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Capítulo 7

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Beckett llegó hasta el botón de apertura de la puerta principal pero, antes de pulsarlo, se dio unos segundos para ver, por el moderno sistema de vigilancia, a la recién llegada. La pantalla le ofrecía varios planos de la zona de la entrada, dividiendo la gran imagen en otras cuatro más pequeñas, pero con una resolución asombrosa. Él, que era un fanático de la seguridad y privacidad, después de algunos incidentes que había sufrido de fans que habían allanado sus casas, anotó mentalmente preguntar a su amiga por aquel sistema, para sustituir al que tenía en su hogar.

Contempló las pantallas con curiosidad. Primero había una perspectiva frontal, en la que se podía apreciar que la recién llegada conducía un Mini Cooper amarillo, con franjas negras. A pesar de ser un coche diminuto, no le desagradaba el modelo. La cámara de la izquierda no mostraba nada interesante, pues estaba enfocada en el lado del copiloto y ella llegaba sola. La siguiente ofrecía un plano amplio de la zona de la entrada, y pudo comprobar que era el único vehículo que había en la puerta, tal y como podía esperar. Y entonces descendió la mirada hacia la última imagen. En ella se veía a una chica que, tras bajar del Mini, se había acercado al telefonillo con gesto confuso. La vio inspeccionar el pequeño aparato con el timbre y la diminuta cámara. Y Beckett durante unos segundos se quedó mirándola, escudriñando las facciones y gestos de la mujer con la que debía compartir las siguientes cuatro semanas. Le hizo gracia la forma en la que ella arrugó la naricilla pecosa. El sol había bajado bastante y los rayos agónicos iluminaban su cabello cobrizo, confiriéndole el aspecto de llamas. Tenía una boca generosa de labios carnosos que ahora se fruncían en una mueca, mientras daba unos golpecitos al aparato, seguramente sopesando si este estaba roto, pero en lugar de abrir, él siguió escrutándola, aprovechando la momentánea libertad que le daba la cámara. Sus ojos eran enormes, muy expresivos y claros, aunque definitivamente no podía advertir el color exacto de los mismos. En cuanto al resto de ella no había mucho que decir. Menuda, no debía sobrepasar el metro sesenta. De complexión esbelta, con aquellos pantalones vaqueros oscuros y el jersey rojo sobre una camisa, parecía una niña. Pero nunca se había fiado de las pelirrojas, escondían un mundo de llamas con tanto fuego como parecía tener ella rodeándole el rostro desenvuelto. En unos pocos segundos la había visto fruncir el ceño, resoplar, alzar las cejas, mostrar una gran concentración analizando el panel de entrada, y volver a resoplar tras hacer una mueca muy graciosa, mientras se mordía el labio inferior, con duda. Cuando finalmente ella se decidió por volver a pulsar con más insistencia el botón de llamada, la impresión de escuchar el timbre a tan corta distancia lo sacó de su ensimismamiento.

El que frunció el ceño entonces fue él, que se apresuró en pulsar el botón del intercomunicador.

—¿Sí? —preguntó con una voz que no pareció la suya y lo hizo carraspear.

—¡Ho… hola! Soy Pe… —Antes de que pudiera terminar su presentación, Penélope oyó el zumbido que anunciaba que la puerta había sido abierta, miró confusa el aparato, pero tras encogerse de hombros, corrió al coche para entrar antes de que las puertas se cerrasen, con la misma impaciencia.

Frank la vio correr con pequeños pasitos hasta el vehículo, apresurándose en entrar, y sonrió con cierta diversión. Se sorprendió al sentirse con una inquietud patente, mientras abría la puerta de la casa y salía un par de pasos para indicar a la recién llegada que fuese hasta el camino del lateral, en el que se encontraba la puerta del enorme garaje de su amiga. Allí podía dejar su miniatura de vehículo. Normalmente, en esa casa había personal de servicio que atendía las necesidades de Stone y mantenía la propiedad cuando ella no estaba. Pero su amiga lo conocía lo suficiente como para saber que, por encima de las comodidades, valoraba su tranquilidad y privacidad. Así que tuvo que ser él el que rodeara la casa, con el mando en la mano, para accionar la apertura del garaje a pesar de que ya había bajado considerablemente la temperatura de aquel día de principios de diciembre.

