Читать книгу Los límites del segundo - L.E. SABAL - Страница 9
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Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años, en un accidente durante un viaje en un barco de guerra de la Armada. Desaparecieron allí diez marinos, perdidos en las aguas del Atlántico. El Estado pensionó a las viudas e hizo los reconocimientos de rigor.
A partir de ahí comenzaría otra historia para mi familia. Luego de vivir cómodamente con los ingresos de mi padre, que también percibía réditos de una finca cafetera propiedad de su familia, la economía del hogar se vino al suelo. Como era la costumbre en esa época, las mujeres a lo sumo completaban estudios de secundaria, se casaban y se dedicaban al hogar. Sin poder conseguir un trabajo bien remunerado, manteniendo cuatro hijos, y en medio del impacto de la viudez, mi madre no lograba salir a flote.
Las cuentas no se hicieron esperar, muy pronto debimos salir de nuestra casa en uno de los mejores barrios de la ciudad para pasarnos a una más modesta, ubicada frente al mar, acompañados ahora por mi abuela materna.
Mi madre amaba cantar y nos enseñó a todos a hacerlo, boleros principalmente, pero también las canciones infantiles que cantábamos todos como un coro unidos. La abuela nos llamaba por las tardes a mirar por las ventanas de madera húmedas del salitre marino el vuelo organizado de gaviotas y alcatraces. A veces en línea recta, otras en V.
—¿Qué se traerían estas aves? ¿A dónde irían con tanta certeza?
También veíamos pasar los delfines saltando presurosos y ordenados, como si fuesen a llegar tarde a alguna parte. Nos parecía verlos reírse mientras ellos también nos miraban.
Sin embargo una sensación de vacío y de miedo que se apoderaba de mí por las noches y me convirtió en un niño de apariencia débil que siempre pensaba en la muerte. La veía como una cosa oscura e insondable, algo que me tragaría sin darme ninguna oportunidad, ese monstruo odioso que seguramente era el causante de nuestros males.
—¿Qué tiene el niño, señora?
—Se queja de dolores en el pecho, no puede dormir bien, doctor.
—Además hago popó varias veces al día.
—Sí, doctor.
—¿Y dónde está escrito cuántas veces debe uno hacer al día? No se preocupe por eso, señora. Veamos: el corazón está bien, sus signos vitales son perfectos, está un poco flaco. Hay que hacer algo por este joven.
La recomendación del médico fue sencilla: debían sacarme a la playa a respirar profundamente, caminar y comenzar a trotar. Estas salidas maravillosas que hacía siempre con mi abuela mejoraron mi estado de ánimo milagrosamente. Junto con mis hermanos retozábamos sin descanso y regresábamos a la casa transportados como de un sueño mágico. Aprendimos así a amar el mar. Sabíamos ahora distinguir tamaños y colores de los caracoles. Conocíamos la estación de las aguamalas y de las estrellas de mar, sabíamos dónde se escondían y a qué hora salían los cangrejos, los rojos, los verdes.
Por la noche pensaba en el vaivén de las olas y en sus sonidos, a veces apacible, agotándose suavemente sobre la playa, a veces terrible, explotando estruendoso contra las rocas del malecón. Y veía la línea del horizonte imaginando hasta dónde llegaría mi padre en su barco, y me dormía tranquilamente protegido por el dios de los mares.
Nuestra infancia transcurrió allí apacible y sin tropiezos, hasta que un día sin ninguna explicación mamá decidió que nos mudaríamos nuevamente de casa. Indudablemente fueron razones económicas las que motivaron este cambio pero mi madre jamás hubiera tratado este tema con sus niños. Tal vez era su forma de protegernos; pensándolo bien nuestra niñez fue una vida de ángeles, nada nos tocaba, el mundo era maravilloso.
***
El velo comenzó a caer con la muerte de mi padre, aun así la educación que nos proporcionaron curas y monjas en colegios de elite nos mantuvieron en la inocencia infantil de aquel que nada siente porque nada sabe. La misa y el rosario eran actividades obligatorias a las cuales yo asistía con renuencia. Mi estado de indefensión me hacía desconfiar de estos curitas de acento español y ademanes autoritarios. Fue a los diez años cuando me confesé por última vez. Debíamos hacer una larga fila para pasar uno a uno todos los niños de la clase a postrarnos frente al confesor a contarle nuestras faltas.
—Dime tus pecados, hijo mío.
—Acúsome, padre, de ser desobediente.
El curita debía de tener por lo menos noventa años, su voz era apenas un hilito de aire. Su aliento era una mezcla acre del olor combinado de remedios y de la resina de las velas de incensario típico de las iglesias.
