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Prólogo

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Carlos Thiebaut*

* Catedrático de filosofía de la Universidad Carlos III (Madrid, España).

Leticia Naranjo nos presenta una detallada reconstrucción de uno de los debates contemporáneos sobre el sujeto moral y político de nuestras sociedades. Es oportuno y necesario este trabajo, pues hemos descubierto que de cómo concibamos a ese sujeto —cómo nos concibamos a nosotros mismos— dependerá en gran medida cómo nos podremos pensar como personas que sufren y actúan en el borroso y demandante entramado de problemas sociales, políticos y culturales que definen el momento que vivimos. O, tal vez mejor, hemos caído en la cuenta de que cuando enfrentamos tales problemas, que podemos declinar con mil matices según sean las sociedades nacionales y los contextos internacionales de nuestras esperanzas y desesperanzas, siempre anida en nuestras capacidades de respuesta una imagen o un concepto de cómo nos pensamos como ciudadanos del espacio público y como personas en la totalidad del espacio social, desde las macroinstituciones, como el Estado, a las microrrealidades de nuestras vidas íntimas. ¿Cómo sabemos qué se espera y esperamos de nosotros, qué se nos reclama y qué se nos requiere, qué fuerzas y qué recursos se han de poner en marcha al debatir, al votar, al establecer y reconstruir los vínculos de nuestras quebradas sociedades, al activar o abroquelar nuestros motivos y nuestras razones para hacer tales cosas? Aunque no pensemos, inmediatamente, qué concepto tenemos de nosotros a cada momento, esa imagen está siempre en el fondo, y aun en la superficie, de las posibles respuestas que podamos dar a tales preguntas.

Tal vez sea una de las tareas de la filosofía el ayudar a poner en evidencia supuestos conceptuales así. Al sujeto —pues es una indagación sobre lo que está detrás, debajo, del entramado de concepciones y motivos de nuestros actos— lo solemos llamar en la filosofía contemporánea el agente, aquel que se hace en y por las acciones que pone en marcha. La capacidad de agencia se puede, no obstante, entender de diversas maneras. Leticia Naranjo nos invita a una reconstrucción de esa capacidad, de cómo el sujeto es concebido en un ámbito, el de la filosofía moral y política, de las discusiones contemporáneas, y lo hace proponiéndonos un recorrido desde, por así decirlo, lo más sencillo y medular a lo más complejo, desde cómo se ha pensado al agente como un maximizador de preferencias y elecciones —ese potente marco de comprensión de la acción racional desde el modelo de un preferidor racional que compite con otros en el mercado— a cómo ese actuador se inserta en marcos de valores y significados que se expresan y construyen en el lenguaje que compartimos con la comunidad en la que vivimos. Es este un camino que va desde lo que algunos modelos reductivos y nucleares de la comprensión de la agencia —unos modelos potentemente filosóficos, pero también hegemónicamente dominantes en nuestras sociedades capitalistas mundiales— dan como centro de la condición humana hasta otra concepción alternativa en la que la agencia se descubre construida e inserta en la complejidad no reductible a los parámetros nucleares desde los que se partía. Es un camino, por así decirlo, de lo más delgado y estilizado, a lo más complejo, lo más denso. Es, en el recorrido que nos propone Leticia Naranjo, el camino que va desde la concepción del agente maximizador del filósofo canadiense David Gauthier a la idea del también filósofo canadiense Charles Taylor. Desde el homo oeconomicus, luego sujeto liberal, del primero al evaluador fuerte del segundo. El paso intermedio entre ambos, como veremos en un momento, es Harry Frankfurt.

