalón y jadeante, ella misma lo abrió y comenzó a quitárselo mientras yo le ayudaba con la tarea. Sus pantalones cayeron al suelo y quedó a mi vista su cuerpo entero, llevaba aún sus panties de color beige. Su piel blanca emanaba un perfume embriagador, el vello sedoso de su pubis ocultaba completamente los labios, mientras la tocaba y la disfrutaba con todos mis sentidos sus besos eran cada vez más profundos. Me desnudé por completo, ella se estremecía debajo de mí. Entonces se entregó totalmente.

—¿Así está bien? —me preguntaba.

Yo no alcancé a contestarle en medio de un veloz orgasmo.

—¿Está bien? —insistía.

—Maravilloso.

Me retiré y observé las manchas de sangre en la sábana. La abracé y la besé. Luego la limpié y volvimos a besarnos. Ella quería más y yo también. Esta vez lo procedí con calma disfrutando cada espacio de su ser, ella en cambio, se agitaba y sudaba, gemía de placer y por momentos gritaba. Su cara enrojeció súbitamente, su cuerpo brincaba y se retorcía bajo el mío, yo hacía lo propio para acompañarla. Me miró en éxtasis y de pronto estalló en carcajadas.

Yo solo pude reír con ella y la abracé, así permanecimos largo rato.

***

Mi tercer año de universidad inició bajo la sombra de las revueltas estudiantiles. La corrupción, la ineficiencia del estado, la represión violenta de las protestas eran algunos de los hechos recurrentes. Algunos se sentían motivados por el crecimiento de la propaganda soviética o por el marxismo, otros admiraban la revolución cubana y esperaban que algo así podría pasar aquí. Nunca tomé parte activa de las marchas de protesta, si lo hice un par de veces fue porque iba tras alguna chica. Vivíamos en un campo de guerra, eran días nerviosos. Pero la actividad no paraba, el estudio avanzaba, las competencias también.

Una mañana se estaban presentando fuertes pedreas en las afueras del campus, los combates llegaban hasta los barrios aledaños. Estaba en el gimnasio en mis entrenamientos, y luego de hora y media de ejercicio salí exhausto hacia mi casa. Observé alarmado que la gente corría en todas direcciones, se escuchaban explosiones.

—Son gases lacrimógenos, mierda —me dije.

Mi casa quedaba cerca del campus y siempre circulaba a pie, pero los piquetes de policía corrían con sus cascos y escudos cerca de donde yo me encontraba. Una buseta de transporte público se acercaba por la vía principal y corrí a alcanzarla buscando mimetizarme entre los pasajeros. La atrapé y logré conseguir un puesto sentado, respiré con alivio.

Los disparos y las carreras no cesaban, la gente en la buseta gritaba asustada. Poco antes de la salida del campus, uniformados le ordenaron parar al conductor, se subió un policía y sin dudarlo dijo.

—Usted, allá, salga por favor.

Al parecer yo era el único con cara de estudiante. Me bajaron y le ordenaron al chofer que siguiera su camino. Quedé solo entre tres policías armados, con cascos y escudos antichoques, me rodeaban y me insultaban.

—Tirapiedras hijueputa.

Traté de explicarles que no estaba en la refriega.

—Vengo del gimnasio, soy un deportista —les dije.

—Ahora sí, hijueputa diga algo —y me daban golpecitos en las piernas con sus bolillos.

No me dejé provocar y se me ocurrió mostrarles mi carné de la escuela de natación del distrito.

—Soy deportista, represento a Bogotá.

Uno de ellos observó cuidadosamente el carné y me preguntó:

—¿Dónde entrena?

Le explico y entonces les dice a los otros: «Mi hijo también entrena allá».

—Bueno, huevón, se salvó, váyase para su casa. ¡Al trote mar!

Nunca me había asustado tanto en mi vida. Ni en las peleas de barrio, ni en trifulcas de botellas y butacas, ni en los prostíbulos baratos con drogadictos, esto sí era miedo, carajo. Se sabía de jóvenes que desaparecían y nunca más eran encontrados, y no dudaba que algo tendrían que ver las fuerzas del estado. Regresé al calor de mi casa sintiendo nuevamente que todo estaba bien.

