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PRÓLOGO

La obra de L. C. Fillion que presentamos puede considerarse un libro clásico en su género. En efecto, después de muchos años de su aparición en 1922, sigue despertando el interés. No en vano se ha traducido a diversos idiomas, ha sido premiada por la Academia Francesa, ha alcanzado numerosas ediciones y se la sigue valorando como una de las mejores biografías de Jesucristo. Es cierto que, desde el punto de vista científico, se han dado nuevos pasos en el conocimiento de los Evangelios, se han descubierto nuevos datos históricos y arqueológicos que no estuvieron al alcance de L. C. Fillion. Sin embargo, cuanto escribió mantiene su valor y, sobre todo, permanece su apasionada visión, atrayente y serena, de la figura de Jesús, descrita con rigor científico, según los conocimientos bíblicos de su época, y expuesta desde la fe de un gran exégeta como fue Fillion[1].

Nos cuenta el autor, en el prólogo de la primera edición francesa, que, durante veinte años al menos, le habían solicitado que escribiera sobre la vida de Jesús. Otros trabajos más urgentes y empeñativos se lo impidieron. Pero al mismo tiempo esos trabajos le preparaban y enriquecían en sus conocimientos de la Sagrada Escritura y, en especial, de los Evangelios. Como un adelanto y esbozo publicó en París (1917) el libro Notre Seigneur Jésuschrist d’après les évangiles, obra acogida con sumo agrado, tanto en Francia como en otros países[2]. Ello movió a Fillion a entregarse de lleno al proyecto inicial de una vida científica del Salvador. Le dedicó cinco años de intenso trabajo y se publicó, como dijimos, en 1922. El título completo es Vie de Notre Seigneur Jésus-Christ. Exposé historique, critique et apologétique. El subtítulo refleja la época en que aparece y explica la amplia introducción que el original francés contiene. Con buen criterio, la edición española preparada por J. Leal suprime ochenta y siete páginas de dicha introducción sobre diversas cuestiones, que hoy se contemplan desde otra perspectiva y no tienen tanto interés para el lector medio, o gran público.

La primera edición española aparece en Madrid (1924-1927) en cuatro volúmenes. La traduce V. M. Larrainzar, religioso capuchino, sobre la novena edición francesa. La aceptación del público español fue muy buena. Después de seis ediciones, el jesuita J. Leal, profesor de Sagradas Escrituras de la Facultad Teológica de Granada, prepara una séptima edición que aparece en Madrid, en 1959. Su objetivo fue actualizarla, añadiendo nueva bibliografía, pero respetando al sumo el texto de Fillion, traducido por Larrainzar.

En el prólogo de dicha séptima edición, recuerda Leal que la obra de Fillion «tiene siempre un valor permanente: exegético, histórico, teológico y patrístico. Junta la ciencia con la piedad atrayente. La suma de todos estos valores no se encuentra en ninguna de las otras vidas escritas anteriormente. Por esto puede y debe seguirse publicando la Vida de Cristo que publicó Fillion en 1922».

Parte de la obra de Fillion, incluso con la actualización de Leal, es susceptible de nueva revisión bibliográfica. De esa manera se remozaría su nivel científico. Pero al mismo tiempo se introducirían cuestiones ajenas a Fillion, algunas de ellas contrarias incluso a la obra original. Por otro lado, el público al que se dirige esta nueva edición que presentamos no es un público especialista en cuestiones cristológicas o bíblicas. Por eso, y después de un ponderado examen, nos decidimos por una edición sin aparato crítico, incluido el del mismo Fillion, carente hoy de interés para el gran público al que nos dirigimos. Sin embargo, ello no implica eliminar sus numerosas aportaciones en el campo de las citas bíblicas y patrísticas, cuyo valor permanece. En ocasiones, las menos posibles, completamos los datos que da Fillion respecto a circunstancias conyunturales de tipo político, social o arqueológico relacionadas con los Evangelios, modificadas por el transcurso del tiempo. Cuando esto ocurra lo haremos notar en las notas a pie de página mediante un asterisco.