El argumento del libro es que los límites de los modelos primeros, sucesivamente Gauthier y Frankfurt, requieren y reclaman su superación en el camino hasta llegar a la propuesta tayloriana. Porque —se nos dice— si pensamos nuestros problemas como si pudieran solventarse por la aplicación de un algoritmo, el de la resolución de nuestras preferencias en la competencia del mercado, no solo perdemos lo que es el carácter fundante, moral, de nuestras actuaciones, sino que también se nos escaparán las razones por medio de las cuales nos podemos, y aun nos debemos, pensar como morales. Gauthier se proponía, en La moral por acuerdo, indicar que la moralidad es el resultado de un acuerdo racional, entendiendo este como un resultado de la agregración de preferencias de un preferidor maximizador de sus intereses racionales que llevaría a la preferencia, también racional, por el establecimiento de un marco moral. Es filosóficamente crucial caer en la cuenta cómo en ese planteamiento algunos términos —como el de racionalidad— quedan reducidos a uno solo de sus vectores —la idea de racionalidad como agregación de preferencias— y cómo el marco en el que el proyecto es concebido —un modelo del contrato social, diferente (y es también crucial señalarlo) al de John Rawls— reduce el intento de comprender cognitivamente, es decir, por medio de razones, el orden social normativo, a lo que he llamado la aplicación de un algoritmo. El contrato social de Gauthier no es, a diferencia del de Rawls, una reconstrucción de un proceso de argumentación reflexiva de los ciudadanos habitantes de las sociedades complejas, un ejercicio de reconstrucción de lo que Arendt recuperó como la capacidad de juicio, tan quebrada, si no ausente, en momentos de oscuridad, sino que es más bien, y solamente, una modelización de lo que de motivador, evaluador y justificador tienen nuestras capacidades morales. Y es, sostiene Leticia Naranjo, una modelización imperfecta a la que algo crucial se le escapa. Qué es lo que se le escapa —o mejor, los límites de todo el modelo y todo el esfuerzo— es lo que la primera parte del libro reconstruye. El agente de Gauthier es, como el Robinson Crusoe de la novela, un ser cuya comprensión del mundo, y sobre todo la comprensión de los otros, queda reducida a las piedras de su propia arquitectura. La moral, como una restricción de preferencias —que es a lo que ese modelo puede llegar, como mucho—, no puede explicar lo que de descubrimiento, de compromiso constructor del sujeto, de interpelación tiene la vida moral misma. Lo normativo de la moralidad queda reducido a una constricción de las interacciones que se conciben, a su vez, como actuaciones de preferencias.

Tal vez en cualquier reconstrucción filosófica hayamos de partir de conceptos o intuiciones simples, unitarias. El debate filosófico no solo se centra, como gustaba hacer Sócrates, en mostrar los límites de la coherencia de nuestras deliberaciones, sino, sobre todo, en mostrar —como también hacía el maestro—los límites de lo que adoptamos como intuiciones de partida. Por mucho que el mundo social nos dé como incuestionable la imagen del maximizador de preferencias en el mercado —en la vida cotidiana y en el inmenso matalotaje de las políticas sistémicas de las financias o del poder—, sería tarea de la filosofía mostrar qué se le escapa a esa imagen, cómo queda mal comprendida, por reducida, que no estilizada, la capacidad humana que hemos llamado agencia. No es solo —a lo que se llegará— que no debemos pensar el mundo en esos términos, sino también, y, de entrada, que pensarlo así es de hecho reductor, simplificador, con respecto a lo que de hecho hacemos. Podemos, como decía, mostrar cómo el modelo es inconsistente; podemos, por ejemplo, como hace detalladamente Leticia Naranjo, mostrar los saltos y quiebras argumentales de Gauthier para transitar desde el homo oeconomicus al ciudadano liberal (sobre esto retorno al final). Pero, sobre todo, hemos de cuestionar la base misma del modelo, sus piedras fundantes, al dudar que esa manera de pensarnos como agentes sea realmente la que practicamos en nuestra vida; podemos y debemos dudar de que ese concepto de razón sea nuestro concepto de razón, por imperfecto que este nos sea.

