Читать книгу Penélope, ¿pececilla o tiburón? - Lorraine Cocó - Страница 8
Capítulo 4
Оглавление—¡Ingrid!
La mujer se dio la vuelta, sorprendida, al escuchar que la llamaban ya a punto de abandonar la carpa. Su sorpresa aumentó al reconocer que se trataba de una de las chicas que acompañaban a la que se había desmayado. Frank les había dicho que podían pedirle lo que necesitasen y ella se había olvidado del tema por completo, dispuesta a marcharse lo antes posible para planificar las merecidas vacaciones que tendría con su marido. En el momento en el que se dio la vuelta, tras poner contra las cuerdas a su jefe, había empezado a imaginar los diversos y exóticos destinos que se abrían en su mente como tentadoras posibilidades. Y dichos sueños se acababan de romper. Aun así, forzó una sonrisa, girándose hacia la chica, pues ella no tenía la culpa.
—¿Algún problema? ¿Puedo hacer algo por vosotras?
La amplia y enigmática sonrisa que le mostró la joven la hizo fruncir el ceño.
—La pregunta no es… ¿qué puede usted hacer por nosotras? Sino, ¿qué podemos nosotras hacer por usted? —Alzó las cejas varias veces sin menguar aquella inquietante sonrisa y temió que fuera una de esas seguidoras locas que mandaban cartas y fotos inquietantes a su jefe cada dos por tres.
Miró a lo largo del pasillo. Solía haber personal de seguridad por todas partes. No solo la que contrataba para proteger a Frank, también estaba la del evento, pero no había nadie. Llevaba horas encontrándoselos por todas partes, y en ese momento, cuando realmente se les necesitaba, ni uno solo.
—Mire, señorita, lo siento mucho, pero el señor Beckett no tiene citas con fans, no puedo conseguirle prendas íntimas suyas, ni que le firme ninguna parte… comprometida del cuerpo.
—¡Señora! Que sí, que el tipo está bueno, pero no toco yo los gayumbos de un tío ni con un palito. ¡Puag! ¡Qué asco! —dijo mostrando su cara más repugnante.
—¿No? Entonces… entonces… ¿qué quiere? —Ingrid preguntó con unas ganas enormes de terminar cuanto antes.
—Ya se lo he dicho, voy a hacerle un favor. No es que estuviese espiándolos, pero estas lonas no proporcionan mucha intimidad, ¿sabe? Mucho menos en una conversación tan intensa como la que acaba de tener con el macizo de su jefe.
—¿Nos ha oído?
—Me temo que sí. Pero ha tenido usted mucha suerte, porque de entre todas las personas que podían haber sido testigos de semejante momento, y tengo que decirle, antes de nada, que ha estado usted magnífica plantándose con él… Si no llega a ser porque no quería que me pillaran la habría vitoreado y todo…
Ingrid no daba crédito a lo que estaba oyendo. Aquella joven era una descarada. Hablaba a mucha velocidad, tanta, que daba la sensación de que solo escupía lo que pasaba por su mente, sin ordenarlo, y sin filtrarlo antes.
—Pero ese no es el caso. Sino el hecho de que yo tengo todas las soluciones a sus problemas.
—Mi problema ahora mismo es que me está entreteniendo y quiero marcharme cuanto antes de aquí. Estoy a punto de tomarme unas vacaciones…
—Lo sé, y por lo que he oído muy merecidas. —Ingrid frunció los labios y se cruzó de brazos—. Pero antes tiene que encontrar una ayudante sustituta y un nuevo agente para el señor Beckett.
—¿De eso va este numerito? ¿Quiere colarse en la vida de mi jefe siendo su nueva ayudante?
—¡No, qué va! No se me ocurre trabajo más tedioso que el de satisfacer todos los deseos de un hombre. —Cuando Zola vio la mirada ofendida de la mujer, decidió sonreír y terminar de explicarle, antes de meter nuevamente la pata—. Yo soy artista, no se me dan bien las agendas y esas cosas. Pero, ¿sabe a quién sí? ¡A mi amiga la desmayada!
Zola le guiñó un ojo al tiempo que hacía el ruido de un chasquido con la boca.
—Señorita, está usted como una cabra —espetó la mujer queriendo girarse para terminar de marcharse, pero se vio sorprendida cuando la joven la tomó por los hombros y la detuvo. Antes de poder ordenarle que no la tocara, ella siguió hablando sin control.
—No me ha entendido. Mi amiga es agente literaria. Una de las mejores, de hecho…
Ingrid alzó una ceja, incrédula.
—¿Pertenece a la agencia de Barbara Queen?
Zola resopló con gesto espantado con tanta fuerza que de sus labios salió una especie de pedorreta.
—¡Claro que no! ¿Cómo hay que ser de engreída para hacerse llamar la reina Barbara?
Ingrid pensó, aunque no se lo iba a reconocer a esa loca, que ella misma había tenido ese pensamiento miles de veces al ver los anuncios de la agencia.
—Le he dicho que es una de las mejores agentes. ¡Es Penélope Appleton!
Ingrid puso una cara rara que no supo descifrar.
