Читать книгу El país de los otros - Leila Slimani, Leila Slimani - Страница 10
ОглавлениеEn las cartas que escribía a su hermana, Mathilde mentía. Fingía que su vida se parecía a la de las novelas de Karen Blixen, Alexandra David-Néel o Pearl S. Buck. Componía unas aventuras en las que ella era la protagonista, en contacto con una población local ingenua y supersticiosa. Se describía a sí misma calzando botas y tocada con un sombrero, cabalgando altanera a lomos de un pura sangre árabe. Quería inspirar celos a Irène. Que sufriera con cada palabra, que se muriera de envidia, hacerla rabiar. Se vengaba de su hermana mayor, autoritaria y rígida, que la había tratado toda su vida como a una chiquilla y que a menudo había disfrutado humillándola en público. «Mathilde, la descerebrada, la descarada», decía Irène sin cariño ni indulgencia. Mathilde estaba convencida de que su hermana nunca la había entendido y la había mantenido prisionera de un afecto tiránico.
Cuando partió hacia Marruecos, huyendo de su pueblo, de los vecinos y del futuro que le estaba destinado, Mathilde experimentó un sentimiento de victoria. Las cartas que enviaba a su hermana eran entusiastas describiendo su vida en la casa de la medina. Insistía en el misterio de las callejuelas del barrio de Berrima, exageraba su suciedad, el ruido, el olor de los burros que transportaban a hombres y mercancías. Una monja del colegio e internado de Notre-Dame le había regalado un librito sobre Meknés con reproducciones de grabados de Delacroix. Dejaba en su mesilla de noche esa obra de hojas sepia para poderse impregnar de sus imágenes. Y se aprendió de memoria algunos breves textos de Pierre Loti que consideraba muy poéticos. Se maravillaba imaginando que el escritor había dormido a algunos kilómetros de donde ella estaba y que había posado su mirada en las murallas de la ciudad y en el embalse de Agdal.
Mathilde describía a los bordadores, a los caldereros, a los artesanos que tallaban la madera, sentados en el suelo con las piernas cruzadas en sus tiendecitas en desnivel respecto de la calle. Le contaba las procesiones de las cofradías en la plaza El-Hedim, y el gran número de videntes y curanderos que había. En una de sus cartas se extendió casi en una página entera describiendo una tiendecita donde vendían cráneos de hiena, cuervos disecados, patas de erizo y veneno de serpiente. Se imaginó que impresionaría a Irène y a su padre, Georges, y que, en sus dormitorios del primer piso de su casa burguesa, por las noches la envidiarían, pues ellos se habían contentado con el hastío, en lugar de la aventura; con el confort, en lugar de una vida de novela.
En el paisaje todo era inesperado, diferente de lo que ella había conocido hasta entonces. Habría necesitado nuevas palabras, un vocabulario liberado del pasado, para expresar los sentimientos, la intensidad de una luz tan deslumbrante que obligaba a achicar los ojos; para describir el estupor que la embargaba, día tras día, ante tanto misterio y belleza. Nada, ni el color de los árboles, ni el del cielo, ni siquiera el sabor que el viento le dejaba en la lengua y en los labios, le era familiar. Todo era distinto.
