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XXI

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Después del examen por los jurados de las piezas de convicción, el presidente declaró cerrada la instrucción judicial; y, sin interrupción, deseando además terminar cuanto antes la vista, concedió la palabra al fiscal, esperando que éste, siendo hombre, también tendría deseos de fumar y de comer y que se apiadaría de la concurrencia. Pero el fiscal interino no tuvo más piedad de él mismo que los demás. Tonto por naturaleza, tenía además la desgracia de haber salido del instituto con una medalla de oro y, luego, en la universidad, de haber ganado un premio por su tesis sobre las servidumbres en derecho romano; por lo que era vanidoso en el más alto grado y estaba infatuado de su persona, a lo que habían contribuido además sus éxitos con las damas; y, como consecuencia, su estupidez natural era gigantesca. Cuando el presidente le concedió la palabra, se levantó majestuosamente, haciendo resaltar, en su uniforme bordado, sus elegantes formas; puso las manos sobre el pupitre y, con la cabeza inclinada, paseando una amplia mirada por la concurrencia, exceptuando a los detenidos, empezó:

-El asunto que se les somete, señores del jurado, constituye, si puedo expresarme así, un hecho de criminalidad esencialmente característica.

Tal fue el comienzo de su discurso, preparado durante la lectura de los procesos verbales.

En su opinión, su requisitoria debía tener un alcance social y semejarse así a los famosos discursos que habían servido de base a la gloria de los grandes abogados. Su auditorio, a decir verdad, no estaba formado aquel día más que por tres mujeres: una costurera, una cocinera, luego la hermana de Simón y, por fin, un cochero; pero esta consideración no podía detenerlo. Las celebridades del foro habían empezado de la misma manera. El principio que él profesaba consistía en estar siempre a la altura de su situación, es decir, penetrar hasta lo más profundo de la psicología del crimen y poner al desnudo las llagas de la sociedad.

Ven ante ustedes, señores del jurado, un crimen absolutamente característico, por decirlo así, de nuestro fin de siglo y que lleva en él, si me atrevo a decirlo, los rasgos específicos de ese proceso especial de descomposición moral que afecta en nuestros días a los numerosos elementos de nuestra sociedad y que se encuentra particularmente iluminado, por decido así, por las ardientes irradiaciones de este proceso...

Habló así mucho tiempo, buscando, por un lado, acordarse de la agrupación de las frases que había preparado y, por otra parte y sobre todo, no detenerse un solo minuto, para que su discurso fluyese sin interrupción por lo menos durante una hora y cuarto. Una vez, sin embargo, perdió el hilo de su argumentación, y, durante bastante tiempo, tragó saliva; pero recuperó su impulso y hasta consiguió, con un torrente de elocuencia exacerbada, redimir su fallo pasajero. Ora hablaba con una voz blanda e insinuante, balanceándose sobre uno u otro pie y mirando fijamente a los jurados, ora con un tono calmoso y solemne, consultando sus papeles; o bien con una voz atronadora y exaltada, volviéndose hacia el público y el jurado. Pero no se dignó honrar con una sola mirada a los acusados, cuyos ojos estaban fijos en él. Su requisitoria hormigueaba de fórmulas nuevas, de moda en su mundo, reputadas entonces, y todavía hoy, como el último grito de la ciencia. Hablaba de herencia, de criminalidad nata, de Lombroso, de Tarde, de evolución, de lucha por la vida, de hipnotismo y de sugestión, de Charcot y de decadentismo.

Según su definición, el comerciante Smlelkov era el prototipo del ruso poderoso y natural que, con su naturaleza amplia, confiada y generosa, se había convertido en la presa de seres profundamente depravados en cuyo poder había caído.

Simón Kartinkin, producto atávico de la antigua servidumbre, era el hombre incompleto, ignorante, desprovisto de principios e incluso de religión. Su amante, Eufemia, era una víctima de la herencia: su aspecto físico y su carácter moral estigmatizaban bastante su degeneración. Pero el motor principal del crimen era Maslova, fruto podrido hasta el corazón de la decadencia social contemporánea.

- Esa criatura- proseguía él, siempre sin mirarla -, privilegiada entre sus cómplices, fue llamada a los beneficios de la instrucción. Acabamos de oír hace un rato la declaración de su patrona: nos hemos enterado no solamente de que la acusada sabe leer y escribir, sino de que sabe francés. Huérfana, llevando sin duda en ella el germen del crimen, criada en el seno de una familia noble e instruida, habría podido vivir de un trabajo honorable; pero abandonó a sus bienhechores para entregarse sin freno a sus instintos perversos; y, para satisfacerlos mejor, entró en una casa de tolerancia, donde se distinguía de sus compañeras gracias a su instrucción y, sobre todo, como ustedes mismos acaban de oírlo afirmar, señores del jurado, por boca de su misma patrona, gracias a su, poder misterioso sobre los clientes, poder estudiado en estos últimos tiempos por la ciencia, por la escuela de Charcot sobre todo, y conocido con el nombre de sugestión , y este poder lo ejerció ella sobre el honrado e ingenuo gigante ruso caído entre sus manos; abusó de su confianza para despojarlo primero de su dinero y, después, de su vida.

-.Caramba, lleva un poco lejos sus comparaciones! —dijo sonriendo el presidente, quien se inclinó hacia el juez severo.

-¡Un terrible imbécil! -respondió este último.

-Señores jurados -proseguía mientras tanto el fiscal, con un movimiento nervioso de su fino talle -, la suerte de estas gentes está ahora en manos de ustedes; y también, en parte, la suerte de la sociedad, que depende de la forma como ustedes juzguen. No dudo de que calarán el sentido fundamental de este crimen; de que se convencerán del peligro que hacen correr a la sociedad estos fenómenos patológicos, estas individualidades como la de Maslova; y ustedes preservarán a la sociedad de su contagio; ustedes salvarán a los elementos sanos y robustos de esta contaminación que engendra la muerte.

