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Capítulo 8

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Es por la mañana. Ya hemos desayunado y nos estamos arreglando para irnos de camping. Mi madre está liada en la cocina, preparando las cosas que tenemos que llevarnos, (comida, bebida, etc.). Nuestro perro Ruiz ha salido ya a hacer sus cosas y ahora está en el lavadero. Mi padre ha ido a recoger varias cosas que un amigo le va a prestar para el camping. Por lo visto no vamos nosotros solos. Nos acompañan unos amigos de mis padres, otra pareja amiga de ellos y unos primos míos. Ah, nuestro perro también viene con nosotros.

El campo al que vamos es conocido con el nombre de «El nacimiento de la villa». Hay un pequeño río y una explanada enorme, que está toda cubierta de hierba. Hay juncos a ambos lados del borde del río. Hace un día muy bueno. Los niños estamos jugando mientras los adultos se encargan de organizarlo y prepararlo todo para pasar aquí el fin de semana. Mi papá, su amigo y el amigo de ambos están montando una tienda de campaña tan grande, que más que una tienda parece una casa. Un poco más arriba de donde hemos acampado, siguiendo el curso del río, hay un pequeño lago donde poder darse un chapuzón. El agua está limpia. De vez en cuando las libélulas pasan por encima de nuestras cabezas. Por lo que me han explicado los mayores, van a beber al lago y no debemos molestarlas, ya que nos pueden picar. Son muy bonitas y las hay de todos los colores (rojas, amarillas, anaranjadas, verdes, etc.). Brillan con el sol y tienen cuatro alas transparentes, que mueven muy rápido. La verdad es que, aunque me den un poco de miedo, me parece un insecto precioso.

Mi madre y las madres de los demás niños han hecho arroz amarillo con pollo y ensalada. El postre es la sandía que acaban de sacar del río. Ahora sé por qué la metieron junto con las cervezas y los refrescos. ¡Para que estuvieran más frías! Después de haber comido mi tajada de sandía, una de las amigas de mamá empieza a hablar conmigo y me dice que para perder peso debo hacer una serie de ejercicios. Me pide que me tumbe en el suelo para enseñarme cómo hacerlo. En ese momento, su hijo, que es bastante guapo, pasa por detrás y me ve las braguitas. Yo quiero morirme de la vergüenza e intento taparme, pero me es casi imposible, porque estoy tumbada boca arriba y con las piernas en alto. La madre, al percatarse de mi intento desesperado por soltarme y cubrirme mis partes con el vestido, mira hacia atrás y echa a su hijo, que no para de reírse mientras me mira.

—Venga, tonta, que no pasa nada. Sigue, que no se te ha visto nada.

Pero sí me ha visto, lo sé. Se ha reído al verme y mi vergüenza hace que no quiera seguir. Al darse cuenta, la madre vuelve con mi madre y su amiga. Mientras tanto, yo me quedo en el suelo, sentada y muerta de la vergüenza.

Es por la noche y ya hemos cenado todos. Ahora estamos frente a la hoguera, riéndonos y contando chistes e historias de miedo. Mamá ha propuesto hacer guardias por turnos por la noche y, echándolo a suertes, le ha tocado a mi primo. El pobre está un poco asustado, pero por lo visto se trata de una broma que le están gastando entre todos. Él cree que va en serio y se queda a hacer su turno, así que nos vamos todos a dormir, dejándolo solo allí, frente a la hoguera. Todos tenemos que saber una contraseña, ya que, si no mi primo nos pega con un palo que mi madre le dio. A mí me entran ganas de hacer pipí. Tengo que salir de la tienda y alejarme de allí un poco para hacerlo. Para ello tengo que decirle la contraseña a mi primo. Le dije que iría por detrás de los arbustos y el me pidió que le avisara para tener cuidado de no darme con el palo.

Cuando volví, estaban mi primo, mi madre y algunos más, partiéndose de risa. Mi primo me explicó que todo era una broma de mi madre y que lo habían estado asustando, entre unos cuantos. Como ya es muy tarde, nos vamos a dormir. Yo consigo dormir en uno de los compartimentos que tiene la tienda.

A la mañana siguiente me despierto con el sonido de los cencerros de las cabras, a las que se les escuchaba caminar entre los arbustos. Salgo fuera de la tienda. Allí están mi madre, su amiga, mi padre, su amigo y un hombre, que es el cabrero. Este acaba de ordeñar una cabra y nos ha dado la leche, que mama está hirviendo para preparar el café. Tras mirar a mi alrededor, me doy cuenta de que después de ellos he sido la primera en levantarme. Los demás se van levantando poco a poco. El cabrero ordeña otra cabra para darnos más leche. Hablo con él y observo cómo lo hace. Me voy a una zona que hay situada más arriba, en la que el río es un poco más amplio. Allí me encuentro a dos mujeres gitanas, que empiezan a hablar conmigo. Ambas llevaban un par de pollos, a los que iban a despellejar y quitarles las vísceras. Se enjuagaban las manos continuamente. Me preguntaron si yo sabía hacer lo que ellas estaban haciendo. Les dije que no, que me daba asco. Ellas se rieron y me dijeron que algún día tendría que hacerlo para ponerle de comer a mi marido y mis hijos. Entonces, les respondí que el que fuera mi marido también tendría manos. Justamente cuando estábamos a punto de almorzar se lo conté a mi madre y me dijo que no me acercara más a ellas.

