Читать книгу Resurrección - León Tolstoi - Страница 23

XIX

Оглавление

Índice

Tal era la disposición de espíritu de Nejludov mientras, en la sala del jurado, aguardaba que se reanudase la vista. Sentado cerca de la ventana, ola el ruido de las conversaciones de sus colegas y fumaba sin cesar.

Sin duda alguna, el comerciante jovial apreciaba mucho la manera de matar el tiempo empleada por Smielkov.

La verdad es que las francachelas del individuo eran bárbaras, a lo siberiano , y no tenía pelo de tonto: había elegido una agradable jovencita.

El jefe del jurado exponía consideraciones tendentes a colocar todo el nervio del asunto en los expertos. Peter Guerassimovitch bromeaba y se reía a carcajadas con el dependiente judío. Nejludov respondía con monosílabos a las preguntas que le hacían y deseaba solamente que lo dejasen tranquilo.

Cuando, con su pasito saltarín, el portero de estrados entró en la sala para volver a llamar a los jurados, Nejludov experimentó un sentimiento de espanto, como si fuese, no a juzgar, sino a ser juzgado él mismo. En el fondo de su alma, a partir de entonces, se encontraba miserable, indigno de mirar a los demás hombres a la cara, y, sin embargo, la fuerza de la costumbre lo llevó, con un paso muy seguro, al estrado, donde volvió a ocupar su asiento, en primera fila, muy cerca del asiento del jefe del jurado; tras lo cual cruzó con desenvoltura las piernas y se puso a jugar con sus lentes.

Traían en aquel momento a los detenidos, a los que también habían llevado fuera de la sala.

Habían introducido a nuevas figuras: los testigos. Nejludov observó que Katucha lanzaba ojeadas frecuentes a una gruesa dama chillonamente vestida de seda y de terciopelo y tocada con un enorme sombrero adornado con un gran lazo. Sentada en primera fila detrás de la rejilla, tenía sobre el brazo desnudo hasta el codo un elegante ridículo. Nejludov se enteró pronto de que era la patrona de la casa donde Maslova había vivido en último lugar.

Inmediatamente se procedió a la audición de los testigos: nombres, religión, etcétera. Después que les preguntaron si querían o no declarar bajo juramento, el pope reapareció sobre d estrado arrastrando penosamente las piernas; de nuevo, ajustando la cruz de oro que le colgaba sobre el pecho, se dirigió hacia el icono, para hacer prestar allí el juramento a los testigos y al perito, con la misma serenidad y la misma seguridad de cumplir una función esencialmente importante y útil. Acabada esta formalidad, el presidente hizo salir a todos los testigos, con excepción de la dama gruesa, Kitaieva, patrona de la casa de tolerancia. La invitaron a que dijese lo que sabía sobre el envenenamiento. Con una sonrisa afectada, la cabeza escondida en su sombrero y cada una de sus frases pronunciada con acento alemán, expuso, con minuciosidad y método, todo lo que sabía.

Primeramente, el mozo del hotel, Simón, había venido a su establecimiento para buscar en él a una de sus señoritas y llevársela al comerciante siberiano. Ella había enviado a Lubacha, esto es, Lubov. Algún tiempo después aquélla había vuelto con el comerciante.

Estaba ya en éxtasis -añadió Kitaieva con una ligera sonrisa - Luego había continuado bebiendo y convidando a todas las mujeres hasta que, no teniendo ya más dinero encima, había enviado, al hotel donde se alojaba, a esa misma Lubacha, por la que sentía una verdadera predilección -añadió, volviendo los ojos hacia la detenida.

A estas palabras, Nejludov creyó ver sonreír a Maslova y eso le hizo sentir disgusto. Un sentimiento extraño, impreciso, de repulsión y de sufrimiento, le invadió el corazón.

-¿Querría la testigo damos a conocer su opinión sobre Maslova? -preguntó, tímido y ruborizándose, el defensor de signado de oficio para la muchacha.

Mi opinión no puede ser mejor -respondió Kitaieva -. Es una joven de excelentes modales y llena de elegancia. Se ha criado en una noble familia y sabe incluso francés. Quizás alguna vez haya bebido con cierto exceso, pero jamás hasta el punto de perder la cabeza. ¡Es una muchacha excelente!

Katucha, que había tenido los ojos clavados en la patrona, los volvió en seguida a los jurados y los detuvo en Nejludov. El rostro de la joven se puso grave, rígido. Bizqueando, uno de sus ojos tenía una expresión severa y, durante un rato bastante largo, aquella extraña mirada pesó sobre Nejludov; y, a pesar del espanto de éste, le era imposible despegar su vista de aquellos ojos que bizqueaban y cuyo blanco despedía chispas. Se acordó de la espantosa noche, del crujido del hielo en el río, de la niebla y sobre todo de aquella luna escotada y tumbada que, habiendo salido hacia el amanecer, había alumbrado algo sombrío y terrible , y esos dos ojos negros, atornillados a los suyos, le recordaban vagamente aquella cosa negra y terrible.

«¡Me ha reconocido!», pensaba. Y, maquinalmente, se retrepó en su asiento, aguardando el choque.

Pero ella no lo había reconocido. Tranquilamente lanzó un suspiro, y de nuevo se quedó mirando con fijeza al presidente , y Nejludov suspiró también: «¡Ah! -pensó-. ¡Que acabe esto de una vez!» Experimentaba una impresión a menudo sentida ya en las cacerías, cuando se trataba de rematar a un pájaro herido: mezcla de repulsión, de lástima y de pena. El pájaro herido se debate en el morral: se vacila y se siente al mismo tiempo disgusto y lástima, y uno querría acabar lo antes posible y olvidar.

Sentimientos idénticos llenaban por aquel entonces el alma de Nejludov al escuchar las respuestas de los testigos.

Resurrección

Подняться наверх