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XXVII

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La princesa Sofía Vassilievna acababa de terminar su cena, muy delicada pero muy reconfortante y que ella siempre tomaba sola, por temor a que la vieran en aquella ocupación poco poética. El café lo servían sobre un velador cerca de su canapé, y ella fumaba cigarrillos. Era morena, delgada y larguirucha, con largos dientes y grandes ojos negros, y se esforzaba en darse aún aires de jovencita.

Se chismorreaba sobre sus relaciones con su médico. Nejludov, hasta entonces no interesado por aquellas hablillas, no tuvo más remedio que acordarse de ellas al entrar en la habitación, cuando distinguió, sentado muy cerca del canapé, al médico de barba untada de brillantina y elegantemente recortada. Al verlo, experimentó una impresión de desagrado.

En una butaca blanda y baja estaba sentado Kolossov, agitando con su cuchara el azúcar de su café, cerca de un vasito de licor colocado en el velador.

Missy, habiendo entrado en la habitación con Nejludov, no permaneció más que un instante.

-Cuando mamá se canse y los despida, vendrán ustedes a verme, ¿no es así? -dijo ella a Kolossov ya Nejludov, con un tono como si nada anormal hubiese ocurrido entre ella y este último.

Salió de la habitación alegremente y con un paso deslizante sobre la blanda alfombra.

-Hola, ¿cómo está usted, querido amigo? Siéntese y cuente -dijo la princesa Sofía Vassilievna, con la sonrisa afectada y que quería parecer natural de su boca surtida de hermosos y largos dientes muy bien imitados -. Ha vuelto usted de la Audiencia, decían estos señores, de muy mal humor. ¡Tales sesiones deben resultar tan penosas para hombres de corazón...! -añadió ella en francés.

-Sí, es verdad -replicó Nejludov -. Allí uno siente muy a menudo su... uno siente, quiero decir, que no tiene derecho a juzgar...

-Comme c'est vrai! -exclamó la princesa, fingiéndose impresionada por lo acertado de aquella reflexión; porque poseía el arte de adular siempre a sus interlocutores.

-Bueno, ¿cómo va su cuadro? -continuó -. Me interesa enormemente. Si no fuera por mi debilidad, hace ya mucho que habría ido a verlo a su casa.

-Lo he abandonado por completo -respondió secamente Nejludov, asqueado por la falsedad de aquellas adulaciones, tan visible, aquella noche, como por el disimulo de la vejez. Y, a pesar de sus esfuerzos, ya no podía ser amable.

-¡Qué lástima! ¿Sabe usted que el mismo Repin me ha afirmado que nuestro amigo tiene un gran talento? -dijo ella, volviéndose hacia Kolossov.

«¿Cómo no le da vergüenza mentir de esa manera?», pensaba Nejludov, indignado.

Sin embargo, dándose cuenta de que Nejludov no estaba verdaderamente en forma y que una conversación agradable con él era imposible, Sofía Vassilievna se volvió hacia Kolossov y le pidió su opinión sobre un nuevo drama que se acababa de representar; eso con un tono que hacía prever la aceptación, como de un oráculo, de la opinión que él emitiera: Kolossov se mostró muy duro en su juicio y aprovechó la ocasión para exponer sus teorías sobre el arte. Como siempre, la princesa se mostraba impresionada por lo acertado de los comentarios de su amigo y no se arriesgaba a defender al autor del drama más que para capitular al instante o encontrar un término medio. Nejludov miraba y escuchaba, pero veía y oía otra cosa.

Escuchando ora a Sofía Vassilievna, ora a Kolossov, comprobaba que ninguno de los dos tenía el menor interés por el drama, como no lo tenían el uno por el otro, y que el solo objeto de su conversación era satisfacer una necesidad física: activar la digestión por la agitación muscular de la lengua y de la garganta. Comprobaba además que Kolossov, habiendo bebido aguardiente, vino y licores, estaba un poco ebrio; no con esa embriaguez de los mujiks que beben de cuando en cuando, sino con la de la gente que está acostumbrada a beber. No titubeaba y no decía estupideces, pero su estado de excitación y de contento de sí mismo era anormal. Además, Nejludov se daba cuenta de que en lo más animado de la conversación, la princesa, inquieta, no apartaba los ojos de la ventana, por la que se deslizaba un oblicuo rayo de sol capaz de alumbrar demasiado crudamente su propio ocaso.

-¡Qué verdad es eso! -respondió ella a un comentario de Kolossov, al mismo tiempo que apretaba el botón de un timbre eléctrico.

En aquel momento, sin decir nada, como familiar de la casa, el médico se levantó y salió , y Sofía Vassilievna lo siguió con los ojos, sin interrumpir la conversación.

-¡Felipe! Tenga usted la bondad de bajar esa cortina -dijo al guapo lacayo que había entrado a la llamada de! timbre -. No; por mucho que usted diga, hay algo místico; y no existe poesía sin misticismo -continuó, dirigiéndose a Kolossov, mientras uno de sus negros ojos espiaba con mal humor los movimientos del lacayo, ocupado en bajar la cortina -. Sin poesía, el misticismo es superstición; y la poesía sin misticismo es prosa -prosiguió ella con una sonrisa contrita y el ojo clavado en el lacayo -. Pero, no, Felipe! No es esa cortina. Es la de la ventana grande -dijo al fin con un aire de sufrimiento y como si hubiese quedado agotada por el esfuerzo que le habían costado tantas palabras.

Para calmarse, se llevó a la boca, con su mano cargada de sortijas, el perfumado cigarrillo.