De todas formas, creemos conveniente presentar en esta introducción algunos aspectos actuales de los estudios cristológicos. Ante todo recordemos cómo a partir del año dedicado a Jesucristo, «Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo»[3], en la preparación previa al tercer milenio, se ha contemplado de modo particular la figura de «Jesucristo, el mismo ayer y hoy, y por los siglos»[4]. Precisamente porque Cristo sigue presente entre nosotros, con una actualidad permanente, es necesario volver una y otra vez a contemplar su figura y meditar su mensaje. Para ello, como dice la carta apostólica Tertio millennio adveniente, es preciso recurrir con renovado interés, aunque no de modo exclusivo ni excluyente, a la Sagrada Escritura. Con ello ratifica este documento pontificio la línea actual de los estudios cristológicos, la vuelta a la Escritura. En efecto, el dato bíblico es el principal fundamento de dichos estudios.

La razón de ello está en que se busca fundamentar el acontecimiento Jesús, el Cristo, tal como es accesible en el Nuevo Testamento[5]. Este principio es básico, porque de hecho se dan estudios sobre Jesús que fluctúan debido a que falta la fe en su condición de Hijo de Dios, reflejada sobre todo en los Evangelios. Es preciso, por tanto, tener una noción clara de que la cristología es una parte de la doctrina de la fe y, por tanto, ha de exponer de manera sistemática los datos sobre Cristo, tal como aparecen en el Nuevo Testamento[6]. «La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios —sostiene el Catecismo de la Iglesia Católica[7]— es el signo distintivo de la fe cristiana». Así se deduce de las palabras de San Juan en su primera epístola: «En esto conocéis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios...»[8].

Es evidente que el Papa Juan Pablo II insiste en la perenne actualidad y presencia de Cristo, apoyado en el texto de Hb 13, 8, ya citado[9]. Así se define perfectamente la perspectiva del gran Jubileo, porque ante todo se trata de dirigir nuestra atención hacia la persona de Cristo, al tiempo que se nos recuerda, además, el doble aspecto de su misterio: una perfecta firmeza —Él permanece el mismo— y un poderoso dinamismo, que se propaga a través de todos los tiempos[10].

Así pues, lo que Jesucristo era ayer, lo es igualmente hoy y lo será siempre. Un apoyo solidísimo y perfectamente estable, de tal forma que para los creyentes ya no existe ningún motivo para buscar otro apoyo. Pero no se trata sólo de solidez y estabilidad. Por eso el autor inspirado, en la presentación del misterio de Cristo une siempre a la estabilidad la fuerza de su dinamismo. De ese dinamismo se derivan consecuencias para la vida cristiana, que debe caracterizarse por una constante fidelidad a Jesucristo, para que sea al mismo tiempo impulso generoso y no rígido inmovilismo[11].

Cuando repetimos «Jesucristo ayer, hoy y siempre», revivimos nuestra fe en Jesús glorificado junto al Padre. Reforzamos, además, la confianza en su capacidad para acudir en nuestra ayuda, así como el compromiso de dar paso en nuestra vida al dinamismo de su misterio, dinamismo de amor generoso que vence al mal, al mismo tiempo que acepta padecer, para mejor compartir y propagar la unión de todos en la caridad divina[12].

En el hombre, creado a su imagen y semejanza, Dios había diseñado un esbozo de su eventual automanifestación en la historia, preparando de ese modo un «camino» para su irrupción libre en el tiempo y en el espacio. La encarnación del Verbo constituye esa entrada de Dios en la Historia, colmando así el anhelo supremo de los hombres. Pero al mismo tiempo, la humanidad del Verbo desde su plenitud creatural desemboca en Dios, donde alcanza su máxima realización. Por eso, «la encarnación de Dios es el caso supremo de la actuación esencial de la realidad humana, actuación que consiste en el hecho de que el hombre es aquel que se abandona al misterio absoluto que llamamos Dios»[13].

Por tanto, el dinamismo del misterio de Cristo va modelando a través del tiempo al hombre[14], renovado así en su imagen y semejanza con Dios, según el proyecto primigenio del Creador. Por tanto, en Cristo tenemos al nuevo Adán, el hombre nuevo, en fórmula de San Pablo[15]. En este sentido, «la vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo Único del Padre»[16]. Es San Juan el que nos recuerda que Jesús se autodefine como el Camino[17] o, lo que es lo mismo, el modelo que hay que imitar, o mejor aún, el hombre nuevo en el que nos hemos de transformar, mediante la gracia de Dios.

