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Nélido Merigge, el hombre más feliz de la Argentina

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La casa de Nélido es una muestra de su personalidad: el zaguán, el patio y la galería que conduce a su templo, como él lo llama y en donde se junta con sus amigos a comer sus babilónicos asados, están llenos de plantas, plantines, brotes, árboles y toda suerte de vegetación habida y por haber. Todo tiene un aroma nutriente y todo está florecido. Hay tanta vida en su casa que al aire se lo puede modelar con las manos y formar con él mil figuras alegres. “Si hablás mal de mí, van a hablar mal de vos”. Así se presenta este hombre que hace ochenta años que corta el pelo en Rivera, un pueblo bonaerense a metros de La Pampa, donde su presencia es tan necesaria como el agua o como los recuerdos que hacen a una comunidad, y donde sus conocidos lo reconocen como el hombre más feliz de la Argentina. Su rostro serio es una muestra de que para él la felicidad es algo que hay que tomar con compromiso y cierta marcial determinación. “No porque esté feliz tengo que estar riendo”, advierte.

Nació el 7 de junio de 1929 en Alta Italia, un lejano pueblo en la inmensa llanura pampeana, cuando el país se estaba haciendo y eran pocos los que hablaban español. El trabajo era el idioma que hermanaba, y la mirada clavada en el horizonte invitaba a forjar sueños. Nélido Merigge viene de ese tiempo. “Llegamos en el '34. Rivera era Israel. A cada colono se le daban 80 hectáreas, y había que trabajar. Pero mirá que sufrieron los pobres rusos, porque acá vino gente formada, que en su vida había trabajado la tierra, y de un día para el otro tuvo que sembrar, ordeñar y hacerse de abajo”, relata la historia de aquellos que hicieron nuestro país.

Nélido parece un joven con cuerpo de viejo. Contagia vitalidad y optimismo. Desafía a la muerte constantemente. “Cuando ya no quede nadie, yo voy a estar”, amenaza mientras ordena unas brasas. Su afición por el asado y el ritual que él conlleva tienen en su vida la misma importancia que una religión. “Me di cuenta de que lo único que importa en la vida es disfrutar con los amigos, comer asados y tomar unos vinos, aunque mucha verdura y fruta espanta la sepultura”. Hace cuarenta años que todos los 28 de diciembre se juntan con un grupo de amigos para comer un asado ritual, evento que tiene olor a logia y que se produce en silencio. “Cada año asa uno diferente y esa noche elegimos al asador del año siguiente y nadie más habla del tema hasta unos días antes del 28”. Su casa, por lo demás, está abierta a quien desee entrar y compartir con Nélido un almuerzo o una cena. En la vereda tiene estacionada su bicicleta, que desde 1965 es la misma y en la que acostumbra a salir por el pueblo.

“Me jodí de la cintura y mis amigos, para que siguiera haciendo carne, me fabricaron una parrilla especial”, dice y muestra el artefacto en el que está asando, mezcla entre parrilla y grúa. Hasta hace quince años llevaba en un libro de actas el registro de todos los asados que había hecho. La cifra cerró en 2000. “Contando los asados tradicionales, sin tener en cuenta los que hago los días de semana, ya nos hemos comido una jaula y media de hacienda”. Cada 28 de diciembre, al terminar la tenida, les dice a los iniciados: “En un año yo voy a estar, procuren estar ustedes”. “También manejo la lluvia –asegura con naturalidad–. Jamás llovió el día de mi cumpleaños, el 7 de junio”.

Cuando tenía ocho años agarró una tijera y comenzó a cortar pelo. Ocho décadas después, su peluquería es un centro social en donde se junta todo el pueblo. Siempre tiene las puertas abiertas. Hincha del Club Atlético Independiente de Rivera, las llaves de la institución están en la peluquería, aunque también tiene devoción por San Lorenzo y los banderines del club del barrio porteño de Boedo decoran todas las paredes.

Mientras sirve riñón de cordero, el sol baña su rostro con una luz epifánica, impregnada de la pampa y su plegaria de caldenes en silencio. Nélido entra y se sienta a un costado de la parrilla. “Mi papá nos daba un vasito con soda y vino y decía ‘tome, hijo, esto es vida’, y cuando me preguntaba qué quería, yo le decía: ‘¡Más vida, padre!’”. Su esposa murió en 1989, y desde entonces ha visto con claridad el secreto de la vida. “Es simple: tenemos asado, tenemos este fondo y este cielo, y los amigos que no fallan. Soy el hombre más feliz del país”. La logia de los 28 de diciembre ya le está organizando una tenida especial para sus cien años. “Yo voy a estar, procuren estar ustedes”, desafía.

Desconocida Buenos Aires

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