Читать книгу Penélope, ¿pececilla o tiburón? - Lorraine Cocó - Страница 12
Capítulo 8
ОглавлениеEn cuanto lo vio girar por el pasillo, se volvió para asomar la cabeza en su cuarto, quedando nuevamente impresionada. Aquella habitación estaba en completa concordancia en diseño y estilo del mobiliario con el resto de la casa, tan pulcra y elegante. De un solo vistazo recorrió toda la habitación, que medía casi lo mismo que su escueto apartamento al completo. Por lo demás, era radicalmente opuesto. Mientras su hogar era una extensión de ella, llena de color, libros y cosas que había ido acumulando y comprando en mercadillos o tiendas de segunda mano vintage, aquel espacio parecía que se pudiese usar para operar en el momento en el que fuese necesario. Todo era blanco, tan blanco y brillante que le recordó a una nave espacial. Salvo que, en lugar de cápsula, tenía una enorme cama king size para dormir. Parecían cubiertas de nieve las mesillas, la cómoda, el banco a los pies de la cama, los cuadros de las paredes, la lámpara de la esquina, junto a un elegante sillón orejero, colocado al lado de una estantería repleta de libros, por supuesto puestos al revés para que solo se viera la parte de las hojas, y así evitar la nota de color en la estancia. Hasta los tapizados eran nacarados, al igual que la ropa de cama. De tan minimalista y limpio, resultaba apabullante. Inmediatamente pensó en las horas de limpieza que llevaría una casa como esa, en la que la más mínima mota de polvo se convertiría en clara protagonista. Sin duda era una vivienda de revista, pero no un hogar. Al menos no uno en el que ella se sintiese cómoda. Pues tenía la certeza de que se pasaría todo el tiempo temiendo manchar algo, o hacer cualquier cosa que rompiese la armonía estéril de aquellos espacios.
En cuanto colocó la maleta sobre su cama y tras abrir los cierres, empezó a sacar sus prendas, ratificando lo fuera de lugar que se encontraba. Si su vestuario solía llamar ya de por sí la atención, ahora iba a sentirse una atracción de feria. Los colores alegres y hasta chillones de sus prendas aún lo parecían más cuando los sacó y los depositó en la cama. Solo tenía que cerrar los ojos para escuchar a Zola decir: «Parece que ha vomitado un payaso». Pensar en su amiga le arrancó una sonrisa que la hizo sentir mejor al instante.
Se sentó en la gran cama y sus pies quedaron colgando, como si fuera una niña. Resopló con fuerza al ver su reflejo en el espejo de la pared. ¿Dónde se había metido? ¿Qué estaba haciendo? Apenas había hablado unos minutos con él y la angustia de estar evitando mentirle se había hecho crispante. ¿Cómo iba a sobrevivir a aquellas semanas? Esta vez fue la voz de Ingrid la que invadió su mente repitiéndole la frase que la había llevado hasta allí: «Haciendo lo que sea necesario por el bien de tu cliente».
De repente se preguntó qué más incluiría ese «lo que sea necesario», porque ciertamente, y tal y como había confesado al señor Beckett, Ingrid no le había dado mucha información. Alzó la vista y recorrió la habitación buscando el documento del que él le había hablado. Sobre la cómoda vio unos folios mecanografiados. Saltó de la cama y fue a por ellos con la esperanza de que aquellas hojas alumbraran algo su camino de las próximas semanas. Mantuvo las esperanzas hasta que, ya en sus manos, echó un vistazo al documento.
¿Doce páginas de contrato para cuatro semanas de trabajo? Penélope parpadeó y cabeceó al tiempo sin poderlo creer. Y pensaba que ella era la loca de las cláusulas. Al menos Gina la culpaba de ello, exponiendo que siempre tenía un subapartado para otro subapartado, que puntualizaba el anterior. Ella solo pensaba que era concienzuda y no quería dejar ningún resquicio para que cualquier editorial, promotor, marca comercial o agente encontrase una grieta por la que pudieran aprovecharse de sus clientes. Estaba acostumbrada a ese tipo de documentos y no esperaba tardar más de diez minutos en leerlo, analizarlo y asimilarlo. Volvió a la cama y, tras descalzarse, escaló hasta ella y se sentó sobre la colcha con las piernas cruzadas, dispuesta a zambullirse en los requisitos que esperaba de ella su «nuevo jefe». La primera vez que abrió los ojos de par en par fue al leer: «Completa disponibilidad las veinticuatro horas, los siete días de la semana». Y a partir de ahí ya no pudo dejar de exclamar y alucinar, línea a línea.
Frank estaba en la cocina esperando que se terminase de calentar en el horno la bandeja con la lasaña que le habían entregado esa mañana. Había contratado un servicio de catering que le llevaba la comida para todo el día, cada día. Él odiaba tener que preocuparse de esas cosas cuando estaba de encierro creativo. En muchas ocasiones se le olvidaba alimentarse y, cuando terminaba horas más tarde, la sola idea de pensar que tenía que cocinarse algo lo estresaba. Por lo que terminaba por comer cualquier cosa que encontrase, o pidiendo comida rápida. Ahora solo tenía que calentar los platos en el horno o el microondas, según las recomendaciones que venían con los preparados. Y desde que Ingrid le descubrió ese servicio, le habían bajado los niveles de colesterol y azúcar considerablemente.
