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Martín Fierro está vivo

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“No entiendo a la gente que vive en la ciudad”, reflexiona Raúl Felipe Barragán, desde su guarida feliz de Cura Malal, partido de Coronel Suárez, un pueblo con cien habitantes. Barragán está casado hace cincuenta años con Gregoria Feliciana Silvera. Tuvieron el primero de sus once hijos en tiempos cuando era posible alzar la mirada y abrazar una esperanza. Se conocieron en un baile y enseguida el amor los unió. El cielo sureño les guiñó el ojo. “Estábamos separados arroyo de por medio”, cuenta don Raúl al referirse al Sauce Corto, un obstáculo natural que pronto superaron. “Noviamos tres meses, nos casamos y la llevé a vivir a las sierras”. Barragán comenzó a trabajar a los doce años, sin vueltas y sin miedo, con la vista al frente. “Siempre me gustó la soledad. Entrabas a la estancia y te hacías solo. Mirando aprendí todo, nadie me enseñó nada”, cuenta con naturalidad. “Te hacías hombre de un porrazo, pero te hacías”. Toda su vida la pasó entre las sierras, esa presencia inmutable y contenedora que se comunica en voz baja para quienes saben oír la señal telúrica que moviliza sentidos. “Nunca me he sentido solo en las sierras”, reafirma. Para el hombre solitario, los caminos que cruzan las abras son senderos que abrazan el rumbo.

La estancia de la familia Tornquist fue el lugar en donde se desarrolló; aquí tuvo a sus hijos y el campo le dio todo. “Una vez vendí un Chevrolet y me dieron diez hectáreas, al menos tuve algo mío”, dice, enternecido por su recuerdo. Entonces el trabajo era de sol a sol y en el puesto su familia creció feliz. Nunca les faltó nada, y la vida serrana lo llevó por huellas insospechadas. Anudando el alma bordeaba por los cerros, llevando ganado, atravesando horizontes, durmiendo por las noches bajo el manto celestial. Por esto dice que no entiende a la gente que vive en la ciudad. Porque recuerda los días en que las jornadas se contaban por las leguas que podía hacer un caballo. “Antes no había maldad en la gente, en la estancia el mayordomo estaba atento a todo, cuando estaba por nacer un hijo, la llevaban a tu mujer y unos días después aparecía con el hijo. El mayordomo se encargaba de todo, y uno se tenía que quedar trabajando”.

Mira a Gregoria, que asiente estoica, segura y orgullosa de haber pasado esa vida con este hombre en aquellas condiciones. “Había mucha libertad, era todo muy lindo”, rememora. Barragán ceba unos mates amargos y con una mirada cómplice le ofrece uno a su compañera. Esta clase de amor tiene raíz en las infinitas noches en las que la Luna baja a mojar su resplandor en los arroyos de aguas mansas y cristalinas.

Las vueltas de la vida lo llevaron a hacer circo en Azul junto con un joven actor que prometía: Norman Briski. De grande supo que la mujer a la que toda la vida había llamado mamá no lo era: su verdadera madre murió a los pocos meses de que él naciera. “Las cosas sucedieron así, cómo voy a enojarme si me dieron tanto amor”. Barragán parece una estatua viviente de la criollez, la horma con la que fueron hechos estos hombres ya no existe más. Ameno y humilde, su mirada se pierde en el recuerdo de aquellos años de andar por los caminos. La vida le ha dado un regalo: uno de sus hijos trabaja en la misma estancia y en el mismo puesto en el que se desempeñó. “Extraño andar a caballo; un día de estos monto y Dios dirá”, dice. Al despedirnos, susurra un secreto: “Sueño con que las sierras se arrimen”. Acaso para oír nuevamente ese lenguaje encantado y suave con el que se comunican, mientras tanto, en Cura Malal, que está a pocos kilómetros de aquellas, sus ojos de gaucho curtido se contentan con ver las siluetas ondulantes que se dibujan en el horizonte. Todo lo que ama lo tiene cerca.

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