—¿De qué te ríes niño? ¿No te enseñaron a respetar a tus mayores?
—Perdón, padre, no quería ofenderlo.
—No me cuentes más, ahora esta es tu penitencia.
Ni las bofetadas, ni los coscorrones recibidos en los años que pasé en este colegio habían logrado alejarme de la fe tanto como el aroma de este curita. De ahí en adelante mi aversión por la enseñanza religiosa fue en aumento, pero también descubrí con ese episodio que tenía una cierta predisposición al disfrute o al rechazo de los olores del entorno que más adelante llenaría de riqueza muchos aspectos de mi vida.
***
La verdad es que no fueron tan felices esos años. Las carencias económicas comenzaron a notarse y nuestra participación en las actividades corrientes del colegio, que requerían cuotas adicionales, era cada vez más difícil. La discriminación por parte de los profesores era implacable. El llamado a lista diario, que incluía regaños a los niños incumplidos en los pagos, era el inicio de una jornada marcada por la humillación y el rechazo.
La práctica casera del canto nos convirtió, sin embargo, a mi hermano y a mí, en miembros indispensables del coro escolar. Éramos los únicos solistas y teníamos un papel estelar en cada presentación. Pero las humillaciones nunca cesaron y algo me decía que no pertenecíamos a ese lugar.
De manera que cuando nuevamente mi madre nos anunció que haríamos otros cambios, sentí una sensación de alivio al pensar que podríamos esperar cosas mejores en ese sitio extraño adonde nos enviaba el destino.
***
El nuevo barrio, cerca del mar pero lejos de las playa, me separó por un buen tiempo de mis caminatas infantiles, de la seguridad que me brindaba una vida más saludable. No obstante, la curiosidad que me había despertado la posibilidad de una nueva vida era más fuerte que mi instinto de supervivencia.
Que la calle era maluca, le decían a mis hermanas, que el colegio era de pobres decían donde los curas, que era de comunistas, decía mi tía en Bogotá.
Cuando llegamos al Segundo yo tenía once años. Esta era una cuadra de unos trescientos metros situada a solo cien pasos de la bahía interna del caño San Lázaro, conformada por unas veinticinco casas en cada uno de sus costados, algunas construidas modestamente de material, como la nuestra ; la mayoría, de madera rústica y pobremente terminadas.
Entrando por la Jiménez se pasa por el Primero, el Segundo, el Tercero y el Cuarto. Estas vías no estaban pavimentadas, tampoco tenían servicio de alcantarillado. De ahí en adelante las vías toman los nombres de próceres de la Independencia, de personajes locales, o nombres elegantes como la calle del Bouquet o la calle Real. Las casas eran grandes y elegantes. Parecían de otro barrio.
Diez metros antes del caño, en el costado sur de la cuadra, atraviesa la paralela que viene desde el puente Román y llega hasta el Trébol a todo lo largo de la isla. Esta vía estaba destapada y llena de charcos y de barro dejados por la marea alta desde su entrada hasta el Cuarto. Un olor nauseabundo se desprendía de allí en las tardes soleadas. En el sector aledaño al caño y en la parte inferior de las cuadras numeradas todas las casas eran de madera, vivían aquí los más pobres del barrio y los negros. En el Segundo las casas de material estaban habitadas por los blancos.
El barrio es una isla conectada al resto de la ciudad por cuatro bellos puentes tan bien construidos que uno no percibe el aislamiento. Manga fue primero la morada de terratenientes que poseían aquí sus pequeñas fincas citadinas y construían grandes casas, a veces verdaderos palacios de estilo mozárabe, colonial, o mansiones copiadas del estilo sureño americano. Con ellos llegaban sus sirvientes, descendientes de antiguos esclavos que al término de su vida útil recibían como pago pequeños lotes situados en la entrada norte de la isla. Luego llegaron los comerciantes, generalmente descendientes de sirios y libaneses que los locales llamaban turcos.
Así, en este barrio se fue asentando la homogénea clase dominante de la ciudad que más tarde ocuparía la punta de la península del Castillo y de la Playa Grande, los mejores terrenos de la ciudad.
Los negros se localizaban en los guetos destinados para ellos en las afueras o en los barrios donde no había servicios públicos. Existen incluso pequeños palenques en las afueras de la ciudad donde viven únicamente descendientes de africanos que conservan aún sus costumbres y sus lenguas. Cartagena es una pequeña ciudad donde las elites se perpetúan y nadie que no provenga del estrecho círculo de familias de abolengo tiene ninguna oportunidad. Así son las cosas aquí.