En los primeros meses de su estancia en Marruecos, Mathilde pasaba mucho tiempo sentada ante el escritorio que su suegra había instalado en uno de los cuartos que les había asignado en la casa. Muilala le manifestaba una deferencia enternecedora. Por primera vez en su vida, compartía su casa con una mujer instruida y, cuando veía a su nuera inclinada sobre el papel de cartas oscuro, sentía hacia ella una inmensa admiración. Había prohibido que se hiciera ruido en los pasillos y obligó a Selma a dejar de correr entre los pisos. También se negaba a que pasara mucho tiempo en la cocina. Pensaba que ese no era el lugar para una europea capaz de leer los periódicos y recorrer las páginas de una novela. Mathilde se encerraba, pues, en su cuarto y escribía. Pocas veces disfrutaba de la escritura, ya que su vocabulario le resultaba limitado para describir un paisaje o evocar alguna escena vivida. Tropezaba una y otra vez con las mismas palabras, pesadas y aburridas, y entonces percibía de modo confuso que el idioma era un campo inmenso, un terreno de juego sin lindes que la asustaba y la mareaba. ¡Tenía tanto que contar! Le habría gustado ser Maupassant para describir el color amarillo que cubría los muros de la medina o la agitación de los niños que jugaban en las calles donde las mujeres se deslizaban como fantasmas, envueltas en sus jaiques blancos. Convocaba un vocabulario exótico que gustaría —de ello estaba segura— a su padre. Hablaba de las razias; de los campesinos, los felah; de los genios, los yinn; de los azulejos, los zelliyes, de todos los colores.
Le habría gustado que no hubiera ninguna barrera, ningún obstáculo a su expresión. Que pudiera decir las cosas tal como las veía. Describir a esos críos con el cráneo rapado debido a la tiña, corriendo de una callejuela a otra, gritando y jugando, que a su paso se detenían, se giraban, se fijaban en ella y la observaban con una mirada sombría, una mirada de adultos que no correspondía a su edad. Un día, cometió el error de dar una moneda a un chiquillo que no debía de tener más de cinco años, vestido con un pantalón corto y tocado con un fez que le quedaba enorme. No era más alto que los sacos de yute llenos de lentejas o de sémola que los tenderos colocaban a la entrada de sus comercios y en los que Mathilde siempre se imaginó poder hundir el brazo. «Cómprate un globo», le había dicho, y se sintió llena de orgullo y de alegría. Pero el niño había gritado y los demás compañeros surgieron de todas las calles adyacentes y se abalanzaron sobre ella como un enjambre de abejas. Invocaban el nombre de Dios, decían palabras en francés, pero ella no entendía nada y tuvo que salir corriendo, ante la mirada de la gente que debió de pensar: «¡Le está bien merecido, por dar tontamente limosna!». Le hubiera gustado observar de lejos esa vida sublime, volverse invisible. Su estatura, su piel tan blanca, su condición de extranjera, la mantenían alejada del centro de las cosas, de ese silencio que te confirma que estás en tu casa. Saboreaba el olor del cuero en la angostura de las callejuelas, el del fuego de leña y el de la carne fresca, mezclados al del agua estancada y al de la fruta demasiado madura, al de la bosta de los burros y al del serrín de la madera. Pero carecía de palabras para nombrarlos.
Cuando se cansaba de escribir o de releer las novelas, que se sabía de memoria, Mathilde se tumbaba en la azotea donde se lavaba la ropa y se ponían a secar las tiras de carne aliñadas. Escuchaba las conversaciones de la calle, las canciones de las mujeres, ocultas a las miradas en el lugar que les estaba destinado. Las observaba pasar de una azotea a otra, como funámbulas, con el riesgo de caerse. Las jóvenes, las criadas, las esposas gritaban, bailaban y se contaban confidencias en esas azoteas que solo abandonaban por la noche o a mediodía cuando el sol es más intenso. Escondida tras el pretil, repetía algunos insultos en árabe que había aprendido, y la gente que pasaba por la calle alzaba la cabeza y la insultaba a su vez, deseando que Dios condenara al descarado con alguna enfermedad, como el tifus: «Allah iatik tifus!». Debían de pensar que era un niño que se burlaba de la gente, un pillastre harto del aburrimiento y de estar pegado a las faldas de su madre. Mathilde, con el oído al acecho, absorbía el vocabulario con una rapidez que asombró a todos. «¡Parece mentira, si apenas ayer no entendía nada!», se sorprendía Muilala. Y, a partir de entonces, se cuidaban de lo que decían delante de ella.
