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XXV

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Su conversación con el presidente y el contacto con el aire fresco del exterior habían calmado un poco a Nejludov. Atribuyó en gran parte a la fatiga la extraña emoción que acababa de experimentar y que habían exagerado las circunstancias anormales en que se encontraba desde por la mañana.

«Desde luego- pensó -, he aquí un encuentro asombroso y extraño. Mi deber es suavizar lo antes posible la suerte de esa infortunada. Por tanto, ahora mismo voy a enterarme de la dirección de Fanarin, o de Nikichin.»

Se trataba de dos abogados famosos cuyos nombres le acudieron a la memoria.

Deshizo el camino andado, volvió a entrar en el Palacio de Justicia, se quitó el abrigo y subió la escalera. En el primer corredor encontró a Fanarin y lo abordó diciéndole que tenía que hablar con él. El abogado, que lo conocía de vista y de nombre, se apresuró a dispensarle una buena acogida.

Estoy un poco cansado; pero si no es cosa de mucho tiempo, cuénteme su asunto. Pasemos por aquí.

Hizo pasar a Nejludov a una sala, sin duda el despacho de algún juez, donde se sentaron cerca de la mesa.

-Bueno, ¿de qué se trata?

Ante todo -dijo Nejludov -, debo rogarle que no diga a nadie la participación que tomo en el asunto del que quiero hablarle.

Naturalmente, ni que decir tiene. ¿Y bien...?

Soy jurado , y hoy hemos condenado a trabajos forzados a una mujer que no es culpable. Eso me atormenta.

A pesar suyo, enrojeció y se turbó. Fanarin lanzó sobre él una rápida mirada, bajó los ojos y escuchó.

-Dígame -instó.

-Hemos condenado a una inocente. Quisiera que se presentara recurso contra la sentencia, llevando el juicio a una jurisdicción superior.

-Al Senado- precisó el abogado.

Y he venido a pedirle a usted que se encargue de este asunto.

Nejludov tenía prisa sobre todo de zanjar un punto delicado, y añadió ruborizándose:

-Sus honorarios y todos los gastos, por considerables que sean, corren de mi cuenta.

-Sí, sí, no discutiremos sobre eso -replicó el abogado, sonriendo complacidamente al ver la inexperiencia de Nejludov -. Bueno, ¿en qué consiste ese asunto?

Nejludov sé lo resumió brevemente.

-Muy bien. Mañana mismo pediré los autos y los examinaré , y pasado mañana... No, más bien el jueves... El jueves, pues, si usted quiere venir a mi casa a eso de las seis de la tarde, le daré una respuesta. Estamos de acuerdo, ¿no es así? Tengo todavía varias cosas que hacer en el Palacio antes de volver a casa.

Nejludov se despidió de él y abandonó el Palacio de Justicia.

Aquella nueva conversación había aumentado su calma; se estimaba dichoso por haber emprendido ya algunas medidas en defensa de Maslova. Gozaba del hermoso tiempo y aspiraba deliciosamente los efluvio primaverales. Conductores de coches de punto parados delante de él le ofrecían sus servicios, pero él prefería caminar. Todo un enjambre de pensamientos y recuerdos relativos a Katucha y a su conducta para con ella ocupaban su mente , y se sintió lleno de tristeza. «N- se dijo-, ya pensaré en eso más tarde. Ahora tengo que distraerme de tantas impresiones penosas.»

Recordó la cena de los Kortchaguin y consultó su reloj. No era tan tarde que no pudiese llegar para cenar. Las campanas de un tranvía resonaron detrás de él; echó a correr, llegó al vehículo y subió. Descendió más lejos, en la plaza, escogió un coche bien enjaezado y, diez minutos después, se vio ante la escalinata de la gran casa de los Kortchaguin.

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