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VII. QUE ENRIQUECERSE DE MODO INJUSTO ES UNA DESGRACIA MAYOR QUE SER POBRE

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Ayer tarde un señor se lamentaba y gemía mientras contaba [1] el número de mendigos1: unos estaban de pie, otros no podían tenerse, otros ni siquiera permanecer sentados, algunos estaban mutilados y otros más corrompidos que muchos cadáveres. Afirmaba que era digno de lástima que, además, tuvieran que soportar con esos harapos un invierno tan crudo, ya que había quienes sólo poseían taparrabos y otros tenían desnudas sus piernas desde la ingle y los brazos desde los hombros. Se dejaban ver algunos que no tenían cubierta [2] ni una sola parte de su cuerpo. Cada uno de ellos suplicaba continuamente a los transeúntes que les dieran algo, y gran suerte era para ellos, no ya recibir un pan, sino un simple óbolo.

[3] En tanto aquel hombre se iba lamentando y los llamaba desgraciados, unos individuos, tras el baño, llenos de soberbia se encaminaban bajo las antorchas a banquetes que tenían de todo, salvo ambrosía y néctar. Y él exclamaba: «¡Cuán dichosos son estos señores!», y explicaba cómo el [4] dinero en abundancia engendra dinero. Yo, por el contrario, defendía la postura de que a los que tienen riqueza no hay que considerarlos también por fuerza felices, puesto que algunos hay extraordinariamente ricos que son más dignos de lástima que quienes tienen todo el día extendida la mano rogando [5] que alguien les dé algo. Para los segundos, su desgracia radica en buscar quién les pueda dar limosna y, ciertamente, nunca les falta quien lo haga. Así es que, por lo menos, pueden vivir y ningún juez sobre la tierra ni debajo de ella podría pedirles cuentas por una pobreza que les viene [6] de Fortuna2. Tampoco existen leyes establecidas contra los que, o no han heredado grandes riquezas, o no han sido capaces de adquirirlas por su cuenta. En cambio, contra quienes las han adquirido por sus medios, pero no de forma honrada, hay denuncias, sentencias, acusaciones y juicios, además del odio que les profesan los hombres y los dioses3. [7] Y de nada les sirve escapar de los tribunales de este mundo, sino que en el otro está sentado como juez Minos4, el hijo de Zeus, por encima del cual no se puede pasar, pues reconoce, nada más verla, cuándo un alma es injusta y cuándo es justa. A la que es perversa, ningún apoyo le viene de ninguna parte, ni de la destreza retórica ni de la abundancia de riquezas, ni del parentesco o de los amigos, sino que, tras ser arrojada al lugar que le está destinado, es forzoso que soporte su castigo.

Por consiguiente, al que se compadezca correctamente, [8] más dignos de lástima le parecerán estos ricos que aquellos pobres, por más que éstos afirmen con juramentos que pasan las más extremas penurias. Porque no hay duda de que mucho peor que dormir en un cúmulo de inmundicias en compañía de los perros, es hacerlo en argénteos lechos no adquiridos de forma legítima.

En efecto, entre esta gente que ha amasado grandes fortunas, [9] se podrían encontrar no pocos que han despojado a otros, no como esos ladrones que cometen delitos menores, sino que han robado gran cantidad de esclavos, infinidad de edificios, grandes extensiones de campo, numerosos mercantes, oro, plata y vestidos. Éstos, incluso, se apropiaron [10] recintos sagrados y templos. A continuación, tras desalojar con gran desparpajo las sagradas moradas, llenaron los templos de leña y algunos hasta de escoria. A su vez, otros más audaces los demolieron y habitaron casas construidas con piedras sacadas de allí5. De esta gente, algunos ya pagaron [11] su culpa y otros aún no, pero no hay nada que pueda librarlos. Y cuando digo «ellos», me estoy refiriendo a ellos mismos, a sus hijos y a los hijos de éstos. Sobre cualquiera que se abata el golpe, al final siempre recaerá sobre aquel «noble» varón6.

[12] Por tanto, habría que apiadarse de éstos más que de aquellos que tienen puesta la mirada en los dedos de los demás. Porque a éstos la muerte los librará de depender de quienes pudieran ayudarlos, mas a los primeros, a cambio del breve tiempo de su placer, les aguardará una pena imperecedera.


1 Algunos autores contemporáneos, como los cristianos Juan Crisóstomo y Gregorio de Nisa, nos describen también la situación lamentable de los vagabundos de su época. A pesar de la prosperidad de Antioquía, había una masa considerable de mendigos. La razón fundamental estaría en la inmigración, dado que la capital siria daba más oportunidades para sobrevivir a los desposeídos. Sin embargo, no parece que la ciudad tuviera especiales problemas con esta población, aunque hubo casos desesperados, como nos relata Juan Crisóstomo en su Homilia in Epistulam I ad Corinthios 21, 5 (PG LXI 176-9): unos padres cegaron a sus propios hijos para provocar la compasión de los transeúntes. Cf. W. LIEBESCHUETZ, Antioch…, págs. 96-98.

2 La diosa Fortuna (Týchē) sentada sobre el monte Silpio, tal y como fue representada por Eutíquides de Sición por encargo de Seleuco I, era el símbolo de Antioquía, de ahí la continua alusión a la deidad en la obra de Libanio. La aparición de esta imagen es frecuente en las monedas y hasta se fabricaban pequeñas representaciones que se vendían como recuerdos a los turistas. Cf. G. DOWNEY, A History of Antioch in Syria from Seleucus to the Arab Conquest, Princeton, 1961, págs. 73-75.

3 En este pasaje se aprecia cierto resentimiento contra la nueva aristocracia cristiana. Véase la introducción al discurso.

4 Minos, hijo de Zeus y Europa, juzgaba en el Hades, junto con sus hermanos Radamantis y Éaco, las almas de los difuntos.

5 Casi en los mismos términos censura nuestro autor a los profanadores cristianos de los templos de la época de Constancio II en Disc. XXX 38-39. En igual tono providencialista, augura el castigo terrible de los impíos.

6 Alusión irónica al linaje de estos nuevos ricos.

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