Y entra en el debate la segunda voz, potente, de Harry Frankfurt que Leticia Naranjo nos propone. Frankfurt es importante en la filosofía moral contemporánea por su aclaración de las formas complejas que adopta la voluntad humana y sobre la crítica y el debate en los que nos sumergimos cuando evaluamos nuestros deseos. Hablar de deseos ya no es hablar de preferencias que maximizamos, sino que se nos abre la posibilidad de pensar que cuando deseamos algo nos podemos, también, cuestionar sobre nuestros fines y nuestras motivaciones. Es importante este proceso reflexivo del análisis de los motivos de las acciones. En primer lugar, porque no da como un punto de partida incuestionable las preferencias de partida que de hecho podamos tener (nuestros fines, mediatos e inmediatos, nuestros deseos), sino que muestra que la capacidad de fijarnos objetivos, fines, propósitos, está inserta en una trama compleja, abierta a revisiones y actualizaciones, a correcciones. Es oportuno recordar cómo Rawls pensaba la racionalidad —que deberá ser a su vez pensada como constreñida y enmarcada por la razonabilidad de la cooperación justa con otros, y, por ende, como limitada por ella— como la capacidad de fijarnos fines y proyectos, y como la capacidad de revisarlos. Ser racionales es, pues, poder ser reflexivos con respecto a nuestros fines y proyectos, algo que se las tiene mal con los modelos agregacionales o algorítmicos de los preferidores racionales de los que veníamos hablando en párrafos anteriores, aunque sabemos que es de hecho como los humanos solemos comportarnos —al menos cuando no somos zelotes o empecinados en una única idea o convicción—. Pero la reflexividad de nuestros recursos motivacionales también es importante porque, en segundo lugar, muestra que están ligados a la capacidad que tenemos los humanos para identificarnos con aquellos deseos que demos en pensar como más determinantes para nosotros, con lo que es importante para nosotros. Por limitada que pueda ser, la libertad tiene que ver con esta identificación con lo que tomemos como central en nuestras vidas, o, dicho en la jerga de Frankfurt, con lo que nos importa, con aquello de que nos cuidemos especialmente, o, como acaba diciendo, con aquello que amemos. No solo somos seres reflexivamente deseantes, sino que también, podemos parafrasear, lo somos apasionadamente. Leticia Naranjo hace un magnífico trabajo de reconstrucción de esta capacidad deseante y reflexiva de Frankfurt, así como también de los riesgos a los que esta corrección, por así llamarla, del modelo motivacional de Gauthier nos pudiera llevar. Porque hay algo bellamente turbio en la idea de la motivación apasionada —amor lo llama— de Frankfurt; y es que, como dejaba caer, cabe que nuestra reflexividad deseante caiga víctima del riesgo del zelote que, al cabo, acabe, como las almas bellas, por identificar su acción en el mundo no ya con una convicción, sino con una pura motivación apasionada. Algo parece escapársele así también a Frankfurt. Quizá, como si huyendo de la reducción de la racionalidad al mecanismo de la mera agregación de preferencias, del contractualismo reductivo de Gauthier, hubiésemos oscilado al extremo opuesto de una pasionalidad poshumeana y acabáramos perdiendo la lucidez que la razón humana nos aporta. Pues sabemos, ay, que también la pasión enceguece. Los elementos cognitivos de lo que somos, de lo que queremos, de lo que deseamos, pueden quedar inexplicados en la vinculación apasionada con nuestros fines.