***
De mi primera infancia solo persiste el miedo a la muerte. Por las fotos de mamá he visto que fuimos una familia feliz. Siempre sonrientes, posando con ropas nuevas, jugando con pelotas y triciclos en el patio de la casa abrazados por nuestros padres. Mamá casi no hablaba de esa época. Sin duda para ella el recuerdo era aún más traumático pero enfrentaba con fortaleza los avatares de la vida. Mis padres habían nacido en el interior del país, habían llegado a la costa transplantados voluntariamente pues el trabajo de mi padre así lo exigía. Mis hermanos y yo fuimos educados conservando las costumbres propias de sus sitios de origen; cuando éramos niños los vecinos no nos consideraban costeños a pesar de haber nacido en Cartagena, nos llamaban peyorativamente cachacos, como les dicen a los del interior.
Al cambio de barrio se sumó también el cambio de colegios, instituciones modestas donde estudiaban jóvenes de escasos recursos; el de mi hermano y mío, por lo demás, era un colegio mixto, lo que vino a añadir un componente totalmente nuevo a nuestras vidas.
Mamá se había empleado como secretaria en una empresa estatal. Su sueldo, me di cuenta rápidamente, no alcanzaba para el sostenimiento de la familia.
Al regresar del colegio nos enterábamos a menudo de que no había almuerzo, pues la despensa de nuestra cocina estaba vacía. No había plata. Mi abuela, sin embargo, levantaba algún alimento y nos distraía así toda la tarde.
Luego, de forma maravillosa aparecía mamá con un pollo frito, arroz y unos patacones, o un pequeño mercado y cenábamos. Después charlábamos, cantábamos y reíamos hasta la hora de acostarnos. Mi abuela nos contemplaba sentada en su silla. Yo sentía que una sombra oscura nos acechaba pero no tenía idea de qué se trataba.
Yo admiraba a mamá, me parecía muy bella, a su lado me sentía protegido, como si un ángel de grandes alas blancas descendiera cada tarde para custodiarnos. Su alegría serena me transmitía la seguridad que necesitaba para sentirme poderoso. La perseguía por toda la casa contándole mis asuntos y haciéndole las preguntas más insólitas.
—¿Volverá papá algún día? ¿Tenemos que morir todos?
***
Mamá me pidió un día que acompañara a mi abuela a hacer unas diligencias en el centro de la ciudad. Últimamente había tenido sus achaques y mamá no quería que fuera sola por ahí. Tomamos el bus en la esquina de la casa, el sol resplandecía como siempre pero ese día se sentía especialmente el agobio del calor. Mi abuela hablaba poco, se limitaba a responderme con monosílabos, su rostro se veía pálido, sudaba copiosamente. Apretaba mi mano izquierda y parecía inclinarse sobre mí. No veía nada raro en sus movimientos y seguía ensimismado en mis fantasías. El calor era sofocante. Por instantes pensé que mi abuela iba a caerse sobre mí pero luego se repuso y continuó apretando mi mano.
—Llegamos. Debemos ir a una notaría. Camine rápido, mijo, y no me suelte la mano.
De repente, como si un rayo partiera la tensa hora canicular, las sombras me envolvieron. Mi abuela yacía a mis pies en medio de la calle, gemía de dolor, su cuerpo se agitaba. Un líquido sanguinolento escurría por su boca y su tez se había tornado lívida. Yo temblaba, quería gritar pero mi voz se atoraba allá adentro. Llegaron transeúntes a ayudarnos, las mujeres gritaban. La levantaron y la subieron a un carro, un policía me tomó de la mano y me embarcó a mí también. El recorrido hasta el hospital fue corto pero inútil, murió en el camino. El policía me apretó la mano y se echó la bendición, lloraba angustiado. Me asombré de verlo perder la compostura. Yo no lo haría si fuera grande, yo sería valiente.
***
De manera insensata la muerte siguió paseándose por la casa, nadie la había invitado pero ella se sentía allí con derechos adquiridos. Llegaron después los tíos de mamá, bordeaban los sesenta años y habían venido a Cartagena a pasar una temporada con propósitos de salud. Ellos no sabían que la Flaca merodeaba por ahí. El tío sufría del corazón y le habían recomendado instalarse al nivel del mar. Nunca nos contaron que era su viaje final, creo que mi madre también lo ignoraba.