—La mejor agente de la agencia de Gina…
De repente pareció iluminada y no la dejó terminar.
—¡Oh! Ya me acuerdo de ella, es esa señorita que me ha dejado al menos una veintena de mensajes para intentar hacer una propuesta a Frank.
Zola abrió los ojos desorbitadamente e intentó disimular el gesto con otro de entusiasmo y asentimiento. No sabía que Penélope era una acosadora.
—Esa misma. Mi chica es la más persistente de todas. No sé usted, pero yo creo que la perseverancia es la clave de un buen trabajo —dijo con una solemnidad forzada que casi hizo que pusiese los ojos en blanco.
Ingrid se sorprendió al pensar por segunda vez que estaba de acuerdo con esa chiflada. Como persona extremadamente disciplinada y sistemática, era una de las incuestionables virtudes que consideraba que debía poseer una buena ayudante, y mucho más una valiosa agente.
Ingrid se detuvo a pensar unos segundos. No lo podía creer, pero era muy probable que aquella loca chica le estuviese ofreciendo de veras la solución a sus problemas. Aun así, debía tener una charla muy seria con la señorita Appleton, porque ella podía estar deseando marcharse de vacaciones, pero no abandonaría a su jefe en manos de cualquiera. Lo protegía como un perro guardián, y no iba a dejar de hacerlo solo por necesitar tomarse unos días para sí misma.
—Está bien. Vayamos a verla. Hablaré con ella y si veo que es adecuada…
—Lo será, no lo dude —aseguró Zola y, tomándola del codo, la guio hasta la sala donde había dejado a las chicas.
—Zola, ¡cuánto has tardado! ¿Dónde has ido a buscar el hielo? —le preguntó Penélope nada más entrar en el espacio en el que las había dejado—. Courteney se ha tenido que marchar para ver la presentación. He insistido en que lo hiciera porque me encuentro bien, pero te ha dejado una nota.
Su amiga miró a un lado y a otro comprobando que así era, con decepción, pero no pudo pensar más en ello, ya que tenía a Ingrid empujándola por la espalda. Mostró una mueca de disculpa para Penélope, alzando las manos.
—Lo siento, me he entretenido por el camino y se me ha olvidado que había salido en busca del hielo.
—¿Se te ha olvidado? —preguntó asombrada Penélope, ya que había sido la misma Zola la que tras descubrir que se había golpeado en un codo al caer, había insistido en que se pusiese hielo en la extremidad.
—Pero vengo con algo mucho mejor —dijo con una gran sonrisa.
—Alguien, viene con alguien mucho mejor —apuntó Ingrid entrando tras ella.
Penélope, que aún estaba medio recostada en el sofá, se incorporó inmediatamente al verla, completamente avergonzada. En un apresurado intento por parecer más normal se quitó de un tirón la peluca y estiró la falda de su disfraz, aunque este último gesto no sirvió de mucho.
—¡Señora Cowell! —exclamó azorada. Llevaba meses persiguiendo a esa mujer y ahora la pillaba allí, disfrazada, en el momento más patético y bochornoso de su vida.
—Y usted es la señorita Appleton, por lo que tengo entendido —repuso la mujer acercándose hacia ella con el brazo extendido, ofreciéndole su mano.
Penélope no lo dudó y le devolvió el saludo tras levantarse con premura. Dedicó a Zola una mirada interrogante y esta le sonrió con picardía.
—He traído a mi nueva amiga Ingrid, porque tras escuchar una conversación, sin querer —puntualizó—, me he dado cuenta de que podemos ayudarnos mutuamente.
—¿Tu amiga? Zola… ¿qué has hecho? —preguntó tensa.
Quería a su amiga, la quería como a la hermana que nunca había tenido, pero el amor no era ciego y sabía que era un imán para los problemas. Que se hubiese marchado a por hielo y minutos más tarde hubiese aparecido con la ayudante de Frank Beckett era muy inquietante y se preguntaba qué había hecho para lograrlo.
—Tengo que decir que al principio era un poco escéptica, su amiga es… peculiar…
El adjetivo, lejos de ofender a Zola, la hizo sentir orgullosa, pues odiaba todo lo que tuviese que ver con la normalidad.
—Pero cuando me ha dicho quién es usted, he empezado a pensar que el plan podía funcionar.
—¿Plan? ¿Qué plan? —preguntó aún más confusa, mirándolas a ambas.
—Uno en el que podrías durante las próximas semanas convertirte en la sustituta de Ingrid, como ayudante de Beckett —apuntó Zola con el gesto de estar soltando la idea del siglo.
—¿Su ayudante? Pero yo ya tengo un trabajo…
—Lo sé, cariño, pero Ingrid necesita unas vacaciones y tú tener acceso a tu escritor favorito con tiempo para convencerlo de que se convierta en tu representado.
—El problema es que Frank no quiere contratar a un agente, aunque hace meses que le hace falta. Su última experiencia fue desastrosa y ahora se niega a que nadie lleve sus asuntos. Sin embargo, creo que con tiempo y conociendo previamente a la persona finalmente terminaría por ceder.
—Pero si no quiere ni oír hablar de agentes, ¿por qué va a querer que una trabaje para él, aunque sea de ayudante? ¿No lo verá sospechoso?