Y es que, quizás, en lo que llevamos andado de este camino algo central, verdaderamente crucial, ha estado ausente. Las dos primeras jornadas del camino han pensado solo en el agente como un sujeto en aislamiento —el agente que magina qué preferencias tiene y cuáles debería tener y el agente que desea y musita sus pasiones—. Pero no está el mundo, y sobre todo no está esa parte central del mundo, de nuestro mundo, que son los otros. Definir la racionalidad requiere definir esa relación fundante que es su socialidad. Lo que llamamos razón es una forma de pensar las relaciones adecuadas con el mundo y los otros. Esta básica intuición —una intuición de raíz hegeliana, pero también kantiana— es la que modula la tercera jornada del camino, la que Leticia Naranjo nos propone de la mano de Charles Taylor. Por coherencia temática con el análisis del sujeto que articula todo el texto y de cuya temática partíamos, se trata ahora de pensar un modelo de agencia humana que sea capaz de recuperar la racionalidad que estuvo en un tris de ser perdida con Frankfurt, pero que retenga, no obstante, su momento de crítica con aquel primer paso de Gauthier. Leticia Naranjo busca en la idea de Taylor de una evaluación fuerte, y no solo una evaluación débil, solo contrastadora de alternativas y preferencias, la forma en la que el sujeto se evalúa a sí mismo, se pondera a sí mismo, se construye reflexivamente a sí mismo a la vez que evalúa, pondera y construye sus fines. La evaluación fuerte —por decirlo en breve, casi apresuradamente— es el más pleno ejercicio del lenguaje, y del lenguaje siempre comunicativo con otros. Quien la practica —y es el ejercicio de una máxima capacidad humana— piensa los motivos de su acción como buscando los bienes últimos con relación a los cuales el sujeto puede, en una cultura y en un momento histórico, articular los motivos y las razones de sus actos. Subrayo: articular razones en el lenguaje con otros. Los motivos son razones, se pueden expresar como razones ante otros, se justifican como razones ante otros. Y llegar a expresar esas razones requiere articulación —y la metáfora, también tan socrática, como nos recuerda el Fedro, apunta a estructuras coherentes y armadas de discurso, de dación de palabras, de motivos, de justificaciones, algo que quizá no esté dado como inicialmente expreso, inmediato, incuestionado—. Necesita ser hecho, puesto en práctica. La capacidad reflexiva de la que nos hablaba Frankfurt es la capacidad practicada y ejercida de poner ante otros, y, por consiguiente, ante uno mismo, esa articulación que va de la mano de la evaluación fuerte de Taylor.

Más cosas se siguen de este paso final del relato de Leticia Naranjo. Se sigue, por ejemplo, y, en primer lugar, que la capacidad de autonomía del agente, su capacidad de no estar sometido a imperativos externos que se le presenten como heterónomos, como dados por otros, requieren, no obstante, el mundo del lenguaje y de las instituciones que siempre están presentes en los materiales con los que ese sujeto se construye evaluando fuertemente. No hay una autonomía por así llamarla, adánica, originaria, fundante, como una voluntad o una razón que fuera causa sui, causa fundante de sí misma. La articulación es articulación, decía en el párrafo anterior, con el mundo de los otros en el lenguaje. Se sigue, también, y, en segundo lugar, que la evaluación fuerte —y el sujeto como evaluador fuerte— es un logro y un proceso. Nunca está dada al comienzo, sino que requiere y reclama el trabajo con los otros en las instituciones del lenguaje —su medio— y de la convivencia. Es este un proceso que cabría llamar civilizatorio, y del que no cabe decir que esté plenamente conseguido. (A pesar del regusto hegeliano de la propuesta de Taylor, no parece que nos lleve al Espíritu Absoluto).

La reflexión sobre el sujeto, sobre el agente, sobre sus motivaciones y sus razones, que ha reconstruido Leticia Naranjo conduce, pues, a una concepción de las tareas y los marcos de las acciones de las personas. Nos abre a la historia y a la política, y no solo a las musitaciones silenciosas de un sujeto en soledad ante sí mismo. Pero es también de la máxima importancia que en esa reflexión no se pierda, no obstante, la capacidad de ese sujeto de sostener su originalidad, su autonomía, su resistencia a las quebraduras del mundo. Si en los tres autores, en las tres jornadas, que se han recorrido hay algo común, y central, es que la capacidad de agencia lo es de un sujeto, de una persona, de un ser que no ha dejado de ser individuo, sino que, por decirlo con el Habermas que reconstruye a George Herbert Mead, se ha constituido como tal individuo por medio de sus socializaciones. Se ha hecho persona por su medio de sus articulaciones.