Esta doctrina de la identificación del cristiano con Cristo, hasta el punto de ser «alter Christus», o «ipse Christus»[18], está atestiguada desde los orígenes históricos de nuestra fe[19]. En realidad ya San Pablo afirmaba con audacia que es Cristo quien vive en él[20]. Y en otro momento, afirmará con claridad que para él vivir es Cristo[21]. Es una verdad que atañe a todos los elegidos: «...a los que de antemano eligió también predestinó para que lleguen a ser conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que él sea primogénito entre muchos hermanos»[22]. Léon-Dufour[23] recuerda cómo Orígenes estima que en Juan, símbolo de los discípulos del Señor, está Jesús mismo ya que es «mostrado por Jesús como otro Jesús. En efecto, si María no ha tenido más hijos que Jesús, y Jesús dice a su Madre: “He ahí a tu hijo”, y no “He ahí otro hijo”, entonces es como si Él dijera: “Ahí tienes a Jesús, a quien tú has dado la vida”. Efectivamente, cualquiera que se ha identificado con Cristo no vive más para sí, sino que Cristo vive en él (cfr. Gal 2,20) y puesto que en él vive Cristo, de él dice Jesús a María: “He ahí a tu hijo: a Cristo”»[24].

El Padre nos entrega al Hijo Unigénito, que al encarnarse se presenta «como realidad anticipada de una nueva posibilidad de existencia, como inicio de la nueva humanidad, como promesa de la liberación definitiva, es decir, como garantía de que el fin de la trayectoria humana no es la muerte sino la vida, una vida que por su definitividad llamamos eterna, y comienza ya en el tiempo»[25].

Con la Encarnación del Hijo de Dios la vida humana alcanza una nueva dimensión, o por mejor decir, se vuelve a la dimensión original que el pecado rompió. Más aún, la recuperamos con la inmensa ventaja de nuestra incorporación a Cristo, nuevo Adán. Se manifiesta así la magnanimidad divina que, «frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!»[26]. Cristo ha penetrado en el misterio del hombre. Por eso, como dice el Vaticano II, «en realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»[27]. Nos recuerda también el último Concilio, citado por la Redemptor hominis, cómo Cristo «que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia humana de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado»[28].

«El cristiano —afirma el Beato Josemaría Escrivá— debe vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo... de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!»[29]. También Juan Pablo II se refiere a cómo «el Espíritu Santo forma desde dentro al espíritu humano según el ejemplo divino que es Cristo. Así, mediante el Espíritu, el Cristo conocido en las páginas del Evangelio se convierte en la «vida del alma», y el hombre al pensar, al amar, al juzgar, al actuar, incluso al sentir, está conformado con Cristo, se hace “cristiforme”»[30]. También el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: «Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo[31]: Él es el «hombre perfecto»[32] que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anodadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar[33]... Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él»[34]. En el Sínodo sobre América explicaba Juan Pablo II que la conversión equivale a encontrarse con Jesús y unirse a Él, hasta ser uno con Él: «la conversión —decía— es encuentro con Cristo, encuentro que implica transformación de nuestro pensamiento, de nuestra voluntad, de nuestro corazón. De esta conversión, que es un paso del yo al tú de Cristo, nace la comunión, el nosotros que se forma con la unión entre el propio yo y el tú del Señor».

Es verdad que ello no conlleva una uniformidad en los que siguen a Cristo y viven en Él. Hay como una determinada medida para cada cristiano, la «mensura Christi»[35]. «Todos nosotros —dice San Pablo—, que con rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor»[36]. Esa identificación con Cristo, por otro lado, no conlleva la absorción del hombre en Cristo, sino que se mantiene la diferenciación. El término «otro» tiene una doble significación: el cristiano es otro Cristo porque lo hace presente con su conducta, pero al mismo tiempo es otro diverso de Cristo pues le ama y cree en Él[37].

