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XXIII

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Por fin el presidente terminó su discurso; levantó, con un ademán elegante, la lista de las preguntas y entregó la hoja al jefe del jurado. Los jurados se levantaron y, sin saber qué hacer con las manos, felices por poder abandonar sus asientos, pasaron en fila a su sala de deliberaciones. Habiéndose cerrado la puerta detrás de ellos, fue custodiada por un guardia, quien, con el sable desenvainado, se quedó allí de centinela

Los jueces se levantaron y salieron a su vez; igualmente fueron sacados los acusados.

Apenas llegaron a la sala de deliberaciones, los jurados, como ya habían hecho antes, empezaron a encender cigarrillos.

El sentimiento de lo que había en su situación de artificial y de falso, la impresión experimentada más o menos profundamente por todos durante su permanencia ante el tribunal, se borró de sus almas en cuanto se sintieron libres, con el cigarrillo en los labios; así, aliviados y puestos a sus anchas, se instalaron con comodidad e inmediatamente empezaron las conversaciones más animadas.

-La pequeña se ha dejado enredar; no es culpable- opinó el buen comerciante -. Hay que tener lástima de ella.

-Ahora examinaremos todo eso -respondió el jefe del jurado-. Guardémonos bien de ceder a nuestras opiniones personales.

-El presidente ha hecho una excelente exposición- dijo el coronel.

-Sí, puede ser; yo estaba a punto de dormirme.

-Lo que está claro es que si Maslova no hubiese estado de acuerdo con ellos, los dos criados habrían ignorado que el comerciante tenía tanto dinero -dijo el dependiente de tipo judío.

-Entonces, según usted, ¿es ella la que ha robado? - preguntó un jurado.

-¡Nunca admitiré eso! -exclamó el gordo comerciante -. La que dio el golpe fue esa canalla de sirvienta de ojos encarnados.

-Todos estaban en el ajo- interrumpió el coronel-.

Pero esa mujer afirma no haber entrado en la habitación.

-Sí, sí, vaya usted a creerla. En toda mi vida creeré a semejante carroña.

-Que usted la crea o no la crea, no significa nada —dijo el dependiente, con ironía -. Maslova era la que tenía la llave.

-¿Y qué importancia tiene eso? -replicó el comerciante.

- ¿Y la sortija?

-Pero si ella lo ha explicado muy bien- reiteró el comerciante -.El buen comerciante siberiano era un hombre de carácter; y además, había bebido mucho, y entonces le pegó. Después, eso se comprende, sintió lástima: «Vamos, toma, no llores más.» No olviden ustedes qué tipo de hombre era: dos archines y doce verschoks de altura y ciento treinta kilos de peso.

-La cuestión no radica en eso -intervino Peter Guerassimovitch -.Lo que hay que saber es si ella premeditó y cometió el crimen o si fueron los criados.

-Pero los criados no habrían podido actuar sin ella, puesto que era ella la que tenía la llave.

Así, desordenadamente, la discusión prosiguió bastante tiempo.

-Permitan ustedes, señores- opinó por fin el jefe del jurado —

Sentémonos a la mesa y deliberemos, se lo ruego -añadió, sentándose en su sillón presidencial.

-¡Son una plaga esas muchachas! -dijo entonces el dependiente.

Y para confirmar su opinión de que Maslova era la principal culpable, contó cómo un día, una de esas muchachas, en el bulevar, había robado el reloj a uno de sus colegas. A continuación, el coronel contó algo más raro y más concluyente todavía: el robo de un samovar de plata.

-Por favor, señores, pasemos a las preguntas -dijo el jefe del jurado, golpeando en la mesa con su lápiz.

Todos se callaron.

Las preguntas estaban propuestas así al jurado:

1.º ¿El campesino Simón Petrovitch Kartinkin, del pueblo de Borki, distrito de Krapivino, de treinta y tres años, es culpable de haber, el 17 de enero de 188..., en la ciudad de N..., con la intención de quitar la vida al comerciante Smielkov, con objeto de robarlo, en complicidad con otras personas, puesto veneno en el aguardiente, causando así la muerte de Smielkov, tras de la cual le habría robado una suma de cerca de 2.500 rublos y una sortija de brillantes?

2.º ¿La mestchanka Eufemia Ivanovna Botchkova, de 43 años, es culpable del crimen definido en la primera pregunta?

3.º ¿La mestchanka Catalina Mijailovna Maslova, de 27 años, es culpable del crimen definido en la primera pregunta?

