Читать книгу El país de los otros - Leila Slimani, Leila Slimani - Страница 12

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Durante la guerra, mientras el regimiento de Amín avanzaba hacia el Este, él pensaba en su finca como otros sueñan con una mujer o una madre que han dejado atrás. Temía morir sin haber podido cumplir la promesa de fecundar aquella tierra. En los largos momentos de aburrimiento que la guerra deparaba, los hombres sacaban las barajas de naipes, las cartas de la familia cubiertas de manchas o alguna novela. Él se zambullía en la lectura de un libro de botánica o de una revista especializada que trataba sobre los nuevos métodos de riego. Había leído que Marruecos se convertiría en una California, ese estado americano lleno de sol y de naranjos, donde los agricultores eran millonarios. Aseguraba a Murad, su asistente, que su país se disponía a vivir una revolución, a acabar con esos tiempos sombríos en los que el campesino temía las razias, en los que antes que cultivar trigo se prefería criar borregos, pues con cuatro patas corren más rápido que el agresor. Él tenía, por supuesto, la intención de dar la espalda a los métodos antiguos y hacer de su finca un modelo de modernidad. Había leído con entusiasmo el relato de un tal H. Ménager, que también había sido soldado, quien, al acabar la Primera Guerra Mundial, plantó eucaliptos en la desheredada llanura del Gharb. El hombre se había inspirado en el informe de una misión enviada por el mariscal Lyautey a Australia en 1917, y había comparado la calidad de la tierra y la pluviometría de esa región con las de aquel continente lejano. Por supuesto, la gente se burló de aquel pionero. Franceses y marroquíes se reían de que quisiera plantar hasta donde alcanzase la vista unos árboles que no daban frutos y cuyos troncos grises afeaban el paisaje. Pero H. Ménager consiguió convencer a la Dirección de Aguas y Bosques, y no tuvieron más remedio que admitir que había ganado su apuesta: el eucalipto frenaba los vientos de arena, permitía sanear las hondonadas donde pululaban los parásitos, y sus raíces profundas extraían agua de la capa freática inaccesible al campesino común. Amín quería figurar entre esos pioneros, para quienes la agricultura era una búsqueda mística, una aventura, y seguir los pasos de aquellos hombres, pacientes y sabios, que habían realizado experimentos en suelos ingratos. Esos campesinos que la gente trataba de locos habían plantado pacientemente naranjos, desde Marrakech a Casablanca, e iban a convertir en jauja ese país seco y austero.

Amín regresó a Marruecos en 1945, a la edad de veintiocho años, victorioso y casado con una mujer extranjera. Luchó para retomar posesión de sus tierras, formar a sus obreros, sembrar, recolectar, tener una visión con amplitud de miras, como había dicho una vez el mariscal Lyautey. A finales de 1948, tras varios meses de negociaciones, recuperó sus tierras. Primero tuvo que realizar obras en la casa, abrir nuevas ventanas, acondicionar un pequeño jardín y pavimentar un patio en la parte trasera de la cocina para lavar y tender la ropa. Por su lado norte, el terreno estaba en pendiente y allí mandó construir en piedra una escalera de entrada e instaló una elegante puerta acristalada que daba al comedor. Desde allí se veía el perfil suntuoso del monte Zerhun y las inmensas extensiones silvestres que servían desde hace siglos como terreno de paso del ganado.

Durante los primeros cuatro años en la finca, sufrieron todo tipo de desilusiones, viendo cómo sus vidas adquirían un tono propio de los relatos bíblicos. El colono que había alquilado las tierras mientras él estuvo fuera había vivido en una pequeña parcela cultivable, detrás de la casa, y todo estaba por hacer. Primero, hubo que roturar y limpiar la tierra del palmito, esa planta viciosa y tenaz que exigía un trabajo agotador. A diferencia de los colonos de las fincas colindantes, Amín no pudo contar con la ayuda de un tractor, y sus obreros tuvieron que arrancar el palmito a golpes de pico durante varios meses. Luego hubo que dedicar varias semanas a despedregar y, tras quitar la rocalla, se procedió al desfonde del terreno con el arado y se empezó a labrar. Plantaron lentejas, guisantes, judías y parcelas enteras de cebada y trigo candeal. Poco después, una plaga de langosta atacó los campos. Una nube rosácea apareció crepitando, como surgida de una pesadilla, a devorar las cosechas y los frutos de los árboles. Amín se indignó con los trabajadores que para espantar a los parásitos se limitaban a hacer chocar unas latas vacías. «¡Pandilla de ignorantes! ¿No se os ocurre más que eso?», les gritaba, tratándolos de incultos, y les enseñó a cavar trincheras en las que ponían salvado envenenado.