En los tiempos de crisis es preciso volver a los temas capitales, esenciales. Por eso la cuestión cristológica adquiere hoy nueva significación y urgencia. En los últimos años los estudios teológicos sobre Cristo han ocupado espacio muy amplio. No sólo en cantidad sino, más aún, en calidad[38]. La teología se caracteriza hoy por una clara «concentración cristológica»[39]. En efecto, se hace una referencia continua a Cristo, como fuente y criterio de la teología, como lo esencial de cuanto hay que decir. Ello no significa uniformidad en el discurso teológico, pues de hecho se dan diversas cristologías.

«La Cristología —podemos decir— no es otra cosa que la explicación más consciente posible de la fe en Jesús el Cristo»[40]. Explicación que llega a las derivaciones de esa fe en Cristo, entre las que tenemos la realidad de la Iglesia. Por ello, al tratar del sentido y el significado que hoy tiene la Iglesia, así como de su papel en el mundo actual, se buscan soluciones variadas con resultados diferentes. Sin embargo, el sentido y el fundamento de la Iglesia no está en una idea, ni en un principio o en un programa, ni en dogmas particulares o en preceptos morales, ni en cier tas estructuras eclesiales o sociales. Todo esto posee su significado y su normativa. Sin embargo, el fundamento y el sentido último de la Iglesia está en un nombre, en una persona: en Jesucristo[41]. Su figura tiene, por tanto, un carácter único y singular, que ha venido al primer plano en la discusión teológica.

Hay que tener en cuenta que se dan múltiples afirmaciones cristológicas en el Nuevo Testamento, y es conveniente conseguir una panorámica que facilite una comprensión más profunda de Cristo. Una buena síntesis de las cuestiones centrales y una valoración de conjunto puede verse en J. Ratzinger[42].

Un autor que aborda la cristología desde una perspectiva actual es R. Schnackenburg[43]. En él nos vamos a detener, dado el interés que en la cristología tiene su obra. Se centra sólo en los Evangelios y hace unos recorridos amplios y profundos por los textos. Aunque se fija en los diversos títulos cristológicos, no los estudia de forma directa. Trata de individuar la visión cristológica de cada evangelista, presentando luego una visión unitaria y una síntesis. Termina su cristología con un epílogo en que esboza unas líneas para el futuro de los estudios cristológicos.

Explica el viejo profesor alemán cómo el método histórico-crítico ha llevado a resultados muy diferentes, no siempre positivos, en el campo de la investigación sobre Jesús, en la que está empeñado desde el resurgir de la exégesis bíblica católica en el año 1943, con la encíclica Divino Afflante Spiritu. La situación actual, con frecuencia desalentadora, le ha inducido a intentar una vez más un acercamiento diverso a la persona de Jesús, que vino históricamente y, al mismo tiempo, vive todavía junto a Dios y a la Iglesia, aunque ha dudado realizar esta tarea que, en definitiva, quiere ayudar a un encuentro con Cristo vivo, que nos repite hoy su llamada. Se dirige Schnackenburg a la comunidad de creyentes, por lo cual se coloca entre fe e historia, teniendo en cuenta la crítica histórica, pero sin entrar en cuestiones discutibles. De todas formas, la investigación histórica es necesaria para evitar el peligro de que Jesús sea considerado como un héroe mitológico. Por otra parte, el estudio histórico contribuye a que la confesión de fe en Él, como Mesías e Hijo de Dios, no quede abandonada a merced de un fideísmo irracional[44].

En ocasiones los estudios críticos-históricos han podido suscitar dudas, pero a pesar de ello los cristianos creyentes conservan la fe en Jesucristo, portador de la salvación y redentor del mundo[45]. La fe y la historia tienen entre sí una recíproca y particular conexión. Así en el curso de los años se han presentado de continuo movimientos religiosos que han influido y modificado el camino de la historia. Con sus convicciones de fe, eminentes personajes han arrastrado tras de sí a hombres y pueblos. Provocan unas convicciones que, a su vez, actúan sobre la historia. De entre todos esos líderes religiosos, destaca Jesús el Cristo, cuyo mensaje, desde hace dos mil años, anima la vida espiritual y cultural de gran par te de la humanidad.