Cuando Penélope vio a Frank Beckett salir por la enorme puerta blanca de la lujosa casa a la que acababa de llegar, se tuvo que decir a sí misma que continuase y no se quedase allí parada como un pasmarote, mirándolo como una boba. Se irguió inconscientemente en el asiento e intentó sonreír, pero la tensión de sus músculos faciales le jugó una mala pasada haciendo que formase una mueca rara. Entonces apretó los labios y giró el rostro hacia la puerta que él le indicaba, que debía ser la del garaje. Lo vio por el rabillo del ojo accionar el botón y cómo esta empezaba a subir. Ella, mientras, con las manos aferradas al volante, miraba hacia delante con los brazos rígidos y sensación de estar a punto de desmayarse, ya que podía sentir a escasos dos metros la mirada de Frank Beckett sobre ella. Del hombre con el que, aunque no había sido capaz de reconocérselo a Zola, había tenido las fantasías más escandalosas de su vida. Y solo por haber grabado en su mente cada milímetro de la solapa de aquel primer libro suyo que se compró.

Cuando la puerta terminó de abrirse, en su mente se despejó la imagen de la fotografía y apareció ante ella un enorme aparcamiento con los coches más lujosos que ella hubiese visto jamás, y volvió a entrar en pánico. ¿Cómo iba a meter allí su pequeño Mini R50? Sin embargo, cuando Beckett con su mano la apremió a entrar, pisó el acelerador de inmediato, tuvo que frenar pocos metros después al darse cuenta de que lo había hecho con demasiado ímpetu. Lo último que quería era colisionar contra alguno de los lujosos coches con su Mini, que allí parecía de juguete. A partir de ese momento, circuló por el apabullante espacio, todo blanco, más parecido a una galería de arte, con los vehículos exhibidos como auténticas joyas, a tres kilómetros por hora. Dando tiempo a que el escritor que había caminado a su lado llegase antes que ella al espacio en el que debía aparcar.

Lo hizo sin grandes dificultades a pesar de estar tan nerviosa. En cuanto detuvo el motor lo miró, frente a ella. Él no sonrió, como lo había visto hacer en todas las contraportadas y entrevistas suyas, y aun así le pareció el hombre más guapo del planeta. No podía quedarse allí dentro, contemplándolo toda la vida, y desvió la mirada mientras se desabrochaba el cinturón y empezaba a recoger sus cosas del coche.

—Todo va a ir bien, no te pongas nerviosa, Penélope —farfullaba para sí misma una y otra vez, entre dientes, mientras introducía su móvil, las gafas de sol y los pañuelos que estaban en el asiento del copiloto en el bolso. Y entonces oyó que la puerta de su lado se abría. La sorpresa la llevó a dar un pequeño respingo en el asiento.

—Hola. —Escueto saludo para alguien cuya profesión era la de conjugar palabras, pensó nerviosa, hasta que vio que él le ofrecía la mano, de forma galante, para ayudarla a salir del coche.

Inmediatamente su corazón empezó a latir a una velocidad desconocida hasta el momento. El asiento de su coche era bajo y desde su perspectiva él parecía un gigante. Estiró el brazo conteniendo el aliento. Y mientras tiraba de ella, su tacto le provocó una oleada de calor que recorrió su cuerpo con tanta rapidez que al segundo este asomó a sus mejillas. Frente a él, la sensación de pequeñez no menguó un ápice, y tuvo que alzar la vista tanto que creyó que iba a desnucarse.

Esperó a que él dijera algo, pero no fue así. Solo la miraba con expresión indescifrable y el silencio fue tan incómodo que empezó a crisparle los nervios.

