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PROLOGO

El autor de este libro me ha pedido que escriba unas líneas que sirvan de prólogo. Seguramente, el doctor Leonardo Glikin ha considerado que yo, por haber escrito y enseñado durante años el Derecho sucesorio, estoy en condiciones de presentar —si ésa es la función del prologuista— una obra como la que él ha concebido bajo el sugestivo título Pensar la herencia.

Pero no sé si la elección ha sido acertada. Es cierto que el Derecho sucesorio ha ocupado buena parte de mi vida académica y de mi ir y venir por los temas jurídicos. Sin embargo, es también cierto que desde el quehacer académico, preponderantemente dogmático, no se “piensa la herencia” como lo propone Glikin. La herencia, en Derecho estricto, pertenece a las categorías —casi un “nóumeno” kantiano— que se piensan en términos de relaciones jurídicas cuyo presupuesto es la muerte de una persona. Pero de la muerte como tal, nada se piensa. Lo que interesa es la subsistencia de las relaciones jurídicas que encaraba el fallecido o la creación de nuevas relaciones que trascienden la muerte. Una idea de continuidad ante la ruptura radical: “a rey muerto, rey puesto”.

En cambio, en este libro se nos propone meditar, a cada cual, sobre la propia muerte como asunto del “más acá”. Es un llamado de atención a quienes, sabiéndonos mortales —¿quién no sabe racionalmente que un día ha de morir?— transitamos este mundo como si fuésemos inmortales. Y esto nos cuesta. Hasta es posible que nos duela. Nos resistimos a programar las cosas para el día en que la muerte nos lleve de este mundo.

Existe, probablemente, un prejuicio generalizado: hablar de la muerte —y se habla de ella cuando se testa o cuando se hace donación de órganos— es como atraerla. Como una provocación a la fatalidad o a la desgracia. En verdad, como decía Levinás, “la muerte es partida, deceso, negatividad cuyo destino se desconoce […] viaje sin regreso, pregunta sin datos, puro signo de interrogación”. (1)

Ambigüedad y enigma. Sabemos que ha de llegar pero —pretendemos nunca llegará hoy, lo cual es un modo de negarla, un “todavía no”. Porque la relación con el infinito, ya sin tiempo, es una cuestión insostenible, irrepresentable, sin concreción que permita comprender la sincronización de lo sucesivo.

He aquí, no obstante, que el hombre asume a su modo la muerte y proyecta su ausencia trascendente. De esto, precisamente, se ocupa este libro. Solemos angustiarnos ante las contingencias que deberán enfrentar quienes nos sobreviven sin nuestra ayuda o nuestro apoyo. Nos preguntamos acerca de qué protección podemos asegurar a los que, en este mundo, la necesitan de nosotros. Es cierto que, muchas veces, obramos con el mismo sentido de omnipotencia que la fantasía de la inmortalidad proyecta a nuestros actos y pretendemos acotar la libertad de otros. Esto suele ser motivo de pleitos. Pero también el presagio de nuestra muerte nos motiva, con amor y aun con dolor, a amparar y sostener a quienes nos sobrevivirán en un tiempo que ya no será el nuestro.

Decía un gran jurista, don Eduardo Couture, que la idea de la muerte es, junto a su necesidad, una idea de responsabilidad. “El místico ve en la muerte la instancia de su aproximación a la presencia de Dios. El escéptico ve en la muerte el paso a la indiferencia, al no ser. Yo veo en la muerte —concluía Couture— la última responsabilidad de la vida, la última oportunidad para hacer el bien. En ello hay algo de mística, de escepticismo y de heroísmo”. (2)

La intuición es, digo así, magníficamente sobrecogedora. Por eso, nos exige las meditaciones que suscita este libro que, con amenidad y llaneza, intenta desmitificar en lo posible los tabúes. Así, no sólo enseña sino que también orienta. Desde luego que nadie desea morir, pero debemos asumir que, como sugirió un pensador, “querer que las leyes necesarias sean diferentes de lo que son es ser presa de un deseo irracional”. (3)

Un libro que habla de la muerte —que no es morir— es, posiblemente, un espacio para la reconciliación entre el Ser y el Tiempo de Heidegger, que, paradojalmente, reconforta.

Eduardo A. Zannoni.

Profesor Titular de Derecho Civil en la Universidad de Buenos Aires.

Pensar la herencia

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