Читать книгу Penélope, ¿pececilla o tiburón? - Lorraine Cocó - Страница 9

Capítulo 5

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—¡Oh, Dios mío! No voy a ser capaz. —Su tono fue tan lamentable como la fe que tenía en sí misma en ese momento.

Se dejó caer en el suelo, a los pies de su cama, pues sobre esta reposaba gran parte de su ropa. No quería aplastarla y terminar por arrugarla justo antes de meterla en la maleta. Y desde allí, con el trasero en la alfombra color teja de pelo corto de su cuarto, sentada con las piernas cruzadas y mirando hacia arriba, se sintió aún más insegura. Empezaba a preguntarse en qué momento de su vida había comenzado a seguir los locos planes de Zola. Mucho más cuando se trataba de trabajo. Peor, cuando se trataba de alcanzar su sueño de convertirse en agente y entraba en juego el mayor cliente con el que podía hacerlo. A veces le daba miedo la capacidad de su amiga no solo de tramar ese tipo de cosas sino también la facilidad con la que movilizaba a otros para convencerlos de que llevaran a cabo dichos planes con ella. ¡Había convencido incluso a Ingrid! La dura e inaccesible Ingrid. El mejor perro guardián que había visto en la profesión, temida por todos los agentes. Y la mujer no solo no estaba poniendo oposición, sino que le estaba sirviendo en bandeja a su jefe.

Todo aquello era una auténtica locura. Desde que dejaron el evento en la feria, hasta llegar a su casa, era lo que se había repetido una y otra vez. Entonces Zola la empujó hasta el baño para que se diese una ducha y después, envuelta en su esponjoso albornoz, había empezado a sacar toda su ropa sobre la cama, para decidir qué prendas debía llevarse para pasar las próximas cuatro semanas con Frank Beckett. «¡Frank Beckett!», repitió en su mente con esa mezcla de excitación, ansiedad e incredulidad que la tenía en una nube.

—¡Frank Beckett! —dijo en un susurro, por si al escucharlo de sus labios empezaba a parecerle más real, pero consiguió el efecto contrario. Apretó los labios uno contra otro, hasta emblanquecerlos, con los ojos muy abiertos y la mirada perdida en algún punto de la pared.

—¿Ensayas caras de estar descompuesta? —le preguntó Zola asomando por la puerta. Su respuesta fue fruncir la frente, intentando encontrar sentido a lo que decía.

—Yo lo hago frente al espejo. Son las caras de huida. Cuando quieres irte del trabajo, o te das cuenta de que no llevas el monedero justo en el momento en que te toca pagar en la caja del súper. También es útil la mañana siguiente cuando quieres marcharte de la casa de un tío…, no funciona tanto en la casa de una tía. Ellas intentan hacerte una infusión y hasta darte friegas en la tripa. A mí fue lo que me pasó con una, que al final consiguió que me quedara todo el fin de semana —terminó por decir su amiga con los ojos tan abiertos como el espanto que intentaba mostrar.

Penélope, sin embargo, estaba alucinada por la velocidad con la que era capaz de mover los labios.

—¡Zola! No estaba ensayando nada. Yo no hago ninguna de esas cosas.

—Es verdad, tú eres la niña buena y pringada que paga la compra cuando ve que el de delante se ha olvidado el dinero…

—¿Por qué ser buena equivale a pringada? —preguntó molesta.

—No te enfades conmigo, el mundo está diseñado así, amiga. El mundo está programado así —repitió con condescendencia.

Penélope se limitó a poner los ojos en blanco. Después se dejó caer, echándose para atrás y apoyando el peso en los codos.

—No tengo ni idea de qué meter en la maleta. Ni siquiera sé a dónde vamos.

—¡Ojalá sea uno de esos autores a los que le gusta escribir frente al mar, en una isla caribeña, bebiendo combinados de zumos y ron!

Las dos suspiraron ante esa idea.

—Y tú a su lado, con un escueto bikini que realce esa piel paliducha que tienes.

El sueño en su mente se esfumó al instante, deshaciéndose sobre sus cabezas. Penélope le brindó una mueca a su amiga, que una vez más había conseguido quitar tensión al momento con una broma de las suyas. No sabía qué hacer con ella, pero tampoco sin ella.

—Son muchos días, cuatro semanas y en plenas fiestas. Menos mal que mis padres habían decidido hacer por fin ese crucero de enamorados. De lo contrario no habría sabido qué decirles, qué excusa ponerles.

—¿Que estás trabajando? —dijo con sorna como si fuera más que evidente—. Te gusta dramatizarlo todo. Son solo eso, unas semanas de trabajo —le dijo Zola empezando a meter prendas en su maleta.

No protestó. Su amiga había viajado muchísimo más que ella. Tras la universidad se había pasado dos años recorriendo mundo mientras ella hacía prácticas en diversas editoriales y agencias, para de esa forma enriquecer su currículum lo suficiente como para destacar y llamar la atención de Gina, su jefa. Lo había conseguido, pero muchas veces pensaba que se había perdido gran parte de la aventura y la diversión de aquellos años. Zola, sin embargo, se divertía al límite, aunque no pusiese ninguno en su vida, ni con las amistades, el trabajo, o las parejas, pues se consideraba «sexualmente fluida». Le gustaba tener el mayor número de opciones para todo. Ella, sin embargo, prefería la seguridad y las certezas. Volvió a preguntarse si aquellas diferencias eran las que las hacían tan compatibles, las que las convertían en mejores e inseparables amigas.