—Encantada de conocerlo, señor Beckett, soy una gran admiradora suya —consiguió decir atropelladamente. La sonrisa salió espontánea de sus labios, pues aquello era cierto, lo admiraba tanto… Y probablemente esa era la única verdad que podría decir durante cuatro semanas.

Llevaba fatal el tema de las mentiras. Ella no sabía mentir, no le nacía. Las pocas veces que lo había intentado en su vida le había salido el tiro por la culata. Pues terminaba por parecer tonta, incongruente y hasta desquiciada. Porque se apabullaba, empezaba a enredar palabras, tartamudeaba y pestañeaba con la rapidez del aleteo de un colibrí.

Se dio cuenta entonces de que él no le había contestado y seguía manteniendo su mano aferrada en la palma grande y cálida, sin dejar de escrutarla con interés. Ladeó la cabeza, confusa, y tiró de la extremidad con lentitud, para soltarse. El movimiento hizo que él despertase de su propio trance.

—Perdón, ¿nos conocemos? —inquirió y Penélope tragó saliva.

—¿De antes? —preguntó, cambiando el peso de pierna. Se cogió las manos y negó con la cabeza, tal vez con demasiada energía—. Estoy segura de que no hemos hablado con anterioridad —repuso con rapidez.

Y eso era innegable. Un rodeo para no tener que entrar en detalles que la llevasen a meter la pata, pero ciertamente el día anterior no habían hablado. Durante una centésima de segundo llegó a pensar que tal vez de esa forma, buscando la ambigüedad en sus contestaciones, podría salir airosa de aquella locura sin tener que mentirle.

—¿Y visto? ¿Nos hemos visto antes? —volvió a indagar él.

Penélope dejó salir el aire de sus pulmones con un sonido raro parecido a un quejido. Vio que él entornaba la mirada y forzó una sonrisa.

—¡Quién sabe! —añadió, abriendo mucho los ojos al tiempo que se encogía de hombros y alzaba las manos—. Voy a muchos eventos…

«¿Qué le pasaba a su voz?», se preguntó. Parecía poseída por una animadora.

—Como bibliotecaria…— apuntó Beckett con cierto escepticismo.

—Pufff… A ha… —Empezó a mover la cabeza repetidamente, en un movimiento circular entre la aceptación y la negación. Tan extraño como el del muñeco cabezón de Elvis que llevaba Zola en el salpicadero de su coche. Su meneo en bucle no pasó desapercibido para el escritor, que sacudió la cabeza, extrañado. Pasó por su lado y se dirigió al maletero de su coche, decidiendo posiblemente que ya le había dedicado demasiado tiempo. Pero entonces preguntó:

—¿Está nerviosa?

—Sí… sí —se apresuró a contestar, con la liberación de no tener que mentir en esa ocasión—. Es usted Frank Beckett —recalcó lo evidente.

—Lo sé, pero no se preocupe, la última asistente que me comí va hoy camino de Europa para tomarse unas estupendas vacaciones en España a mi costa. —Iba a soltar una risita en respuesta a su comentario, pero se dio cuenta, perpleja, de que estaba a punto de sacar su maleta, de llamativos corazones de distintos tonos de rojos y rosas, del reducido maletero de su coche.

Estaba tocando sus cosas… Frank Beckett estaba tocando sus cosas, como la había tocado a ella hacía unos minutos. El portazo que dio al cerrar el maletero la devolvió a la realidad.

—¿Perdón? —preguntó al instante, consciente de que él le había dicho algo a lo que no había prestado atención, concentrada como estaba en su perorata mental.

—Le preguntaba si esto es todo. —Él señaló los tres bultos que había tomado, alzando una ceja. Tal vez creyese que era poco equipaje.

—Sí, sí, todo. No sabía muy bien qué traer porque Ingrid no me dio mucha información.

Fue hasta él y tomó su maletín de trabajo y el bolsón de aseo. Los acomodó en su hombro y mano izquierda y fue a tomar la maleta.

