Читать книгу Penélope, ¿pececilla o tiburón? - Lorraine Cocó - Страница 5
Capítulo 1
Оглавление—¿Sabes esas veces en las que aparentemente te quedas en blanco? El mundo se detiene a tu alrededor, pero tu mente no cesa. Un millón de ideas surgen del vacío y se alternan sin sentido embotándolo todo, llevándote de un pensamiento a otro, de un mundo a otro. Intentas encontrar una relación entre ellas, pero cuando más pretendes nadar en la vorágine de sentimientos que aderezan esos pensamientos, más sientes que te hundes. —Penélope acompañó sus palabras con un movimiento de su mano, con el que pretendía mostrar cómo caía en picado, para luego hacer con su boca el sonido de una explosión.
—¡Pero qué coñ…!
Por suerte, en cuanto levantó un dedo de advertencia, Zola dejó su comentario a medias y no pronunció esa palabra tan malsonante que le provocaba sarpullido. En su lugar, puso los ojos en blanco por verse reprimida, y continuó.
—¿Por qué tienes que ser tan dramática? Pareces el personaje de una novela romántica del siglo XVIII —dijo como si aquello fuera malo.
Lo que no sabía Zola era que muchas veces se había visto a sí misma, en su mente, representando ese papel. Tal vez fuese culpa de la deformación profesional. Estar leyendo novelas todo el día apenas le dejaba tiempo para vivir en el mundo real, y sus semanas estaban repletas de historias fascinantes, aventuras increíbles, relatos trepidantes, y amores únicos tan románticos, vehementes y ardientes que le resultaba imposible creer que pudiese llegar a experimentar algo semejante una sola vez en la vida real. Ver lo deslucida que parecía su existencia en comparación, la hizo suspirar levemente.
—Confundes dramatismo con intensidad —expuso elevando la naricilla, cubierta de pecas, a la defensiva—. E intentaba explicarte cómo me sentí ayer, cuando Jeremy Cook me comunicó que definitivamente, tras meses de indecisión, de cenas y de dedicarle gran parte de mi energía y tiempo, ha decidido que lo represente la agencia de Barbara Queen y…
—¿Cómo hay que ser de engreída para hacerte llamar la reina Barbara? —Zola la cortó y ella torció el gesto—. Perdón, no he podido evitarlo —añadió la morena sonriendo con picardía, pues no era verdad. Llevaba interrumpiéndola desde la primera conversación que compartieron hacía ya trece años. La vio tomar un mechón de su larga melena para enredarlo en el dedo índice, jugando con él, y frunció el ceño.
—Recuérdame por qué somos amigas. —Ladeó la cabeza y le concedió dos segundos para responder mientras le servía una taza de su té favorito, del que solía disponer en la oficina para las veces en las que su amiga decidía sorprenderla con una visita.
—Porque era la única que quería sentarse contigo en el comedor de la escuela. Eras rarita, de hecho, lo sigues siendo. —Zola la señaló de arriba abajo como si fuera evidente solo con mirarla, antes de coger la taza de sus manos.
Se repasó mientras estiraba sobre su cuerpo el jersey naranja manchado de corazones negros que había decidido ponerse esa mañana sobre la blusa.
—¿Qué le pasa a mi ropa…?
—Corazones, vas salpicada de corazones —repuso sin miramientos—. Y ese cuello bebé. Ya nadie usa cuellos bebé, Pe. No tienes cuatro años, ni perteneces a la familia real británica, ¿verdad?
Después de ofenderla, Zola bebió de su taza, no sin antes sonreírle con malicia.
—Tú tampoco eres una perita en dulce. Y recuerdo perfectamente que éramos dos marginadas unidas por la mesa de los descartes.
Sacudió los hombros al recordar cómo se llamaba en la escuela secundaria a la mesa que usaban para comer aquellos apartados que no pertenecían a ningún grupo o tribu. Era desolador y cruel, pero intentaba encontrar el lado positivo de todo y ella había obtenido en aquella mesa de marginados a Zola, su mejor amiga. Aunque esta fuese, la mayor parte del tiempo, una auténtica pesadilla con incontinencia verbal.
Zola desechó su comentario con un movimiento de su mano, y antes de dejar la taza sobre el escritorio, le preguntó:
—¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Vas a renunciar a ese cliente?
—Ya ha firmado con Barbara, está todo perdido —dijo, dejándose caer en su silla—. Y esto es un desastre. Contaba con ese fichaje. Gina ha sido muy paciente conmigo con las captaciones de nuevos autores, pero tengo que conseguir algo ya, o se dará cuenta de que realmente no le merece la pena la sucursal de San Francisco. Y, en consecuencia, yo tampoco.