Silencioso y sumiso, caminando ligeramente sobre la alfombra, con sus piernas musculosas y sus pantorrillas salientes, el guapo lacayo se acercó a la otra ventana y, mirando a la princesa, se puso a bajar cuidadosamente la cortina, a fin de que ni el menor rayo pudiese caer sobre ella. Pero tampoco esta vez estaba haciendo lo que quería Sofía Vassilievna, quien de nuevo tuvo que interrumpir su disertación sobre el misticismo para aleccionar al implacable y torpe Felipe que tanto la fatigaba. Por un momento, un relámpago pasó por los ojos de lacayo.

«El pobre debe de estarse diciendo: ¿qué diablos es lo que quieres en definitiva?», pensó Nejludov ante aquella escena.

El guapo y robusto Felipe reprimió inmediatamente su movimiento de impaciencia y se puso a ejecutar las órdenes de la indolente, débil y sofisticada princesa.

-Desde luego, hay mucho de verdad en la doctrina de Darwin, pero a veces va demasiado lejos -continuó Kolossov, agitándose en su butaca y mirando a la princesa con ojos soñolientos.

-Y usted, ¿cree usted en la herencia? -preguntó a Nejludov, cuyo silencio la tenía desazonada.

-¿La herencia? No, no creo en ella- respondió sin desprenderse de las visiones extrañas que obsesionaban su imaginación.

Se figuraba posando como modelo, al lado del robusto y guapo Felipe, a Kolossov desnudo, con su vientre en forma de calabaza, su cabeza calva y sus brazos esqueléticos, caídos como cuerdas. Y, vagamente también, entrevió los hombros de Sofía Vassilievna, recubiertos ahora de seda y de terciopelo, tal como debían de ser. Pero esa imagen resultaba realmente demasiado repugnante, y la rechazó.

Sofía Vassilievna se quedó mirándolo con fijeza.

-Pero -dijo ella -me olvido de que Missy le está esperando. Vaya a reunirse con ella; creo que tiene intención de interpretarle un trozo de Grieg. Es muy interesante.

«¡No tiene que interpretarme nada! ¿A qué vienen todas estas mentiras?», pensó Nejludov, levantándose y estrechando la mano transparente, huesuda y cargada de anillos de Sofía Vassilievna.

En el salón se encontró con Catalina Alexeievna, quien lo detuvo al pasar.

-Lo cierto es -le dijo ella en francés, siguiendo su costumbre -que las funciones de jurado, ya lo veo, le deprimen a usted un poco.

-Sí, excúseme. Esta noche no me siento en forma, y no tengo derecho a imponer mi malhumor a los demás -respondió Nejludov.

¿Y por qué no está usted en forma?

-Eso, permítame que no se lo diga- replicó él, buscando su sombrero.

-¿Se olvida usted, pues, de que nos dijo que había que decir siempre la verdad y que incluso se aprovechó de eso para decirnos a todos verdades crueles? ¿Por qué hoy no quiere usted decir la verdad? ¿Te acuerdas, Missy? -añadió Catalina Alexeievna, volviéndose hacia la joven, que acababa de entrar.

-Es que entonces era un juego - respondió gravemente Nejludov -.El juego permite esas cosas. Pero en la vida real, somos tan malos... o yo soy tan malo..., que no me es posible pensar en decir la verdad.

-No se retenga usted. Diga más bien que todos somos malos -replicó alegremente la madura muchacha, sin fijarse en la gravedad de Nejludov.

-No hay nada peor que decirse que no se está en forma- interrumpió Missy -.Por mi parte, nunca me lo confieso a mí misma; por eso siempre estoy en forma. Vamos, sígame, vamos a tratar de disipar su mauvaise humeur.

Nejludov experimentó el sentimiento que deben de experimentar los caballos en el momento de ser embridados y enjaezados. Nunca hasta entonces había experimentado tanto miedo a dejarse enjaezar. Se excusó diciendo que tenía necesidad de volver a su casa, y se preparó a despedirse. Missy le retuvo la mano más tiempo que de costumbre.

Recuerde que lo que es grave para usted lo es al mismo tiempo para sus amigos -dijo ella -.¿Vendrá usted mañana?

-No lo creo- respondió Nejludov, y sintiendo que el rubor le subía al rostro, se apresuró a salir.

-¿Qué significa todo esto? Comme cela m’intrigue! -dijo Catalina Alexeievna cuando él hubo abandonado el salón -. Es preciso que me entere. Quelque affaire d'amour-propre. Il est tres susceptible, notre cher Mitia!

«Plutôt une affaire d'amour sale», pensó Missy, pero sin decirlo. Miraba delante de ella con aire sombrío, muy distinto del que tenía en presencia de Nejludov. Sin embargo, ni siquiera delante de Catalina Alexeievna se habría atrevido a formular aquel juego de palabras de mal gusto, y se limitó a decir:

-Todos tenemos nuestros días buenos y nuestros días malos.

«¿También se escapará éste? -pensó Missy -.Estaría muy mal por su parte, después de todo lo que ha pasado.»

Si le hubiesen preguntado a Missy lo que quería decir con aquellas palabras «todo lo que ha pasado», no habría podido alegar nada preciso. Tenía, sin embargo, una impresión absolutamente clara de las esperanzas despertadas en ella por Nejludov y casi una promesa de casamiento. Desde luego, ninguna palabra precisa los había ligado, pero miradas, sonrisas, alusiones y silencios bastaban, a juicio de ella, para que lo considerase como si le perteneciese. Por eso el pensamiento de perderlo le resultaban tan penoso.

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