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Daniel Macchiaroli, uno de los últimos artesanos jugueteros del país

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Uno y el universo. Daniel Macchiaroli es uno de los últimos artesanos jugueteros del país. No deben de quedar muchos en el mundo. Vive en El Trigo, un pueblo de cincuenta habitantes del partido de Las Flores. El olvido que tiñe de irrealidad a estas localidades huérfanas es un refugio para su personalidad creativa. No se queda quieto nunca y durante décadas fabricó juguetes de madera y chapa que guarda con mucho cuidado en su galpón construido por los ingleses cuando hicieron el ferrocarril. En su soledad, los crea a escala a partir de su memoria visual, proyectando planos que dibuja en papeles que va encontrando en su “laboratorio”, como llama a su taller, donde una rama de árbol se ha metido por un agujero de la pared. No se entiende que, teniendo tantos años y tantas grietas, este lugar esté de pie. La razón puede comprenderse por la energía de este hombre. Las paredes y el techo de chapa se sostienen por los delicados movimientos de este personaje huraño y meticuloso. “Mi sueño es poder viajar en helicóptero”, confiesa cuando muestra un Chinook de madera al que solo le falta volar, tal es la perfección de su réplica. No quedan muchos más hombres como él.

La historia de Daniel nos posiciona en un lugar tranquilo, un típico pueblo rural bonaerense, cuyo habitual silencio es interrumpido por una sinfonía de aves. Patos, gallinas y algún caballo remolón transitan por sus calles de tierra, donde se acuna la historia de un lugar que tuvo muchos habitantes; hoy, con cincuenta es un pueblo feliz. Daniel Macchiaroli nació en Saladillo y se fue a estudiar a Buenos Aires diseño gráfico. Conoció el mundo allí, la gran ciudad, siempre fue observador. “En mi época había que llevar las ideas de la cabeza a un papel. No había computadoras, y hasta el día de hoy, no sé ni prenderlas, pero si agarro una, la hago hablar”. En el interior de su laboratorio no hay máquinas, solo herramientas ordenadas de un modo impecable.

“Uno nace con visión; yo siempre supe que los pueblos tristes como este iban a tener publicidad”. Señala la estación ferroviaria desolada, en una de cuyas dependencias los vecinos han hecho un centro cultural. Daniel, ensimismado en su universo, exhibe sus notables creaciones: tractores, tolvas, camiones, ómnibus y su Chinook, todas las piezas están reproducidas minuciosamente. Asombra ver la perfección y el detalle. Todos los juguetes están hechos con material reciclado. “Este es un plano de despiece –muestra un cartón con dibujos y anotaciones–. Estas son las partes que resultan luego en la maqueta. Porque cuando la termino, me pregunto: ¿cómo hice para hacer esto? Yo tengo memoria visual, y la escala la hago mentalmente. Eso de ‘la escala’ es perder tiempo. No me equivoco en nada: yo hice por ejemplo la matriz de este camión –lo señala–, entonces puedo hacer los que yo quiera. Parto desde la nada y voy recolectando piezas, tengo una visión rara: la tapa de plástico de una caja de bombones es para mí el parabrisas de un colectivo. Yo necesito que todas las puertas se abran. A veces me cuesta años terminar un juguete, porque para hacer algunas piezas tengo que esperar a encontrarlas. Todo lo que vos imaginás después existe en la realidad”. Algunas de sus herramientas tienen cerca de un siglo y eran de su padre. Una llave inglesa, pinzas, arandelas… A un costado hay una caja con mil y una cosas que a los ojos de cualquiera serían basura, pero que para los de Daniel son pequeños tesoros, piezas que esperan forman parte de un juguete que aún no existe.

Paul Éluard escribió alguna vez: “Hay otros mundos, pero están en este”. En El Trigo hay por lo menos dos, el rural y el mundo de Daniel. “No me gusta que haya nadie cuando trabajo, porque yo no tengo nada planeado, está todo en mi cabeza, y si te distraés, te vas. Además es importante tener todo ordenado. Si Ferrari no hubiera sido ordenado, no habría salido la Ferrari”. Sentado en una silla, también de su padre, sus ojos se mueven a una velocidad inusual, como si la mente de Daniel estuviera en otra parte cuando habla. “Tenemos más elementos que los que necesitamos. A mí me pasa con las herramientas, que veo una y la quiero. Pero podemos vivir con poco”. Su artesanía es un arte que se muere, él lo sabe, y por eso debajo de este laboratorio centenario de chapa, madera y ladrillos pegados con barro, baja la guardia de su corazón y expone un secreto de su intimidad: “Yo oigo un helicóptero y se me pone la piel de gallina. Me transformo. Es maravilloso, cuando los oigo pasar por acá maldigo que pasen tan altos, pero cuando los oigo sé que será un día hermoso”. Por esa razón tiene guardado su Chinook en miniatura, como si se tratara del último pan que existiera en el mundo.

A sus sesenta y ocho años, en El Trigo todos lo conocen. El pueblo está hermoso porque Daniel en sus ratos libres hace “tareas de mantenimiento”. Estos pueblos “tristes”, como él los llama, son los mejores para vivir. “Antes era más fácil ir a Buenos Aires; ahora para viajar en micro hay que tener una tarjeta y no sé cómo usarla”. El mundo urbano es un monstruo incomprensible que no pretende comprender; se ha alejado definitivamente del mundo moderno.

Por cada rincón de El Trigo se ve su mano: el pasto está cortado, la delegación pintada, igual la iglesia. “Si encontrás un cardo te regalo diez mil pesos”, desafía, reconociendo su obsesión por controlar el pasto sin la presencia de estas plantas, que odia.

La noche nos conduce poco a poco al fin de la charla. Las pocas luces de la comunidad se prenden, la pulpería –punto de encuentro– recobra vida, pero en el mundo de Daniel Macchiaroli, sus juguetes a escala han desprendido el hechizo del juego; para él no existe nada más que sus juguetes, que mira con alegría buscando un error de diseño que no hallará. “Hoy tengo una facilidad espantosa para hacer esto, pero ¿sabés cuál es el problema?: que ya no tengo ganas”, confiesa. No bien termina de decir esto, vuelve a mirar sus herramientas y la caja donde descansan, ansiosas, las partes de su próximo juguete, que seguramente comenzará a fabricar esta misma noche. Por las dudas, hay que dejarlo solo.

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