—¡No digas tonterías! De no ser por ti y tu maravillosa gestión de la agencia, ella no habría podido marcharse a vivir su gran historia de amor.
—Gina es la mejor agente que conozco. Ella sola, a distancia, habría sido capaz de seguir gestionando la cartera de autores que llevaba. La idea al dividir la agencia en dos sucursales, zona este y oeste del país, era crecer, aumentar el número de clientes y hacernos más importantes, más sólidas en el mercado. Mientras vive su gran historia de amor, como tú la llamas, ha firmado con cuatro grandes autores más. Necesito dejar de ser una buena mano derecha y convertirme en una valiosa agente, una socia. Para eso es imperativo hacer bien la parte de la captación. Quiero añadir valor a la empresa.
—A…ha… —fue la escueta respuesta de su amiga a la que parecía estar aburriendo soberanamente, pero ella necesitaba expresar todas sus preocupaciones. Verbalizar las cosas a veces la ayudaba a poner las ideas en orden.
—Estaba segura de que conseguiría esa representación. Ese zoquete sin talento, porque te juro que no entiendo qué encuentran los lectores en sus libros, me ha fastidiado pero bien. Ha estado jugando conmigo y usando las propuestas que le hacía para negociar mejores condiciones con Barbara Queen. En ningún momento tuvo intención de firmar con nosotras. ¡El muy…! —Apretó los puños frente a su rostro, con frustración, hasta que puños y mejillas quedaron igualmente rojos.
—¡Dilo, joder! ¡Insúltalo! Te sentirás mucho mejor. No es sano estar siempre tan reprimida, ¿sabes?
Penélope puso los ojos en blanco al oír su comentario discordante y dejó caer las manos. Tenía verdadera aversión a ese tipo de vocabulario. Era superior a ella. Le incomodaba y veía totalmente innecesario tener que demostrar vehemencia usando un léxico ordinario. Apretó los labios y suspiró elevando los hombros. Los volvió a bajar con lentitud antes de volver a hablar.
—Perder el control jamás ha ayudado a nadie a lograr sus objetivos —reiteró en tono categórico aquel mantra que había tenido que repetirse miles de veces a lo largo de su vida—. Ahora necesito estar centrada. Revisar mis carpetas y listas de potenciales clientes. Llevo tiempo siguiendo la pista a algunos autores bastante prometedores que sería interesante volver a valorar. Aunque no son de primera fila, podrían valer y estoy segura de que, en poco tiempo, lograría dar un empujón a sus carreras —dijo intentando convencerse a sí misma, pero luego sacudió la cabeza, volviendo al pesimismo—. El problema es que me quedo sin tiempo. La revisión anual será en unas semanas, tras las fiestas navideñas. ¿Cómo voy a lograrlo con tan poco tiempo? —añadió con tono quejumbroso, dejándose caer sobre el escritorio y apoyando la frente contra la madera, completamente derrotada.
—Creo que te exiges demasiado. Ya le dedicas todo tu tiempo a este trabajo. Apenas tienes tiempo de quedar con tus amigos. Y de citas, ni hablamos. Debes tener… —Se detuvo antes de nombrar la parte de su anatomía a la que se refería y la sustituyó en su mente—… «eso» tan cerrado, que el siguiente que intente penetrarte necesitará un martillo percutor.
Penélope levantó la cabeza del escritorio con la mirada entornada dispuesta a fulminar a su amiga que, en lugar de ayudarla entendiendo sus preocupaciones y angustia, la estaba sacando de quicio. Pero lo único que consiguió fue que Zola, al advertir que se le había quedado una nota adhesiva pegada en la piel, prorrumpiese en carcajadas. Se llevó la mano a la frente y con una mueca se quitó el papel color fucsia, para terminar riendo con ella. Mientras lo hacía, desvió la mirada hacia el contenido de la nota, que recordaba haber escrito hacía unos días, tras leer un artículo online, de la sección de Cultura de un periódico local.
Dejó de reír inmediatamente. Y durante varios segundos se quedó mirando aquel pedazo de papel de color fluorescente, como si fuera una señal divina.
—¿Qué pasa? —le preguntó Zola bajando la intensidad de sus risas, sorprendida.
—Frank Beckett —dijo ella sin apartar la mirada de la nota con tono embelesado.
—¿Tiene que sonarme?
—Si escuchas la mitad de lo que te digo, sí. Te he hablado miles de veces de él. Es ese autor de ciencia ficción tan brillante como para hacerme pasar noches enteras en vela devorando sus libros, aunque sintiese que se me iban a deshacer los ojos del cansancio.
—Dame alguna pista más.