4.º Si la acusada Eufemia Botchkova no es culpable en lo que se refiere a la primera pregunta, ¿lo sería por el hecho de haber, el 17 de enero de 188..., en la ciudad de..., estando de servicio en el Hotel de Mauritania, robado de la maleta cerrada con llave de un viajero de ese hotel, el comerciante Smielkov, la suma de 2.500 rublos y, a este fin, de haber abierto, en aquel sitio, la maleta con una llave que se había procurado a este efecto?

El jefe del jurado leyó la primera pregunta. -¿Qué dicen ustedes, señores?

La respuesta no se hizo esperar. Todos opinaron en sentido afirmativo, tanto en lo referente al robo como al envenenamiento. Un solo jurado se negó a declarar a Kartinkin culpable: un viejo artelstchik que, por lo demás, respondía negativamente a todas las preguntas.

El jefe del jurado pensó al principio que aquel hombre no comprendía y empezó a explicarle que Kartinkin y Botchkova eran desde luego culpables; pero el artelstchik afirmó haber comprendido muy bien y que, según él, lo mejor era tener piedad.

-Tampoco nosotros -añadió -somos santos , y nada pudo hacerlo desistir de aquella idea.

La respuesta a la segunda pregunta, relativa a la Botchkova, fue: «No, no es culpable.» Se juzgó que faltaban las pruebas de su complicidad en el envenenamiento, como, por lo demás, había dicho con tanta insistencia su abogado.

El comerciante, empeñado en que se considerase inocente a Maslova, insistió en sostener que Botchkova era el eje de todo el asunto. Varios jurados fueron de su opinión; pero el jefe del jurado, deseoso de permanecer en una legalidad estricta, hizo notar que no existía de eso ninguna prueba material.

Después de una larga discusión, prevaleció su parecer. Por el contrario, en la cuarta pregunta se declaró a Botchkova culpable de haber robado el dinero. A petición del artelschik, se añadió: «Pero merece circunstancias atenuantes.»

La pregunta concerniente a Maslova provocó un debate muy vivo. El jefe del jurado afirmaba que era culpable tanto del envenenamiento como del robo. El comerciante sostenía lo contrario; el coronel, el dependiente y el artelstchik eran de esta opinión. Los demás jurados vacilaban, pero se inclinaban más bien hacia la opinión de su jefe: la principal razón de ello era la fatiga general, y la opinión preferida sería aquella que pusiese antes de acuerdo a todo el mundo y liberase a los jurados.

Por los interrogatorios y por lo que él sabía de Maslova, Nejludov albergaba la convicción de que ella no era culpable ni del robo ni del envenenamiento. Había creído al principio que ése sería el parecer de todo el mundo; pero tuvo que reconocer su error. A consecuencia de la oposición provocada por el jefe del jurado, del cansancio de todos y del hecho de que el buen comerciante no sabía disimular que Maslova le agradaba físicamente y ponía mucha torpeza en defenderla, la mayoría, respecto a aquella pregunta, se inclinaba en un sentido afirmativo. Nejludov, viendo eso, pensó en tomar la palabra; pero se llenó de miedo ante la idea de interceder en favor de Maslova, como si todo el mundo fuera a adivinar sus relaciones con ella. Se decía, sin embargo, que no podía consentir en dejar pasar así las cosas y que su deber era intervenir. Enrojecía, palidecía luego; y por fin iba a decidirse a hablar, cuando Peter Guerassimovitch, silencioso hasta entonces, pero evidentemente irritado por el tono autoritario del jefe del jurado, intervino para decir precisamente lo que quería decir Nejludov.

-Permítame -dijo -.Afirma usted que ella es culpable del robo porque tenía la llave de la maleta; pero ¿es que los criados no podían, también, abrir la maleta con otra llave?

-¡Claro, naturalmente! -apoyaba el comerciante. -En realidad, es imposible que ella haya cogido el dinero. En su situación, ¿qué habría podido hacer con él?

-¡Exactamente, es lo mismo que yo digo! -insistía el comerciante.

-Soy más bien de la opinión de que su llegada al hotel con la llave inspiró la idea del robo a los criados, quienes aprovecharon la ocasión y luego le echaron todas las culpas a ella.