Fue en la cocina donde aprendió árabe. Acabó por imponerse allí. Muilala aceptó que se sentase a mirar. Le lanzaban guiños y sonrisas, y cantaban. Primero aprendió a decir tomate, aceite, agua y pan. Lo caliente, lo frío, el léxico de las especias. Luego llegó el del clima: sequía, lluvia, heladas, viento caliente e incluso tempestad de arena. Con ese vocabulario pudo también nombrar el cuerpo y hablar de amor. Selma, que estudiaba francés en la escuela, le servía de trujamán. A menudo, cuando Mathilde bajaba a desayunar, se la encontraba dormida en algún diván del salón. Y entonces reñía a Muilala, a quien le daba igual que su hija tuviera estudios, sacara buenas notas o faltara a clase. La dejaba dormir como un lirón y no ponía empeño alguno en despertarla para ir al colegio. Mathilde había intentado convencer a su suegra de que Selma, gracias a los estudios, obtendría su independencia y su libertad. Pero ella había arrugado el ceño. Su rostro, que de costumbre era tan afable, se había ensombrecido y no perdonó a la nesranía, a la cristiana, que la reprendiera. «¿Por qué deja usted que falte al colegio? Está poniendo en peligro su porvenir.» ¿De qué porvenir le hablaba esta francesa?, se preguntaba Muilala. ¿Qué importancia tenía que su hija se quedara en casa, si aprendía a rellenar las tripas de cordero y a coserlas, en lugar de emborronar las páginas de un cuaderno? Ella había tenido muchos hijos, muchos disgustos. Había enterrado a un marido y a varios bebés. Selma era su regalo, su reposo, la última oportunidad que la vida le ofrecía de mostrarse cariñosa e indulgente.
Para el primer ramadán que pasó en Marruecos, Mathilde decidió ayunar ella también, y su marido le agradeció que adoptase sus ritos. Al acabar el día, rompían el ayuno con la harira, aunque a ella no le gustaba el sabor de esa sopa; y se levantaba antes de que saliera el sol para tomar unos dátiles y leche agria. Durante el mes sagrado, Muilala se pasaba las horas en la cocina, y Mathilde, golosa e inconstante, no entendía cómo podían privarse todo el día de comida en medio de los aromas de los tayines y del pan recién horneado. Las mujeres, desde el alba hasta la puesta del sol, enrollaban pasta de almendra, bañaban en miel pestiños fritos, mezclaban la harina empapada en grasa y la amasaban hasta hacerla tan fina como el papel de fumar. Las manos de esas mujeres no temían ni el frío ni el calor y las ponían encima de unas sartenes de barro ardientes. Con el ayuno, los rostros palidecían, y Mathilde se preguntaba cómo resistían en esa cocina sobrecalentada donde el olor de la sopa mareaba. Ella, en las largas jornadas de ayuno, solo pensaba en lo que comería cuando se pusiera el sol. Con los ojos cerrados, tumbada en uno de los húmedos divanes del salón, soñaba con esos manjares. Luchaba contra la jaqueca imaginándose unas rebanadas de pan caliente, unos huevos fritos con tiras de carne en salazón ahumada, unos dulces, unos cuernos de gacela mojados en el té.
Luego, cuando sonaba la llamada a la oración del atardecer, las mujeres disponían sobre el ataifor jarras de leche, huevos duros, tazones de sopa humeante, dátiles que abrían con los dedos para quitarles el hueso. Muilala tenía un detalle para cada cual. Rellenaba regaifas con carne y añadía guindilla a las de su hijo menor al que le gustaba que la lengua le picara. Exprimía naranjas para Amín, pues estaba preocupada por su salud. De pie, en la entrada del salón, esperaba a que los hombres, con el rostro aún arrugado por el sueñecito que se habían echado, distribuyeran el pan en la mesa, pelasen los huevos duros, se acomodaran entre los cojines, para ir ella a la cocina y comer a su vez. Mathilde no entendía nada. Decía: «¡Esto es esclavitud! Se pasa el día cocinando y debe esperar a que los hombres terminéis para ponerse ella a comer. No me lo puedo creer». Se indignaba ante la actitud de Selma, que se reía, sentada en el alfeizar de la ventana de la cocina.