Sonrió cuando la vio debatirse entre dos jerséis, uno fucsia y otro naranja. El primero con rombos azules y blancos y el segundo salpicado de cabecitas de gatos en color verde.

—Lo sé, muchas veces yo tampoco sé cuál elegir —dijo ella encantada con sus prendas coloridas de estampados alegres y tiernos que la hacían feliz.

—No es eso, me pregunto si ese día hacían descuento de dos por uno en la tienda, para librarse de estas cosas. El dependiente debió flipar contigo. Porque luego he visto este —dijo mostrándole uno blanco de topos negros y otro con cuello de pico, color violeta con una franja naranja en cuello y puños.

—La verdad, no les veo el problema. He dejado de usar complementos llamativos con ellos, porque Gina me dijo que todo junto era…

—¿Demasiado?

—Confuso. Me dijo que resultaban looks confusos. Pero que las prendas solas eran alegres y mostraban mi esencia. —Alzó la barbilla.

—Desde luego, muestran a la payasita que vive en tu interior.

Cuando Penélope puso los ojos como platos, Zola rompió a reír.

—No te enfades, boba, sabes que nadie es capaz de llevar estas prendas como tú y seguir pareciendo entrañable y achuchable. Aunque no sé si eso es por tu carita de facciones inocentes, tu cabello cobrizo, tus dimensiones… escasas, o esos ojitos de personaje de Disney que tienes.

Zola puso morritos y empezó a aletear las largas pestañas oscuras con tanta rapidez que temió que le estuviese dando un ictus. Pero consiguió lo que pretendía, hacerla levantar del suelo y que empezara a hacer la maleta con ella, riendo.

—Eso no hace falta. Solo ropa cómoda de trabajo —le dijo Penélope arrebatándole de las manos un vestidito negro, mucho más elegante que la ropa que solía usar.

—Meteremos un poco de todo —repuso Zola, arrebatándoselo de nuevo de las manos y volviéndolo a meter en la maleta. Después puso una mano sobre la prenda y la miró a los ojos—. Vas a estar con él en Navidad, en Nochevieja y Año Nuevo y no sabes si te llevará a alguna fiesta.

Esta vez fue ella la que parpadeó frenéticamente.

—No… no va a llevarme a ningún sitio. Solo voy a ser su ayudante. Si tiene que ir a alguna fiesta, lo hará solo.

—¿Lo sabes seguro?

Cuando ella se tomó más de un segundo en sopesar la respuesta, Zola sonrió satisfecha y cerró la cremallera de su maleta.

—Pues eso, se queda, por si acaso. Tienes de todo un poco, hasta ropita interior sexi. —Hizo un contoneo descarado con el cuerpo y ella se puso roja.

—¿Para qué demonios me has puesto ese tipo de prendas? Prefiero ir cómoda.

—Lo sé. Pero ya ha visto tus braguitas de Piolín… Algo que no creo que el pobre hombre pueda llegar a superar jamás. Si por alguna circunstancia termina viéndote de nuevo en ropa interior, que descubra al menos que hay una mujer debajo de ella.

Que le recordase que la había visto en un momento tan vergonzoso atenazó de nuevo los nervios en su vientre.

—No hay posibilidad alguna de que vuelva a verme la ropa interior.

—¡Ay, amiga! Deja de pensar en las cosas que no van a pasar jamás según tú y empieza a ver las oportunidades. Hace unas horas no habrías soñado ni en tus mejores fantasías pasar un día con él. Y ahora tienes la oportunidad de hacerlo cuatro semanas.

—Es cierto, voy a vivir con él cuatro semanas —repitió dejando que las palabras retumbasen en su mente unos segundos. Cuando Zola vio que se quedaba de nuevo ensimismada, sacudió la cabeza.

—Falta tu bolsa de aseo, el maquillaje, el calzado y tu maletín de trabajo. Ve a por el último, que yo me ocupo del resto —le dijo con resolución, tomándola por los hombros y dirigiéndola a la puerta, la instó a salir del dormitorio.

Penélope fue hacia el salón, donde tenía improvisada una pequeña zona de oficina, para cuando se llevaba trabajo a casa. Se dio cuenta de que tenía que enviar varios emails, incluyendo uno, lo más escueto posible, a su jefa en el que explicase su marcha de la oficina durante varias semanas, pero asegurándole que estaría pendiente de todo y en el que insinuase que estaba trabajando en conseguir una nueva cuenta, sin revelarle nada del loco plan con el que esperaba lograrlo. Sobre todo, porque era muy posible que quisiera despedirla en cuanto supiese la verdad.

Zola decía que era mejor pedir perdón que permiso, pero era la primera vez en su vida que ella iba a hacer algo semejante. Estaba nerviosa, pero cada vez que dudaba y pensaba en echarse a atrás, recordaba la pregunta de Ingrid: «¿Está usted dispuesta a hacer lo que sea necesario por el bien de su futuro cliente?». Y las dudas se disipaban de su mente.

Ella podía ser un tiburón. Iba a ser un tiburón, un feroz, implacable y peligroso tiburón, se dijo a sí misma, animándose mentalmente. Y movida por la energía del autoengaño, se dispuso a preparar todas las cosas para su marcha.

Penélope, ¿pececilla o tiburón?

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