***

—Tenemos que hablar —me dijo Sarita por teléfono una tarde de febrero.

Cuando me hablaban de esta forma un aire helado recorría mi cuerpo. Siempre pensaba en la muerte sin saber por qué, sentía como un vacío por dentro y me imaginaba cayendo en un pozo sin fondo. Mis temores regresaban a atormentarme de vez en cuando. ¿Pero acaso qué había que temer? ¿No era el deportista en ascenso? ¿Temía acaso perder lo poco que había logrado?

«Tenemos que hablar» tal vez era simplemente que me necesitaba, que le hacía falta. En fin, me armé de valor y me dirigí a su casa.

El tema era muy simple y terrible a la vez, la familia había tomado la decisión de enviar a Sarita a estudiar a Londres. Debía presentarse en abril para estudiar el inglés y comenzaría sus estudios a mediados de agosto. Era una decisión firme y ella había tenido que aceptarla, lloraba mientras me contaba,

—No quiero dejarte, pero tengo que hacerlo, podemos escribirnos y a lo mejor puedes ir a visitarme.

Yo no veía fácil esa opción, los pocos viajes que había hecho habían sido patrocinados por la universidad. Podría decirse en verdad que no había viajado, ir a Europa no dejaba de ser un sueño en ese momento. Las cartas, por los demás, podían tomar hasta tres meses en llegar a su destino, las llamadas eran imposibles. Me angustiaba la idea de perderla. Nos hicimos mil promesas, pero ambos sabíamos que sería muy difícil cumplirlas.

Los dos meses siguientes tienen un sabor agridulce para mí, repartía mi tiempo entre las clases, los entrenamientos, y los preparativos de viaje de Sarita. En su casa todos estaban muy animados, no parecían afectados su viaje. Pero claro, ellos podían viajar cuando quisieran, a nadie parecía importarle lo que pasara en nuestra relación.

Veinte días antes de su partida debía viajar con el equipo a Medellín a participar en los Juegos Nacionales. Los padres de Sarita la autorizaron a acompañarme con la condición de que se alojara donde unos familiares cercanos. Me acompañó a los entrenamientos y estuvo conmigo en las eliminatorias, fue la felicidad total.

Mientras se desarrollaban las competencias estábamos prácticamente confinados en la villa olímpica. No fue como lo imaginamos antes de viajar, pero estábamos felices de compartir los días enteros; como lo esperaba llegué a la final, mis tiempos no fueron los mejores, pero estábamos satisfechos. Ocupé un honroso tercer lugar, fui sido superado por muchachos de dieciséis años, o algo así. No obstante, Borja estaba feliz.

—Si hubiera comenzado antes hoy sería campeón, hermano.

«¿Y qué?», me preguntaba, si no fuera por mi novia tal vez no estaría aquí. Secretamente me prometí abandonar las competencias lo más pronto posible.

El día siguiente debíamos regresar a Bogotá, teníamos casi veinticuatro horas para estar solos con Sarita. Almorzamos y sin mucho pensarlo nos dirigimos a un hotel como si fuera el único pendiente de este viaje. Hicimos el amor en una mezcla de pasión y ternura, sabíamos que en cierto modo era la despedida. No tuvo el mismo sabor ni la alegría de siempre, salimos pronto del hotel y nos dedicamos a recorrer los parques y avenidas. Hicimos también algunas compras.

Los días después del regreso estuve preso de melancolía. De una parte, el inminente viaje de Sarita, de otra, me debatía pensando en mi posible retiro del deporte. Tal vez decepcionaría a algunos y perdería mi incipiente popularidad. Todavía tendría que pensarlo un poco más.