Peter Guerassimovitch hablaba con voz irritada, irritación que se transmitió al jefe del jurado y que lo incitó a aferrarse con más fuerza a su propio parecer. Pero Peter Guerassimovitch habló con tanta convicción, que la mayoría se puso de su parte; se reconoció que Maslova no había robado el dinero ni la sortija, y que ésta le había sido dada como regalo.

Quedaba por determinar su culpabilidad en el envenenamiento. El comerciante, su ardiente defensor, declaró que se la debía declarar inocente, puesto que ella no tenía motivo alguno para envenenar a Smielkov; a lo que el jefe del jurado respondió que era imposible declararla inocente toda vez que ella misma confesaba haber echado los polvos.

Los echó, es verdad -dijo el comerciante -, pero creyendo que era opio.

-También el opio puede causar la muerte -interrumpió el coronel, al que le gustaban las digresiones. A propósito de eso, contó la aventura de la mujer de su cuñado, que había tomado opio por accidente y habría muerto si oportunamente no se hubie.se encontrado un médico. Hablaba con tanta dignidad y dominio, que nadie se atrevía a interrumpirlo. Sólo el dependiente, siguiendo el ejemplo, se arriesgó a cortar el hilo de su relato.

-Uno puede muy bien acostumbrarse al veneno -dijo y tomarlo sin peligro hasta cuarenta gotas... Un pariente mío...

Pero el coronel no era hombre que se dejase interrumpir; prosiguió su historia y todo el mundo tuvo que enterarse detalladamente del papel que el opio había representado en la vida de la mujer de su cuñado.

-Pero, ¡señores! ¡Son ya más de las cuatro! —exclamó un Jurado.

-Bueno, señores -propuso el jefe del jurado-, ¿qué les parece si la reconocemos culpable sin intención de robar? ¿Les parece bien?

Satisfecho por su éxito, Peter Guerassimovitch consintió.

-Pido que se añada: «pero merece circunstancias atenuantes» -exclamó el comerciante.

Inmediatamente todos consintieron en eso. Sólo el artelstchik insistió de nuevo en declararla no culpable.

-Pues a eso es a lo que llegamos -le explicó el jurado -. Es como si dijéramos: ella no es culpable.

-¡Vaya, pues! Pero añadiendo: «y merece circunstancias atenuantes.» Eso borrará lo que queda -dijo gozosamente el comerciante.

Estaban todos tan fatigados, se habían embrollado tanto en todas aquellas discusiones, que a nadie se le ocurrió la idea de añadir a la respuesta. «Sí, pero sin intención de causar la muerte.»

Nejludov estaba tan conmovido, que tampoco él cayó en la cuenta. Las respuestas, pues, se redactaron y se entregaron en esta forma al tribunal.

Rabelais cuenta que un jurista, llamado a dirimir un proceso, después de haber enumerado una multitud de artículos y de leyes y leído veinte páginas de galimatías latino-jurídico, propuso a los pleiteantes dictar el juicio a la suerte. Si los dados arrojaban un número par, el acusador tendría razón; si el número era impar, la tendría el acusado.

En este caso ocurrió lo mismo. Se tomó tal decisión, y no otra, no porque todos los jurados fuesen de la misma opinión, sino porque el presidente del tribunal había prolongado tanto su resumen, que se le había olvidado decir, siguiendo la costumbre en casos parecidos, que los jurados podían responder: «Sí, pero sin intención de causar la muerte.» Además, las respuestas fueron adoptadas porque el coronel había contado demasiado prolijamente la aventura de la mujer de su cuñado; en tercer lugar, porque Nejludov estaba tan conmovido, que no se había dado cuenta de que las palabras «sin intención de robar» deberían haber ido acompañadas de las otras palabras: «sin intención de causar la muerte»; en cuarto lugar, porque Peter Guerassimovitch había salido de la sala momentáneamente mientras el jefe del jurado releía las respuestas. Principalmente, estas respuestas fueron adoptadas porque los jurados, fatigados y deseosos de recobrar su libertad, habían atrapado al vuelo el primer parecer que se les había propuesto.

El jefe del jurado llamó. El guardia, que se había mantenido ante la puerta con el sable desenvainado, volvió a meter la hoja en la vaina y se apartó. Los jueces volvieron a sentarse en sus sillones, y los jurados entraron en la gran sala.

El jefe del jurado llamó. El guardia, que se había mantenido ante la puerta con el sable desenvainado, volvió a meter la hoja en la vaina y se apartó. Los jueces volvieron a sentarse en sus sillones, y los jurados entraron en la gran sala.