—No puedo creer que no lo recuerdes. Te estuve contando la trama de su última serie; una distopía futurista de acción trepidante con una narrativa hipnótica y oscura. El sentido lírico de la tragedia de sus personajes los convierte en perturbadores y adictivos…
—Vale, vale… Que te pone Verraca.
Penélope alzó una perfecta ceja pelirroja, tras despertar de su momento de ensoñación mientras describía las bondades de su escritor favorito.
—¿Verraca?
—Cachonda, lujuriosa, libidinosa, lasciva… Que te pone como una moto, que te vuelve obscena, guarrilla…
Penélope se tapó los oídos inmediatamente. Bufó, puso los ojos en blanco y empezó a contar mentalmente hasta veinte. Cuando vio que los labios de su amiga se detenían, se destapó los oídos.
—No me pone nada, solo me parece admirable. Tiene una de las mejores mentes para la ficción que he visto en mi vida.
—¿Y está bueno?
—¿Has oído que he dicho que tiene una de las mentes más brillantes?
Zola no le contestó, pues ya, móvil en mano, lo buscaba en internet. No tardó ni un segundo en silbar, como lo habría hecho el más basto de los trabajadores de una obra. Su amiga empezó a abanicarse, mordiéndose el labio inferior, mientras pasaba una tras otra las imágenes que encontró del escritor.
—¡Por Dios! ¿Este tío es de verdad?
Era real, Penélope sabía que era real. Y estaba de acuerdo con su amiga en que era sumamente atractivo, aunque ella no fuera su más fiel adepta llevada por sus encantos físicos. Le había dicho la verdad, admiraba su maravillosa mente, su sagacidad, su capacidad para crear mundos en los que ella desearía vivir para siempre.
No estaba ciega.
La primera vez que lo vio en la solapa de un ejemplar en tapa dura de su primer éxito, había pasado más de diez minutos con la mirada clavada en la suya, como si a través de la foto aquel hombre la hubiese hipnotizado con su mirada azul, su sonrisa ladeada, y la onda sexi que hacía su cabello rubio al caer sobre la frente. Por experiencia sabía lo producidas que estaban esas fotos, que intentaban proyectar una imagen apabullante de éxito, pero a ese hombre no le hacía falta. Descalzo, con el cabello revuelto, un suéter blanco y fino y un pantalón vaquero y desgastado, era… Al recordarlo, sacudió la cabeza con tanta energía que las ondas de su cabello cobrizo azotaron sus mejillas. No debía pensar en eso. Y mucho menos después de que en su mente se trazasen las primeras ideas para un plan que podría salvar su trabajo y el inicio de su futura carrera como agente literaria.
—Créeme, es auténtico. Pero eso no es lo más importante. Hace meses que se rumorea que está sin representación, tras algunos problemas con la agencia anterior. Es solo un rumor… Y no suelo dar crédito a ese tipo de información, pero va a estar en la ciudad esta noche para un encuentro con seguidores de su club de fans. Ha sido una noticia de última hora. Participará de manera frugal en el macroevento que se desarrolla hoy en Lockeford Street y después para sus más acérrimos seguidores, a puerta cerrada, habrá un meet and greet, sin prensa, entrevistas, o cualquier posibilidad de mantener una reunión exclusiva con él.
—¿Y entonces? ¿Cómo piensas hacerlo?
—No lo sé —repuso levantándose para comenzar a caminar por el despacho, frotándose la barbilla, concentrada.
Había intentado varias veces hablar con la asistente personal del escritor para concertar una reunión con él y hacerle una propuesta, pero esta, más parecida a un bulldog que a una ayudante, se había mostrado impenetrable. Frank Beckett tenía fama de reservado e inaccesible y eso alimentaba el misterio en torno a su figura. Concedía contadas entrevistas a los medios, siempre dentro del calendario de firmas y promoción, pero no accedía a alimentar a la prensa amarilla ni foros de cotilleo. Durante sus periodos de encierro creativo, como él mismo lo llamaba, desaparecía por completo, como si se lo tragara la tierra. Y eso era lo que estaba a punto de pasar, pues aquel encuentro era el último que habían publicado en redes como parte de la promoción de la última entrega de su serie distópica. Si no lograba colarse y hablar con él, no volvería a tener oportunidad de hacerlo hasta seis meses más tarde. Y entonces, con total seguridad, sería demasiado tarde para ella, que ya se habría quedado sin trabajo.
Detuvo sus pasos en mitad del despacho, mirando a su amiga sin ni siquiera creer que estuviese a punto de pronunciar sus siguientes palabras, pero la desesperación hablaba por ella. Y antes de permitirse pensarlo un segundo más, dijo:
—Voy a necesitar que me ayudes. Y… un par de pelucas.