Poco antes de su viaje nos encontramos una tarde, hablamos un poco de todo y por momentos nos quedábamos en silencio. Sabía que para ella también sería difícil. La incertidumbre del futuro era agobiante para unos jóvenes como nosotros. Venían nuevos retos, nueva gente, nuevas costumbres. «Quién sabe —pensaba—, a lo mejor vuelva a enamorarse por allá.» Caminamos largo rato por las calles de Chapinero, la agitación de la tarde era vistosa en este sitio de la ciudad. Se escuchaba música en alto volumen en algún almacén de discos, el rock imperaba en esos días. Se decía que este barrio era parecido a uno muy popular en Londres, los jóvenes vestían al estilo hippie. Por la noche volvimos a la casa, yo manejaba el carro de mi tía, cuando antes de llegar ella rompió el silencio.

—No quiero que vayas mañana al aeropuerto, prométeme que no irás.

Estaba claro, no sería una despedida feliz. Al llegar a su casa la abracé y lloramos un poco.

—Te lo prometo —le dije—, no te voy a olvidar.

Sin más, abrió la puerta del carro.

—Adiós —me dijo.

La seguí con la mirada hasta que entró a su casa y luego conduje hasta la mía. Lloré como si enfrentara una pérdida irreparable.

***

Mi decisión de dejar el deporte fue irrevocable, así se lo comuniqué a Borja, que quedó anonadado con la noticia. Era de esperarse, yo era su única carta ganadora. Sin embargo logró convencerme de acompañarlo hasta fin de año como tutor de los más jóvenes.

—Una manita suya me caería muy bien, hermano.

Me comprometí dos veces por semana y tal vez los sábados para practicar. Sentía que me había quitado un peso de encima, era hora de imaginar la vida diferente. Me dirigí a las residencias estudiantiles a encontrarme con Aldemar, hacía varias semanas días que no hablábamos. Lo encontré en su habitación sumergido en el marasmo de siempre.

—Hermano, lávese esa jeta y salgamos a algún lado.

Lo invité a una cerveza, comimos pizza y hablamos. Me desahogué con él y le conté de Sarita, y de mi retiro del deporte.

—Hermano, toca hacer otras cosas, inventarnos otra vaina, yo creo que ya es hora de dejar a Mary Jeanne —me dijo y soltó una carcajada.

Nunca lo había visto así, hicimos planes. Él quería meterse más con sus compas que trabajaban en política.

—Estudiemos francés, hermano. En Lenguas los cursos son libres. ¡Y hay unas chinas buenísimas!

Me pareció una buena idea, en mi colegio siempre fui el mejor en esta clase, además me gustaba la música y tenía buen oído.

***

Una tarde recibí una llamada en casa.

—Es Aldemar —dijo mi tía.

—Oiga, hermano, ¡ya tengo el curso!

—¿Cuál curso?

—El de francés, ya me inscribí y a usted también, los cursos libres comienzan en junio y terminan en octubre. ¿Entonces sí le hacemos?

Sorprendido por su eficacia le respondí que sí. Ya había olvidado nuestra última conversación, este era el nuevo Aldemar, nunca lo hubiera creído posible, pensaba que seguiría para siempre con su pasividad y pesimismo. Yo en cambio pasaba por una etapa con días de euforia y otros de gran melancolía, Sarita me hacía falta, recordaba nuestros días felices y me sentía deprimido, habían pasado más de dos meses desde su partida y no tenía ninguna noticia de ella. De sus padres no sabía nada y no me atrevía a ir a su casa a preguntarles. Finalmente decidí ir a visitarlos con la ilusión de buenas noticias. Para mi asombro la casa estaba totalmente a oscuras y parecía vacía. Le pregunté al celador de la cuadra si sabía qué había pasado.

—Ellos se mudaron casi enseguida que viajó la señorita. Creo que se fueron para el norte.

«No puede ser», me dije y casi de inmediato me envolvieron oscuros pensamientos. ¿Qué pudo haber pasado? ¿Por qué no me avisaron? Por lo visto no me apreciaban tanto como yo creía.

Regresé a mi casa atormentado por la incertidumbre. Era la hora del rosario, mi abuela y mi tía rezaban con devoción. Las interrumpí.

—¿Ustedes sabían que los papás de Sarita se mudaron?

Molestas por la interrupción se miran unos segundos.

—Algo sabía, sí, señor —dice mi tía—. No sé a dónde se fueron, Elena no ha vuelto al voluntariado.

Y continuaron con el rosario.

Los límites del segundo

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