—Yo la llevo —sentenció él. Cuando vio que aferraba con fuerza el asa, ni se molestó en insistir. No creía que fuera prudente empezar aquella relación discutiendo.

Beckett le señaló la puerta por la que debían salir de aquel lujoso garaje. Una entrada lateral que debía dar acceso directo a la casa, y lo acompañó hacia allí aprovechando los minutos para hacer un par de respiraciones tranquilizadoras. No tenía ni idea de cómo iban las cosas de momento, porque todo aquello le resultaba surrealista.

Le habría gustado que él dijera algo, pero se mantuvo en silencio. También cuando llegaron a la puerta y vio que pulsaba un botón. Se sorprendió al comprobar que se trataba de un ascensor. Mucho más cuando las puertas se abrieron y vio que las paredes eran de cristal y que, desde el interior, se podía apreciar el lujo y elegancia de aquella mansión moderna de decoración apabullantemente blanca. Las líneas del mobiliario eran níveas, pulcras, distinguidas y exclusivas. Miró a un lado y a otro, abrumada. Nunca había estado en una casa tan lujosa. Solo había visto algo parecido en películas y programas de televisión, y era abrumador, casi tanto como saber que la presencia a su lado, a pocos centímetros de su cuerpo, era la del hombre más atractivo que hubiese visto jamás.

Subieron una única planta que los llevó al segundo piso, y al girar sobre sus talones, con la intención de salir con rapidez de allí, chocó con el cuerpo masculino.

—Perdón —dijo apresuradamente.

—No importa. Lo de tener un ascensor en una casa es el invento más ostentoso e inútil de la historia. Pero a Stone le gustan estas cosas. —Cabeceó mientras aferraba el asa de la maleta y la hacía rodar al exterior. Ella lo siguió.

—¿Stone? —preguntó sin entender.

Él se limitó a señalar las paredes del gran pasillo, decoradas con cuadros que exponían en tamaño gigante las portadas de los libros de una de las escritoras de cabecera de Gina; Edwina Stone. Una autora de novela policiaca brillante. Llevaba tiempo queriendo ficharla para la agencia, pero no lo había logrado aún. Y ella estaba en ese momento en su casa.

—Me presta su casa cuando vengo a la ciudad.

—¡Qué generosa! —se oyó a sí misma decir.

Al instante pensó que el comentario podía ser imprudente y apretó los labios, ordenándose callar. Él se percató de su gesto y casi sonrió.

—Sabe que no me gustan los hoteles. Y me debe una tan gorda que no creo que pueda pagarla ni con toda una vida de penitencia. Ella me presentó a mi último agente —apuntó él.

Penélope se quedó con unas ganas enormes de saber más, pero Beckett comenzó a caminar por el largo pasillo, dándole la espalda. Se limitó a seguirlo a una distancia prudencial, mientras pensaba que iba a necesitar un plano de ese sitio para poder moverse por él, si no quería perderse. Giraron a la derecha y encontraron varias puertas. Casi choca con él de nuevo cuando se detuvo en la primera.

—Su cuarto —anunció abriendo la puerta.

No le dio tiempo de asomar la cabeza para echar un vistazo cuando añadió:

—Y la puerta contigua es la mía. No sé si su tía le habrá explicado lo que es trabajar para mí, pero para que no haya confusiones, he redactado un contrato con todo lo que necesita saber de mi forma de hacer las cosas y lo que espero de usted.

Penélope volvió a tragar saliva. ¿Se podía ser más aséptico hablando? Daba la sensación de que, para él, que ella estuviera allí era como tener un enorme grano en el trasero.

—Lo tiene sobre la cómoda —continuó con el mismo tono neutro—. Dejo que se instale mientras preparo la cena. Después aclararé las dudas que pueda tener.

Y sin más, lo vio meter las manos en los bolsillos de sus vaqueros y marcharse tomando el mismo camino por el que habían llegado.

Penélope, ¿pececilla o tiburón?

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