Al año siguiente, sobrevino la sequía y la consiguiente desilusión de la siega, pues las espigas de trigo estaban vacías como lo estarían en los meses siguientes los estómagos de los campesinos. En los aduares, los obreros rezaban para que cayera la lluvia, unas rogativas transmitidas de una generación a otra desde hacía siglos y que jamás habían demostrado su eficacia. Pero se seguía rezando, bajo el ardiente sol de octubre, y la sordera de Dios no indignaba a nadie. Amín hizo excavar un pozo que le exigió un trabajo enorme y absorbió parte de su herencia. Pero la arena invadía constantemente el agujero que habían perforado y los campesinos no conseguían bombear agua para regar.

Mathilde estaba orgullosa de Amín. Y aunque le indignaba que pasara tanto tiempo fuera de casa y la dejara sola, sabía que era trabajador y honrado. A veces, pensaba que a su marido le faltaba suerte y una dosis de intuición. Eso era lo que su padre sí tenía. Georges era menos serio, menos incansable y constante que Amín. Bebía hasta llegar a olvidarse de su propio nombre y de las normas elementales del pudor y la cortesía. Jugaba a las cartas hasta la madrugada y se quedaba dormido en los brazos de mujeres de generosos pechos y de cuellos blancos y orondos que olían a mantequilla. En un ciego arrebato, era capaz de despedir a su contable y olvidarse de contratar a otro, dejando amontonarse en su viejo escritorio de madera la correspondencia sin abrir. Invitaba a los agentes judiciales que le llevaban las denuncias a beber unas copas con él, y estos acababan olvidándose del motivo por el que estaban allí y se ponían a cantar viejas canciones. Georges tenía un olfato excepcional, un instinto infalible. Era natural en él y ni él mismo se lo explicaba. Entendía a la gente y sentía hacia los hombres, y, por tanto, hacia sí mismo, una bondadosa compasión, un cariño que lo hacía merecedor de la simpatía de los desconocidos. Georges no negociaba jamás por codicia, sino por simple juego, y, si alguna vez había engañado a alguien, no lo había hecho a propósito.

A pesar de los fracasos, las peleas y la pobreza, Mathilde jamás pensó que su marido fuera un incompetente o un perezoso. Lo veía despertarse al alba, salir de casa, animado, y regresar al final del día con las botas cubiertas de tierra. Recorría varios kilómetros y no se cansaba nunca. Los hombres del aduar admiraban su resistencia, aunque se ofendían a veces por el desprecio que manifestaba hacia los métodos de cultivo tradicionales. Lo veían agacharse, palpar la tierra con los dedos, dejar la palma de la mano durante unos momentos sobre la corteza de un árbol, como si esperara que la naturaleza le revelara algún secreto. Quería que todo fuera rápido. Quería triunfar.

Corría el inicio de la década de 1950, y el fervor nacionalista brotaba, dirigiendo un odio furibundo hacia los colonos. Se sucedían secuestros, atentados, fincas incendiadas. Los colonos, a su vez, se reunían en grupos de defensa, y Amín sabía que su vecino, Roger Mariani, formaba parte de estos. «La naturaleza no se mete en política», dijo un día a Mathilde para justificar la visita que iba a hacer a aquel vecino de fama diabólica. Quería comprender a qué se debía la brillante prosperidad de Mariani, saber los tipos de tractores que utilizaba, qué sistema de riego había instalado. Se imaginaba también que el francés podría suministrarle los cereales que utilizaba en la crianza de cerdos a la que se dedicaba. Lo demás le importaba poco.