Manifestó su indignación a Amín, y la volvió a repetir con motivo del Aid al-Kebir, fiesta que dio lugar a una pelea terrible. La primera vez, Mathilde se quedó callada, como petrificada ante el espectáculo de los carniceros que llegaban para sacrificar el cordero, con los delantales llenos de sangre. Desde la azotea, observó las callejuelas silenciosas de la medina por las que cruzaban las siluetas de esos verdugos, y luego a chicos yendo y viniendo entre las casas y el horno del barrio. Regueros de sangre caliente corrían a borbotones de casa en casa. Un olor a carne cruda flotaba en el aire, y de unos ganchos de hierro colgaba el pellejo lanudo del animal en las puertas de las viviendas. «Es un día idóneo para cometer un asesinato», pensó. En las azoteas, dominio de las mujeres, reinaba una gran agitación. Cortaban, vaciaban, despellejaban, descuartizaban. En las cocinas, se encerraban para limpiar los despojos, eliminar el olor a heces de las tripas, antes de rellenarlas, coserlas y saltearlas un buen rato en una salsa picante. Había que separar la grasa de la carne, poner a cocer la cabeza del cordero, pues incluso los ojos se los comería el hijo mayor, metiendo el dedo índice en el cráneo, y sacaría los brillantes globos oculares. Cuando ella fue a decirle que esa era una «fiesta de salvajes», «un rito cruel», que la carne cruda y la sangre la asqueaban hasta el punto de vomitar, Amín alzó al cielo sus manos temblorosas y, si se contuvo para no estrellarlas contra la boca de su mujer, fue porque era un día sagrado y debía a Dios mostrarse sosegado y compasivo.
*
Al final de cada carta que escribía a Irène, Mathilde pedía que le enviara libros. Novelas de aventuras, relatos con ambientes que transcurrían en países fríos y lejanos. No le confesó que ya no iba a la librería del centro de la ciudad europea. No soportaba ese barrio de comadres cotillas, esposas de militares y de colonos. Esas calles, de las que guardaba tan malos recuerdos, le provocaban ganas de matar. Un día de septiembre de 1947, estando encinta de siete meses, caminaba por la Avenue de la République, que la mayoría de los meknesíes llamaban la Avenue, a secas. Hacía calor y se le habían hinchado las piernas. Pensó en ir al cine Empire o a sentarse en la terraza de Le Roi de la Bière a refrescarse un poco. Dos mujeres jóvenes la habían agredido verbalmente. La más morena se había echado a reír: «Mira esta. Un moro la ha dejado preñada». Mathilde se dio la vuelta y la agarró por la manga. La mujer se apartó sobresaltada. Si no hubiera tenido esa barriga, si el calor no hubiera sido tan agobiante, la habría perseguido. Le habría dado su merecido. Le habría devuelto los golpes recibidos durante su vida. Insolente, de pequeña; lúbrica, de adolescente; esposa rebelde, hoy. Había recibido bofetadas y humillaciones, padecido la indignación de los que querían hacer de ella una mujer respetable. Aquellas dos desconocidas habrían pagado por la vida de sumisión que soportaba.
Por muy extraño que resultara, Mathilde jamás pensó que Irène o Georges no la creerían y aún menos que pudieran ir algún día a Marruecos a hacerle una visita. Cuando se instaló en la finca, en la primavera de 1949, se sintió libre para mentir sobre la vida de esposa de gran terrateniente que llevaba. No confesó que echaba de menos la agitación de la medina, que la promiscuidad, que antes maldecía, ahora le parecía un destino envidiable. A menudo escribía: «Me habría gustado que me vieras», sin medir que ese deseo encerraba su inmensa soledad. Se entristecía por todas esas novedades que no interesaban a nadie más que a ella, por su existencia sin espectadores. ¿Qué interés tiene vivir si no es para ser vista?, pensaba.