Y como aplastado él mismo por la importancia social del veredicto que habría de dictarse, encantadísimo con su discurso, el fiscal se dejó caer sobre su asiento.

El sentido de su requisitoria, despojado de las flores de elocuencia, consistía en sostener que Maslova había hipnotizado al comerciante; que había monopolizado su confianza y que, una vez llegada, provista de la llave, a la habitación del hotel, para buscar allí una parte del dinero, había querido apoderarse de todo; pero que, sorprendida por Eufemia y Simón, había tenido que repartir con ellos. Luego, para borrar las huellas de su latrocinio, había obligado al comerciante a volver con ella al hotel, y allí lo había envenenado.

Terminada la requisitoria, se vio como en el banco de los abogados se levantaba un hombrecito de edad madura, con levita y una amplia pechera almidonada, que inició inmediatamente un discurso para defender a Kartinkin ya Botchkova. Este abogado había recibido de ellos 300 rublos por su defensa, y, para hacerlos parecer inocentes, no descuidó nada en lo que se refería a echar todas las culpas sobre Maslova.

Refutó primeramente la afirmación de esta última de que había requerido la presencia de Botchkova y de Kartinkin en la habitación cuando ella cogió el dinero. Esta afirmación, declaraba el abogado, no podía tener ningún valor por cuanto emanaba de una persona convicta de envenenamiento. Los 2.500 rublos ingresados en el Banco por Simón podían ser perfectamente el producto de las ganancias de dos criados laboriosos y probos, que recibían cada día de los clientes de tres a cinco rublos de propina. Pero el dinero del comerciante lo había robado, sin duda, Maslova, quien se lo había dado a alguien o lo había perdido, ya que el sumario demostraba que aquella noche ella se había hallado en un estado anormal. En cuanto al envenenamiento, ella sola lo había cometido.

Consiguientemente, el abogado rogaba a los jurados que declarasen inocente a Kartinkin y a Botchkova del robo del dinero; añadía que en cualquier caso, si los jurados los reconocían culpables de robo, les rogaba que descartasen la participación en el envenenamiento y la premeditación.

Para concluir y fastidiar al fiscal, el abogado hizo notar que «las consideraciones brillantes del señor fiscal sobre la herencia», a pesar de su importancia desde el punto de vista científico, no eran de tener en cuenta, ya que Botchkova había nacido de padre y madre desconocidos.

Con expresión de enfado, el fiscal garrapateó rápidamente algo en un papel y se encogió desdeñosamente de hombros.

El defensor de Maslova se levantó a continuación y, tímidamente, vacilante, expuso su defensa.

Sin negar la participación de Maslova en el robo del dinero, insistió en desmentir que ésta tuviera intención de envenenar a Smielkov, arguyendo que no le había dado los polvos más que para dormirlo. Ensayó a su vez hacer una muestra de elocuencia, exponiendo el modo como su cliente había sido arrastrada al vicio por un seductor que quedó sin castigo y que, en cambio, todo el peso de la falta había recaído sobre ella. Pero esta incursión en el dominio de la psicología no tuvo ningún éxito; todos comprendieron que el efecto había fallado y experimentaron una especie de malestar. En el momento en que el defensor insistía con torpeza sobre la crueldad de los hombres y la debilidad de la mujer, el presidente, para sacarlo de apuros, lo invitó a no apartarse de la discusión de los hechos.

Después del abogado se levantó de nuevo el fiscal. Tenía que defender contra el primer abogado su teoría de la herencia y demostrar que aunque Botchkova fuese hija de padres desconocidos, no resultaba de ello una disminución del valor científico de sus argumentos. Porque esta ley de la herencia, está tan sólidamente establecida por la ciencia, que no solo se puede deducir el crimen de la herencia, sino también la herencia del crimen. En cuanto a la suposición emitida por el otro defensor, según el cual Maslova habría sido pervertida por un seductor imaginario (el fiscal recalcó con ironía especial esta palabra «imaginario»), todo llevaba más bien a creer que la acusada, por el contrario, había sido siempre la seductora de las víctimas caídas entre sus manos. Después de exponer esto, volvió a sentarse con aire triunfal.

El presidente preguntó entonces a los detenidos qué tenían que añadir en su propia defensa.

Eufemia Botchkova reiteró por última vez que no sabía nada ni había participado en nada y afirmó con energía que Maslova era culpable de todo.

Simón se limitó a repetir:

-Será lo que ustedes quieran, pero yo soy inocente.

Maslova no dijo nada. Habiéndole preguntado el presidente si tenía que añadir algo en su defensa se limitó a alzar los ojos sobre él, y luego, como un animal acorralado, los paseó por toda la sala, los bajó por fin y estalló en sollozos.

-¿Qué tiene usted? -preguntó el comerciante a su vecino Nejludov, quien acababa de emitir bruscamente un sonido extraño, como un sollozo reprimido.

Pero Nejludov seguía sin darse cuenta de su nueva situación, y atribuyó a la tensión de sus nervios tanto aquel sollozo imprevisto como las lágrimas que inundaban sus ojos. Se puso sus lentes para ocultarlas, luego sacó el pañuelo y se sonó.

El temor al oprobio en que incurriría si todas las personas presentes en el tribunal se enterasen de su conducta para con Maslova le impedía tener conciencia del trabajo interior que se operaba en él. Y este temor era, desde el principio, más potente que todo lo demás.

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