Hay un cuadro en el Museo del Prado que puede valer para esta reflexión final. Antonio Gisbert pintó en 1887 el Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga. El cuadro, con la retórica heroica de la pintura histórica del siglo antepasado, recoge la idealizada imagen de un injusto ajusticiamiento del liberal radical que fue Torrijos, defensor de la herencia liberal que se oponía a las tiranías del Antiguo Régimen. Mucho podríamos comentar en los países que hemos heredado la pesadez de las tiranías hispanas sobre los motivos y las formas de las resistencias a ellas —también sobre los callejones sin salida a las que esas resistencias han conducido a veces—. Pero me interesa preguntar cuándo ese liberalismo emancipatorio, resistente, rebelde, se trocó en el homo oeconomicus de las preferencias del mercado, qué se hizo de esa fiera búsqueda de autonomía —entonces se nombraba con el término constitucional de las libertades de las personas y los pueblos— y cómo se ha producido esa derrota y ese olvido. La pregunta no es cómo el homo oeconomicus puede, si puede, transformarse en ciudadano liberal, sino cómo el rebelde ciudadano liberal se ha visto reducido al papel de un aseado librecambista. Interesa preguntar, al final del camino, cómo el lugar de la evaluación fuerte al que llegamos, que estaba históricamente ya al comienzo, en la rebelión ilustrada y romántica contra las tiranías, cargada de razones y de apasionamientos, fue aherrojado como si solo fuera un mecanismo de contabilidad del debes y haberes ante el mercado. Interesa saber cómo la autonomía ilustrada y romántica, la médula de la Ilustración y de la Modernidad, quedó arrojada en las playas en las que se fusiló a sus ejercitadores. ¿Quién, y tan malamente, ha relatado esa derrota como si fuera, por el contrario, una victoria de la razón instrumental?

Pero no solo eso. (Y acabo con una nota más sombría). Aquello que, de manera errada mal comprendió la tradición liberal devaluada de lo que hoy llamamos por antonomasia ‘liberalismo’, la capacidad de romper con las ataduras de un mundo que se descubre como heterónomamente soberano y regulador, se ha difuminado y tornado en su reverso. Los últimos trabajos de Taylor apuntan, más bien, a pensar al sujeto moral como aquel que reconoce que es tanto, o más, un sujeto construido como un agente evaluador. Un sujeto que es construido por los marcos de sentido, y fuertemente, por los marcos religiosos, ante los que solo le cabe, ante todo, una suerte de reconocimiento de lo que a ellos le debe. No creo que quepa menospreciar ese acento que, a veces, se acerca al amor fati. Incluso una pensadora muy alejada de los contextos culturales de Taylor, como Judith Butler, no dejará de acentuar en su concepción de la subjetividad performativa, de la sujeción subjetivante, ese aspecto de que somos construidos por los marcos culturales que nos constituyen y que son la base, incluso, para poder pensar nuestras resistencias ante ellos. Pero pareciera, entonces, que la agencia ha perdido su aguijón y se ha convertido, más que nada, en una capacidad de autointerpretación, en el ejercicio de una hermenéutica autoaclaratoria. El liberal, decía, rompe con el Antiguo Régimen, y en él, con las iglesias; este nuevo sujeto transliberal o posliberal retorna a la religión. ¿Es todo ello una reacción ante el error de mal comprender la autonomía que produjo el programa del neoliberalismo económico o es una, otra, derrota de los proyectos emancipatorios? De todo puede haber, pero me temo que las nuevas oscuridades acentúan lo segundo más que lo primero, aunque aquello sea su coartada.

Pero, aunque así fuera, ¿cabría pensar las resistencias y aun las rebeliones con los modelos de agencia que hemos ido dejando atrás en el camino al que Leticia Naranjo nos ha invitado? Ciertamente, no. No podemos renunciar, estimo, ni a la reflexividad en la definición de nuestros fines y de nuestras motivaciones ni al tejido expresivo y constructivo en el que hilvanamos, evaluándolos, nuestros proyectos. El sujeto que subyace a nuestros dilemas y conflictos, el agente que se enfrenta a las demandas de la complejidad de un mundo quebrado, no puede cabalmente pensarse con aquellos entecos mimbres de la maximización de preferencias que Gauthier nos indicaba ni con la apasionada suscripción de nuestros vínculos y nuestros cuidados que atraían a Frankfurt. Quizá necesitemos reforzar la autonomía irredenta que late también en Taylor, pero es más en ese su terreno que en los anteriores donde podremos encontrar el perdido, y muchas veces desconcertado, rostro del sujeto moral que somos.

Tres modelos contemporáneos de agencia humana

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