Acababa sus cartas con «os quiero», «os echo de menos», aunque nunca manifestaba la nostalgia que sentía. No cedió a la tentación de confesarles que el vuelo de las cigüeñas, que llegaban a Meknés a principios del invierno, le producía una intensa melancolía. Ni su marido ni la gente de la finca compartían su amor por los animales y, un día, al evocar el recuerdo de Minet, el gato de su infancia, ante su marido, este alzó la vista al cielo ante semejante cursilería. Ella recogía a los gatos, los domesticaba dándoles pan mojado en leche, y, cuando las mujeres bereberes se la quedaban mirando al considerar que malgastaba ese alimento en los animales, pensaba: «Deben recuperar el amor perdido, a ellos les ha faltado tanto».
¿Con qué objeto decir la verdad a Irène? ¿Contarle que trabajaba, un día tras otro, como una loca, como una iluminada, con su bebé de dos años a la espalda? ¿Qué poesía podía extraer de esas largas noches que pasaba pinchándose los dedos con la aguja de coser los vestiditos a Aicha para que parecieran nuevos? A la luz de las velas, repugnada por el olor a cera de mala calidad, recortaba patrones de viejas revistas y, con una devoción admirable, tricotaba braguitas de lana para su hija. Durante aquel caluroso mes de agosto, se sentó en el suelo de cemento, vestida solo con una combinación, y en un bello tejido de algodón le confeccionó un vestido. Nadie notó lo bonito que le había quedado, el detalle del fruncido, el lazo encima de los bolsillos, el forro rojo que realzaba la prenda. La indiferencia de la gente ante la belleza de las cosas la mataba.
Amín aparecía poco en sus relatos. Su marido era un personaje secundario alrededor del cual planeaba una atmósfera opaca. Quería dar la impresión a Irène de que su historia de amor era tan ardiente que le resultaba imposible compartirla o ponerle palabras. Su silencio sugería insinuaciones lúbricas; sus omisiones, pudor o incluso delicadeza. Pues Irène, que se había enamorado y se había casado justo antes de la guerra con un alemán, físicamente deforme por una escoliosis, había enviudado a los tres meses. Cuando Amín llegó al pueblo, ella observaba, con unos ojos que desbordaban de envidia, a su hermana temblar bajo las manos del africano, a la pequeña Mathilde con el cuello cubierto de chupetones oscuros.
¿Cómo reconocer que el hombre que había conocido durante la guerra ya no era el mismo? Bajo el peso de los disgustos y las humillaciones, él había cambiado, se había ensombrecido. ¡Cuántas veces Mathilde había notado, al caminar del brazo de él, la mirada acerada de las personas con quienes se cruzaban! Ahora, el contacto de su piel la quemaba, le resultaba desagradable, y no podía evitar darse cuenta, con una especie de asco, de lo extraño que le parecía su marido. Se decía a sí misma que se necesitaba mucho amor, más del que ella era capaz de sentir, para resistir el desprecio de la gente. Se necesitaba un amor sólido, inmenso, inquebrantable, para soportar la vergüenza cuando los franceses lo tuteaban o la policía le pedía la documentación, y se disculpaban al observar sus medallas bélicas o su perfecto dominio de la lengua francesa. «Es que usted, querido amigo, es distinto.» Y él sonreía. En público, pretendía que no tenía problema alguno con Francia, puesto que estuvo a punto de morir por ella. Pero en cuanto se quedaban solos, se encerraba en el silencio y rumiaba su vergüenza por haber sido un cobarde y haber traicionado a su pueblo. Entraba en la casa, abría los armarios y tiraba al suelo todo lo que pillaba. Mathilde también podía estallar, y, un día, en medio de una pelea en la que él gritaba «¡Cállate de una vez, me avergüenzo de ti!», ella abrió la nevera, cogió un cuenco de melocotones maduros con los que iba a hacer una mermelada y tiró la fruta pasada a la cara de Amín, sin darse cuenta de que Aicha los observaba, asombrada ante la imagen de su padre, con el pelo y el cuello chorreando de jugo.