—No… claro que no. Porque no va a saberlo. Le he dicho que buscaría una sustituta para mis cuatro semanas de vacaciones y es lo que he hecho. Le diré que eres mi sobrina, que vives en la ciudad y que estás capacitada para el puesto. No puedes decirle quién eres de verdad porque entonces creerá que es una encerrona y se negará.
—¡Ingrid! Eres maquiavélica… Me gusta cómo piensas —exclamó Zola interrumpiendo. Elevó la palma para chocar con la mano de la mujer, pero esta, tras mirarla confusa, la ignoró dirigiéndose de nuevo a Penélope. Pero antes de que volviese a hablar intervino ella, que empezaba a negar con la cabeza.
—Señora Cowell, yo… le agradezco mucho la confianza que está depositando en mí, pero es un plan descabellado. Sobre todo, porque en algún momento tendría que decirle al señor Beckett la verdad y entonces se enfadaría mucho. No confiaría en mí para que lo representase y a usted podría despedirla.
Ingrid rio con ganas dejándola pasmada, pues estaba siendo completamente honesta. Gina siempre insistía en la importancia de crear vínculos de confianza con los clientes. ¿Cómo iba ella a empezar una relación profesional sólida con Frank Beckett, mintiéndole? No le parecía bien.
—Eres entrañable y refrescante. Sin duda algo insólito en un mundo como este, lleno de tiburones —le dijo Ingrid cuando terminó de reír, y a ella le recordó a cuando Gina la llamaba su pececilla de colores. No le gustaba que lo hiciera, por cariñoso que fuera el apelativo, significaba que no la veía capaz de desenvolverse en una profesión en la que en ocasiones había que sacar los dientes. Y por eso apretó las mandíbulas, resoplando.
—No se confunda, señora Cowell, saco los dientes cuando tengo que hacerlo. Soy dura en las negociaciones y a la hora de defender a mis clientes no hay nadie tan entregado y leal como yo —dijo con un brillo en la mirada alimentado por la necesidad de defenderse como profesional.
—Bien —repuso la mujer satisfecha—, respeto mucho eso porque yo soy exactamente igual. Frank me importa. Es casi como un hijo para mí. Lo he dado todo por él durante los últimos cinco años, por encima de mis responsabilidades porque es un gran hombre. Un hombre que, aunque terco, impertinente, intransigente y hermético…
—¡Vaya perla! —exclamó Zola interrumpiendo. Y ambas la miraron entornando los ojos, por lo que hizo que se cerraba una cremallera invisible sobre los labios y dio un paso atrás.
—En fin, que se merece lo mejor, pero no sabe pedir ayuda. Cree que eso lo hace débil. Y no se da cuenta de que poco a poco se va hundiendo. Yo ya no puedo hacerlo todo sola, y él se ha dado cuenta esta tarde cuando le he dicho que dimitía.
Penélope abrió mucho los ojos al escuchar aquello.
—¡No puede hacerlo, es usted la mejor asistente que conozco! Le puedo asegurar que ninguna otra ha conseguido darme esquinazo durante tanto tiempo.
—Lo sé, son años de experiencia —repuso ella con orgullo—. Y no pensaba hacerlo. Ese chico no sabría qué hacer sin mí.
A Penélope le hizo gracia que llamase chico a un hombre hecho y derecho de treinta y cinco años.
—Pero necesitaba que le lanzara un órdago —continuó la mujer—, y gracias a Dios se lo ha creído. Aunque no servirá de nada si a mi vuelta las cosas siguen como siempre. Necesito su ayuda, señorita Appleton.
Penélope se vio sorprendida por el gesto de la mujer, que la cogió de las manos, de repente.
—Necesito una compañera de equipo, la mejor compañera de equipo. Y créame, conozco a Frank más que él mismo. Si usted logra hacerle ver lo necesaria que es para él, su profesionalidad y cuánto piensa en sus intereses, él no querrá dejarla escapar y la contratará, sin duda. Necesita personas leales y no creo equivocarme al confiar en usted. La pregunta es, ¿está usted dispuesta a hacer lo que sea necesario por el bien de su futuro cliente?
Penélope miró a las dos mujeres que tenían la vista clavada en ella, esperando su ansiada respuesta. Una respuesta que suponía el mayor de los dilemas en su vida. ¿Era capaz de convertirse en tiburón, o seguiría siendo la pececilla de colores que todo el mundo veía en ella?
Tomó tanto oxígeno como para llenar sus pulmones por completo, y luego soltó el aire con la lentitud de un globo pinchado, mientras la tensión de la espera se hacía palpable. Una voz interior, esa que la recriminaba por no haber conseguido llegar al punto que quería en su profesión, se rio de ella y entonces, cerrando los ojos con fuerza, como si temiese cada palabra que iba a salir de sus labios, dijo:
—Está bien, lo haré. —Nada estalló a su alrededor, pero antes de darse cuenta, estaba siendo abrazada por Ingrid y Zola, que celebraban su respuesta con un entusiasmo tan grande como la ansiedad que empezó a atenazarle las entrañas.