Esa noche tenía un apetito voraz y, sin embargo, ni el olor de la lasaña en el horno consiguió distraerlo de su diatriba mental. Estaba confuso, desubicado, y eso le molestaba. No sabía qué había esperado de la persona que le iba a mandar Ingrid para sustituirla. Cuando le dijo que se trataba de su sobrina, en su mente se formuló una réplica unos años más joven que su asistente. Pero la chica que había aparecido en la puerta y que ahora esperaba con cierta ansiedad a que bajase, no se parecía en nada a esta. Lo había descolocado desde el momento en el que la había estado observando a través de la cámara de seguridad, pero no sabía exactamente por qué. Tal vez fuese su aspecto pintoresco, o lo apabullantemente expresiva que era. Contemplar su rostro un solo minuto era como ver por primera vez un espectáculo de fuegos artificiales. Hasta ese momento no había imaginado que una sola persona pudiese reproducir tantas emociones consecutivas. Era transparente y a su vez un auténtico misterio. Y esos ojos… eran propios de un dibujo animado. No había conseguido apreciarlo por la cámara, y por eso se fijó más en el aparcamiento y en el ascensor, porque primero creyó que eran grises, pero luego se dio cuenta de que eran de un color indescifrable, como si sus iris estuviesen formados por pinceladas entrelazadas de todos los tonos plomizos, vibrantes, cenicientos y eléctricos de verdes, azules y motas color caramelo.
Estaba seguro de que, de haber visto antes esos ojos, se acordaría de ellos. Y aun así, no había podido resistir la tentación de preguntarle para confirmarlo, porque algo en ella le resultaba familiar. De repente, el timbre del horno lo sacó de sus pensamientos, convulsionándolo. Se dio cuenta de que no había tocado la copa de vino que se había servido al bajar y frunció el ceño, percatándose de que haber dejado que Ingrid se marchara podía ser un problema aún mayor de lo que había imaginado. La chica podía ser una distracción. Una distracción que no necesitaba, y menos en ese momento.
Tomó un par de trapos de la encimera y, tras abrir la puerta del horno, sacó la bandeja que dejó sobre la placa de la cocina. ¿Por qué estaba tardando tanto? La cena ya estaba lista y aún no había bajado. Igual la había asustado con su contrato. Una sonrisa perniciosa asomó a sus labios. Esa sería la solución perfecta. Ingrid no podría culparlo de sabotear la contratación, pues sabía de sobra cuáles eran sus condiciones. ¿Se habría deshecho de la señorita Appleton antes de empezar?
—¡Hola! —oyó la animada voz femenina a su espalda. Y aunque esta lo sobresaltó, se giró sin dejar que la sorpresa asomase a sus ojos.
—Hola. ¿Lo ha encontrado todo a su gusto? —preguntó clavando la mirada en ella mientras buscaba el malestar en sus ojos.
—Más o menos. —La respuesta casi lo hizo sonreír, hasta que lo hizo ella, con esos labios que tenían tanta facilidad para curvarse hacia arriba.
—¿No tiene el dormitorio todo lo que necesita?
De nuevo toda una gama de expresiones asomaron a su rostro, como si en su mente se mantuviese una batalla campal.
—Está bien equipado, gracias.
—Bien, después de la cena le enseñaré el despacho y la biblioteca.
—Claro. Aunque antes quizás quiera echarle un vistazo a las anotaciones que le he hecho al contrato.
Aunque no lo pretendiese, una ceja masculina se alzó insubordinada.
—¿Anotaciones? —preguntó, aguantándose las ganas de carraspear. Lo que hizo que su tono sorprendido sonara más grave.
—Sí, sobre las condiciones que he visto que deberíamos tratar.
El nudo en la garganta de Frank aumentó de tamaño. ¿Qué era aquello, una negociación? Él no pactaba. Él ordenaba cómo deseaba las cosas, sin más. Así lo había hecho siempre. ¿Quién se pensaba que era aquella piruleta de colores?
No pudo preguntárselo, porque antes de poder desentumecer las mandíbulas para explicárselo, ella volvió a hablar.
—Le dejaré unos minutos para que pueda verlo con calma. Las anotaciones están al margen. —Y dicho aquello, giró sobre sus talones y la vio caminar en dirección al salón.
Se había cambiado de ropa y ahora ella llevaba un vestido violeta de punto, con ribetes naranjas en cuellos y puños, las mangas ligeramente abullonadas le daban el aspecto de una niña inocente. También el vuelo de la falda y el largo por debajo de la rodilla.
Aún con el ceño fruncido, perdió unos segundos en contemplar el contoneo del tejido, al ritmo de sus caderas, mientras se alejaba. Dio unos pasos hacia la puerta y se asomó viendo que se detenía frente al gran ventanal desde el que se disfrutaba de unas majestuosas vistas de la ciudad, salpicada de luces. Apretó los labios y volvió a la encimera para tomar los folios que había redactado esa mañana.
Efectivamente, tal y como había dicho, allí había no una sino al menos media docena de anotaciones en los márgenes, expresando claramente su disconformidad sobre algunos puntos. Perplejo, se sentó en uno de los taburetes altos tras leer la primera.