Una tarde, cruzó el camino que separaba las dos fincas. Pasó delante de dos grandes cobertizos donde estaban aparcados unos modernos tractores, delante de unos establos llenos de cerdos gruesos y sanos, delante de las bodegas donde se trataba la uva por los mismos procedimientos que en Europa. Todo en aquella finca respiraba progreso, riqueza. Mariani estaba de pie en la escalinata de la casa, con dos perros de aspecto agresivo y feroz, atados con unas correas que sostenía en la mano. Por momentos, su cuerpo se proyectaba hacia delante, perdía el equilibrio, y no se sabía si estaba sometido a la fuerza de aquellos molosos o si era fingido, para acentuar la amenaza que pesaba sobre el visitante inoportuno. Amín, incómodo, se presentó balbuceando. Señaló en dirección a su finca: «Necesito consejos», declaró, y Mariani, cuyo rostro se había iluminado, miró con desdén a aquel moro tímido.

«¡Brindemos por nuestra vecindad! Tenemos tiempo para hablar de negocios.»

Cruzaron por un frondoso jardín y se sentaron a la sombra, en una terraza desde donde se veía el monte Zerhun. Un hombre delgado y de piel negra dejó en la mesa algunas copas y botellas. Mariani sirvió un anisete a su vecino y, cuando vio que este dudaba debido al calor y al trabajo que aún le esperaba, se echó a reír. «¿No bebes, verdad?» Amín sonrió y se humedeció los labios con el líquido blanquecino. En el interior de la casa sonaba un teléfono, pero Mariani lo ignoró.

El colono no lo dejaba hablar. A Amín le pareció que su vecino era un hombre muy solo que en ese momento encontraba una ocasión poco frecuente de hacer confidencias a alguien. Con una familiaridad que incomodó a Amín, Mariani se quejó de sus obreros, contándole que había formado a dos generaciones, pero que seguían siendo vagos y sucios. «¡Qué mugre, por Dios!» A veces, alzaba sus ojos legañosos hacia el bello rostro de su invitado, y, riendo, añadía: «Ya sabes que no lo digo por ti». Y sin dejarle responder continuaba: «Que digan lo que quieran, pero no me imagino este país el día en que ya no estemos nosotros para hacer florecer los árboles, remover la tierra y dedicarnos a ella. ¿Qué había aquí antes de que llegáramos? Te lo pregunto. Nada. Nada de nada. Mira a tu alrededor. Siglos de vidas humanas y ni un hombre con agallas suficientes para cultivar esas hectáreas. Siempre ocupados en hacer la guerra. Pasamos hambre. Aquí hemos enterrado, sembrado, cavado tumbas, fabricado cunas infantiles. Mi padre murió de tifus en estas tierras. Yo me rompí la espalda por ir sentado días enteros a caballo recorriendo los campos, negociando con las cabilas. No podía tumbarme en la cama sin lanzar aullidos del dolor que sentía en los huesos. Pero voy a decirte algo: debo mucho a este país. Me ha devuelto a la esencia de las cosas, me ha puesto en contacto con el impulso vital, con la brutalidad». El rostro de Mariani enrojeció y empezó a hablar más lento por el efecto del alcohol. «En Francia, me esperaba una vida de marica, mezquina, sin amplitud, sin conquistas, sin espacio. Este país me ofreció la oportunidad de vivir como un hombre.»

Mariani llamó al criado que llegó trotando a la terraza. Le regañó en árabe por lo lento que era y dio un puñetazo en la mesa con tanta fuerza que la copa de Amín se derramó. El colono hizo un gesto como de lanzar un escupitajo y se quedó observando la espalda del criado mientras se alejaba al interior de la casa. «Mira y aprende. ¡Yo me conozco a estos moros! Los obreros son unos ignorantes. ¿Cómo no vas a tener ganas de darles una tunda de palos? Hablo su lengua, conozco sus dobleces. Sé muy bien lo que dicen sobre la independencia, pero un puñado de alborotadores no me va a quitar años de sudor y de trabajo.» Luego, se echó a reír, mientras cogía unos emparedados que el criado había traído al cabo de un rato, y repitió: «¡Ya sabes que no lo digo por ti!». Amín estuvo a punto de levantarse y renunciar a aliarse con su poderoso vecino. Pero Mariani, cuyo rostro se parecía extrañamente al de sus perros, se giró hacia él, como si hubiera sentido que se había ofendido, y le dijo: «¿Quieres un tractor, verdad? Lo podríamos arreglar».

El país de los otros

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