Mi perro no se separa nunca de nuestro alrededor, siempre está con alguno de nosotros. Es muy bueno. Yo estoy un poco alejada de donde están todos. A lo lejos veo que mi padre le da una patada a Ruiz, no muy fuerte, pero sí lo suficiente como para desplazarlo del sitio. Por lo visto, mi primo pequeño tenía un trozo de pan en la mano y el perro se acercó para quitárselo, lo cual es muy raro en él, ya que nunca antes lo había hecho. Yo creo que el niño en su inocencia se lo ha ofrecido y el perro creyó que se lo estaba dando.

Ya es domingo por la noche y estamos en casa, duchados y cenados. Después de ver un poco la tele, mientras mamá termina de ordenar todas las cosas del camping, nos vamos a descansar. Todos hemos pasado un fin de semana alegre y divertido, pero ahora estamos muy cansados.

Han pasado varios días. Es por la mañana y mi hermano viene muy enfadado con nuestro perro. Al abrir la puerta, Ruiz entra totalmente asustado y se va directo al lavadero. Allí se acurruca en un rincón tras la baranda que hay a la derecha del lavadero. Tirita del miedo. Mi hermano le dice a mamá que Ruiz le ha mordido en la mano. Mientras le mira la mano, mamá le pregunta qué ha ocurrido. Mi hermano le dice que no sabe por qué lo ha hecho, que al ir a cogerlo en brazos, Ruiz se quejó, volviendo la cabeza y mordiéndole la mano. Entonces, mi hermano lo soltó y le pegó. Yo le pregunté si lo había cogido del pecho y me dijo que sí. Le dije que probablemente reaccionó así, porque la patada que papá le dio el otro día en el campo todavía le dolía.

Mi madre, muy enfurecida, se fue en busca del perro y empezó a pegarle con el escobón allí donde estaba arrinconado. Mis hermanos y yo le gritábamos a mamá que parara, que no lo golpeara más. Tirábamos de ella entre los tres, pero no había manera. Mi hermana y yo llorábamos a lágrima viva, rogándole una y otra vez que parara. Ruiz ya no temblaba, no chillaba, no se movía. Estaba tumbado, lacio, con los ojos cerrados y la lengua fuera. Mamá no paraba de gritarle que nunca más volvería a morderle a nadie. Cuando terminó de gritar, se alejó de allí acompañada por mi hermano. Mi hermana y yo nos quedemos junto a Ruiz y lo cogimos en brazos. Todavía respiraba, pero no se movía. Nos lo llevamos al cuarto de baño y empezamos a echarle agua con las manos para reanimarlo, acariciándolo con mucho cuidado, mientras le decíamos con el corazón encogido:

—Vamos, Ruiz. Por favor, abre los ojos. Venga, precioso, ábrelos. Te queremos mucho.

Ruiz abrió los ojos, nos miró y, con las pocas fuerzas que tenía en esos momentos, meneó varias veces el rabo, intentando mantener los ojos abiertos.

—Tranquila, se pondrá bien.

Han pasado varios días y Ruiz ya está mucho mejor de los golpes recibidos. Mamá quería llevarlo a la perrera, pero al final entró en razón y Ruiz sigue aquí con nosotros. Lo ha pasado muy mal. Apenas lo podíamos tocar, porque le dolía prácticamente todo el cuerpo. Ya no volverá a morder nunca más. Aquella vez fue un simple acto reflejo por el dolor que tenía en las costillas. Ahora, cuando le duele, solo se queja y nos lame la mano mirándonos. Tenemos mucho cuidado de no hacerle más daño.

Ahora Ruiz no nos acompaña al campo. Mamá le deja comida y agua para que no le falte y lo encierra en el lavadero. Mi pobre Ruiz, qué solo se debe de sentir. Es domingo. Anoche llegamos bastante tarde a casa. Mi hermano lo saca a la calle para pasearlo y que haga sus cosas. Es increíble, no se ha hecho pipí ni caca en todo el fin de semana. Está ansioso por salir. Casi no ha comido ni bebido agua. Mi hermana y yo nos acostamos. Papá y mamá habían quedado con sus amigos para tomar unas copas y mi hermano sacó a Ruiz a dar un paseo.

Es por la mañana temprano. Tengo sueño. Mamá entra en nuestra habitación. Está muy seria, aunque su cara no es de enfado. Más bien la veo triste y preocupada. Mamá se sienta a los pies de la cama de mi hermana y nos mira.

—Niñas, tengo que deciros algo.

Se calla un momento. Mi hermana y yo nos incorporamos sobre la cama y nos quedamos sentadas mirándola.

—Quiero que me prometáis que no vais a llorar.

—¿Qué pasa, mamá?

—Prometedme que no vais a llorar.

—¿Qué pasa, mamá?

Mi madre toma aire y, mirándonos a las dos con tristeza en los ojos, nos dice:

—Anoche, cuando vuestro hermano, papá y yo salimos con Ruiz, este cruzó la carretera como un loco. Empezamos a llamarlo, pero estaba deseoso de salir y no nos hizo caso, con tan mala suerte que en ese momento pasaba un coche y lo pilló.

A mama se le encogió el corazón. Para mí fue un golpe demasiado duro como para no llorar. Lo intenté, pero no pude evitarlo.

—No lloréis. Él no querría veros llorar.

—¿Cómo sucedió todo, mamá?

—El muchacho se bajó del coche para pedirnos perdón. Estaba temblando. La verdad es que lo sintió mucho, pero ya era tarde. No se podía hacer nada por él. Entonces, lo cogí y, tras mirarme por última vez, murió en mis brazos.

Recuerdos de una vida

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