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Volveré,

volveré con mi pecho y con la Aurora otra vez

León Felipe, La insignia

«¡Qué lástima / que yo no tenga una casa!», gritó León Felipe en su primer libro, Versos y oraciones del caminante, reconociéndose «un paria / que apenas tiene una capa». Un pueblo de la estepa castellana, los días azules de la infancia en Salamanca, cárceles y lupanares, Guinea, la desazón, los caminos del mar, ­Berta Gamboa y definitivamente el México del exilio, siempre en busca de la Luz. «¡Ah, si yo pudiese organizar mi llanto y el polvo disperso de mis sueños!»7.

Los días mexicanos de León Felipe, poeta querido y respetado en su país de adopción, se vertebraron sobre un continuo de compromisos y requerimientos que él atendió con disposición de juglar, barajando con libertad su obra, recreándola en variantes al modo de la poesía popular, canciones de gesta y romances, en una cadena de refundiciones que lo revelan fiel a lo sustancial, pero sabiendo adaptar lo sustancial a las circunstancias, al mismo tiempo tradicionalista e innovador, plural desde un individualismo al mismo tiempo afirmado y trascendido.

Así procedió León Felipe: reordenando, añadiendo párrafos y versos de enlace, fundiendo y refundiendo, quitando y poniendo con potestad creativa. Él mismo lo explicó paladinamente en diversas ocasiones. Verbigracia, en el vigésimo quinto aniversario de Cuadernos Americanos, disimulando entonces su juego de verdades con el pretexto de que desconocía la técnica de los discursos: «Voy a elegir unos cuantos versos de todo lo que yo he escrito en mi vida —explicó— y a pegarlos aquí uno tras de otro… y a ver si embonan, a ver si casan. A ver si valen como discurso»8.

Así pues, fusión de vida y obra a partir del convencimiento de que «los grandes poetas no tienen biografía, / tienen Destino». En su caso un destino prometeico con encarnadura de condenación bíblica. «Ganarás el pan con el sudor de tu frente / y la luz con el dolor de tus ojos», partiendo del desentrañamiento de la propia personalidad —«tal vez me llame Jonás», «yo soy Rocinante»— a través de un despliegue de alegorías en salmos, siempre entre la imprecación y la plegaria. Con la hoguera del verso, jamás extinguida, iluminando las sombras.

Desde esa encrucijada asumió su destino, santo y seña del hado colectivo de la diáspora. Su obra se universaliza al romper ataduras terrenales: España como mito y el destierro como categoría vital, elevando lo pasajero a permanente. Temple y tiempo de eternidad, ligereza de equipaje, desasimiento. «Mi patria está donde se encuentre aquel pájaro luminoso / que vivió hace tiempo en mi heredad», afirmó en Ganarás la luz, dando prioridad absoluta a tres ansias: el sueño, el mito y el Verbo.

En ese vértice cristalizó su poesía. Inquietud, hallazgos y desasosiego, estela de gritos y hasta de blasfemias para asentar una herencia de oración. Caminante por senderos de búsquedas, impronta de creador: «Miradme aquí, erguido, en la entraña profunda de la sombra»9, donde «la espada del Destino corta / las lianas de amor que abrazan nuestro cuerpo, / y las raíces duras / que nos clavan al suelo»10, con la razón romántica en pugna de idealidad contra las circunstancias.11

De la sombra a la luz, en esos «Aposentos» engastó la peripecia existencial en la médula del verso. Voz de poeta-profeta, poesía con «sabor de barro» o «el grito de la tierra primera que se levanta en el barullo del mercado sobre el vocerío de los traficantes»12. «Recordadla», decía, y sí: recordémosla.

G. S. G.-A.

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