¡Vea usted la estupidez que han hecho!-dijo el presidente a su asesor de la izquierda -.Esto significa trabajos forzados y, sin embargo, ella es inocente.

-¿Y por qué habría de ser inocente? -dijo el juez severo. -Es algo que salta a la vista. Creo que sería ocasión de aplicar el artículo ochocientos diecisiete

-¿Y usted, qué piensa usted de esto? -preguntó el presidente al juez benévolo.

Este no respondió inmediatamente. Miró el número del papel que tenía delante de él, sumó las cifras y vio que la suma no era divisible por tres. Se había dicho que si el total era divisible, daría su consentimiento, y, aunque no era así, se decidió, por bondad, a dar su aquiescencia.

-Creo también -respondió -que se debería proceder así.

-¿Y usted? -preguntó el presidente al juez escrupuloso.

-Bastante hablan ya los periódicos -respondió éste con tono resuelto -de que- los jurados absuelven a los culpables. ¿Qué dirían si es el tribunal mismo quien se pone a absolver?

No doy mi consentimiento.

El presidente sacó su reloj.

«Lo siento, pero, ¿qué puedo hacer?», pensó. Luego devolvió las respuestas al jefe del jurado para que las leyese.

Todos los jurados se levantaron, y su jefe, después de haber cargado el peso del cuerpo, ora sobre un pie, ora sobre otro, leyó las preguntas y las respuestas. Ninguno de los funcionarios: el escribano, los abogados y hasta el fiscal, pudo ocultar su asombro.

Únicamente los detenidos, que no comprendían el sentido de las respuestas, permanecían inmóviles en su banquillo. Luego todo el mundo volvió a sentarse y el presidente preguntó al fiscal qué penas proponía contra los acusados.

Este, encantado por el inesperado éxito de su requisitoria contra Maslova, éxito que atribuyó a su elocuencia, consultó un volumen, se levantó y dijo:

-Pido, para Simón Kartinkin, la aplicación del, artículo 1.452 y del 4.º párrafo del artículo 1.453; para Eufemia Botchkova, la aplicación del artículo 1.659; y para Catalina Maslova, la aplicación del artículo 1.454.

Todos estos artículos enunciaban las penas más severas, -El tribunal va a retirarse para deliberar sobre la aplicación de la pena -dijo el presidente, levantándose.

Todos se levantaron después de él y, con el sentimiento de haber cumplido una obra buena, salieron y se dispersaron por la sala.

-Pues bien, padrecito, hemos metido la pata dijo Peter Guerassimovitch acercándose a Nejludov, a quien el jefe del jurado daba algunas explicaciones -, He aquí que hemos despachado a la desgraciada a trabajos forzados.

-¿Cómo? ¿Qué dice usted? -exclamó Nejludov, sin darse cuenta, esta vez, de la chocante familiaridad del profesor.

-Sin duda alguna -respondió éste -. Se nos olvidó añadir en nuestras respuestas... «Culpable, pero sin intención de causar la muerte.» El escribano acaba de decirme que el fiscal pide contra ella quince años de trabajos forzados.

-Pues todos estuvimos de acuerdo- dijo el jefe del jurado.

Peter Guerassimovitch protestó, declarando que era evidente que, puesto que Maslova no había cogido el dinero, no podía haber tenido la intención de causar la muerte.

-Pero -replicaba el jefe del jurado para justificarse- yo releí las respuestas antes de que entráramos en la sala.

-No tuve más remedio que salir unos momentos durante esa lectura -dijo Peter Guerassimovitch, quien se dirigió luego a Nejludov -:Pero usted, ¿cómo ha podido dejar pasar eso?

-No me di cuenta de nada -dijo Nejludov.

-¡Vaya, usted no ha visto nada!

-Pero se puede reparar el error -dijo Nejludov, -No, ahora ya todo está acabado,

Nejludov dirigió los ojos hacia los detenidos, Mientras se decidía el destino de éstos, ellos continuaban sentados e inmóviles entre la reja de madera y los guardias, Maslova sonreía, Entonces, un mal pensamiento se deslizó en el alma de Nejludov. Cuando hacía unos momentos preveía la absolución y la puesta en libertad de Maslova, se había inquietado por el modo con que tendría que conducirse respecto a ella. Ahora, la deportación a Siberia iba a suprimir tajantemente la posibilidad de reanudar las relaciones. El pájaro herido iba a dejar pronto de debatirse en el morral y de evocar el recuerdo.

Resurrección

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