Los tíos eran personas afables y consentidoras, ninguna de nuestras travesuras parecían molestarlos. El calor, sin embargo, los agotaba, sudaban todo el día. La tía abanicaba a su marido, le pasaba litros de agua y le administraba amorosamente sus remedios. Así pasaron once meses de esta rutina hasta que el tío pasó a mejor vida. Nosotros no entendimos cómo, ni siquiera sospechábamos que estaba enfermo. La tía lloró desconsoladamente por varios días, mi madre también. Nos contó que ella vivió con sus tíos toda su infancia, que ellos fueron sus padrinos de matrimonio. Familiares cercanos llevaron a mi padre hasta su casa en Bogotá permitiéndole conocerla y, a pesar de la oposición de algunos miembros de la familia, los tíos siempre protegieron ese noviazgo. La madeja se desenredaba lentamente en mi mente.
Desgraciadamente doña Flaca no había terminado aún su tarea. El turno ahora fue el de la tía. Aunque era de sospechar por su peso excesivo, también ella tenía el corazón enfermo. Pero fueron las penas las que la extinguieron rápidamente, solo duró tres meses más que su amado esposo.
***
Fueron días aciagos para la familia. Mis parientes viajaron dos veces seguidas desde Bogotá para las ceremonias de despedida. Los tíos eran una institución familiar y habían prodigado afecto y protección a sobrinos y a hermanos, le habían ayudado a todo el que lo necesitaba. Cuando tuvieron dinero, recuerdan todos, derrocharon bondad y generosidad. Llegaron los cachacos, mi familia del interior, todos gordos, cachetones y colorados por el calor.
***
Los rituales de la muerte eran muy peculiares por estas tierras, conformaban una mezcla sincrética de costumbres heredadas de tiempos antiguos. Las velaciones se hacían en el salón principal de la casa en cuyo centro se ponía el féretro a la vista de todos. Dos o tres grandes bloques de hielo eran colocados debajo del ataúd para retardar la descomposición. Los muertos por acá debían ser sepultados el mismo día, el calor no daba espera. La casa se llenaba de gente que no conocíamos pues no solo entraban los vecinos, sino que cualquier persona que deambulase por ahí podía entrar a preguntar por el muerto y a expresar «Mi sentido pésame, mijo». De pronto, se escuchaban gritos y lamentos desgarradores: eran las plañideras, mujeres negras que tenían como trabajo llorar los muertos ajenos. Era tal el escándalo de gritos y lamentos que semejaba más bien a un espectáculo jocoso. Los cachacos observaban con ojos desorbitados e incrédulos, nosotros reíamos, los vecinos murmuraban; costumbres paganas que iban desapareciendo. En adelante la muerte sería cruda y seca, un hecho luctuoso del que preferiríamos nunca ocuparnos.
***
El desfile de los viejos de mi familia no paró aquí. El padre de mamá, mi abuelo, hizo entonces su aparición. Durante mucho tiempo no entendí por qué estuvo primero mi abuela con nosotros varios años, y ahora ya muerta, el hombre llegaba a ocupar su lugar. Venía enfermo de reumatismo, sin dinero, y ya no era posible que consiguiera un empleo. Por algún tiempo se dedicó a su profesión de zapatero, hasta que la artritis le inutilizó las manos, sus dedos se encogían y se retorcían poco a poco sin que hubiera remedios capaces de detener la enfermedad. Otra carga más para mamá.
Sin embargo, hablar sí podía mi abuelo: tenía un repertorio tal de historias que a mí me mantuvieron atento durante años. Oriundo de Boyacá, provenía de una familia numerosa de campesinos y obreros de la región. Seguidores del partido liberal, se vieron pronto envueltos en la encrucijada de la violencia partidista que azotó al país en los años cuarenta y cincuenta. No había salida, era imperioso tomar partido, y aunque su familia no era activa, su filiación política era conocida por todos. Mi abuelo contó cómo fue testigo del asesinato de su padre una tarde en la propia puerta de su casa. Varios hombres llegaron, preguntaron por él, y sin mediar palabra lo atravesaron varias veces por el pecho y el estómago con tijeras de peluquería. El crimen provocó la huida de la familia hacia Bogotá, donde se establecieron en medio de grandes dificultades.
El paso de mi abuelo por varias fábricas como obrero raso lo puso en contacto con el sindicalismo, las revindicaciones por mejoras laborales se convitieron en su propia lucha, y pronto llegó a ser un conocido líder. Pero estas no eran épocas de tolerancia laboral, empresarios inescrupulosos respaldados por autoridades y policía aplastaban a los llamados voceros del comunismo. Las palizas y el encarcelamiento se convirtieron en una constante de su vida: mi abuelo era un agitador, un inútil. Así lo veían en su familia, y hasta su propia esposa, que al final optó por abandonarlo. Es cierto que el viejo no era un angelito, pues siempre fue reconocido como un picaflor y sus aventuras resonaban tanto como sus discursos encendidos. Razones tendría mi abuela para dejarlo.