Por eso precisamente en el cristianismo se manifiesta la interdependencia entre la historia y la fe, no sólo exteriormente, sino desde su origen y en lo íntimo de su estructura. Podemos afirma que el Evangelio se construye en tres estratos: el tiempo de Jesús, el tiempo postpascual y el simbolismo como medio de acceso a la comprensión del Jesús total representado en los dos primeros estratos señalados. Todos los evangelistas narran dichos y hechos de Jesús, pero al mismo tiempo que predican, profundizan en el sentido de lo ocurrido. Ello no implica un doble plano en su visión de Jesús. Lo que sucede es que se capta el pasado desde el ambiente vivo y dinámico del presente. Por eso la crítica contemporánea ha superado los límites de la lectura bultmaniana extremadamente reductiva en el IV Evangelio. Separar el Das (el hecho que) de la revelación, de Jesús y en Jesús, del Was (el contenido) de la Revelación es una empresa que anula el acontecimiento mismo de la Revelación. Lo que no tiene contenido histórico y lo que no tiene una consistencia en cierto modo cognoscible, no puede tener un significado para el hombre y para su salvación[46]. Para el cristianismo el problema del nexo entre fe e historia se encuentra, por así decir, en su propia cuna.

En definitiva, en la acogida de la persona de Cristo y de su doctrina interviene la fe del que escucha y también la fe del que predica, porque el testimonio apostólico es un testimonio de fe, de una fe cuyo objeto se enraiza en la verdad histórica: Cristo que vive en la Iglesia no es más que uno con el Jesús histórico que el testigo ocular ha visto[47]. Jesús, en efecto, es una figura histórica cuya irradiación universal ha sido posible gracias a la fe en su resurrección y en su condición divina[48].

Sin una actitud creyente y abierta de quien se sabe interpelado por las palabras de Jesús, sin la fe, nos encontramos ante un muro, caemos en el enigma y la oscuridad, como ocurre a los discípulos cuando, según San Marcos[49], no entienden y son reprobados por el Señor por su ceguera y sordera a causa de la dureza de su corazón. Quien se acerca a la figura de Cristo con el despego frío del histórico, no puede responder a la cuestión que se refiere al misterio de la persona de Jesús, ni percibir la fuerza que emana de Él, el poder vivo de su palabra y sus acciones, la potencia envolvente de su padecer y su morir. Ello no significa que sea un error el intento de conocer a Jesús de Nazaret como figura histórica, de conocer sus palabras y sus hechos reales[50].

Es imprescindible, por tanto, una cierta preocupación de crítica histórica, pero dentro de un justo equilibrio, porque un exceso en dicha actitud crítica conduce a conclusiones hermenéuticas demasiado negativas, como ocurre hoy en algunas ocasiones. Por otro lado es necesaria una sistematización de los datos históricos, lo cual supera los límites estrictos de la historia. La imagen histórica, aun siendo necesaria, no es más que un esbozo, completado cuando los datos de la Revelación son profundizados. El «pecado original» de la distinción entre el Jesús de la historia y el de la fe pesa todavía hoy en algunos autores[51]. Sin embargo, la identidad entre el Jesús de la Historia y el Cristo de la fe «pertenece a la esencia misma del mensaje evangélico»[52].

De todas formas, hay que tener presente que los relatos evangélicos no son una mera narración histórica de lo ocurrido, sino una exposición catequística de la fe, basada sobre hechos históricos pero trascendiendo la Historia. Como insinúa San Lucas en el prólogo de su Evangelio, el conocimiento de los hechos ocurridos comporta una mayor solidez en las enseñanzas recibidas. Así pues, la cristología estima en su justo valor y recoge todo lo que en las fuentes encontramos referente a Cristo. Puesto que se trata de una parte de la teología bíblica del Nuevo Testamento y paga su tributo tanto al método histórico como a la filología y a otras ciencias auxiliares, la cristología se esfuerza en presentar a Cristo en cuanto que ha sido objeto de la fe de los Apóstoles y de los fieles de la generación sub-apostólica, que implica la concatenación con el Mesías del Antiguo Testamento, según la relectura de los apóstoles, y la teología propiamente dicha sobre el Jesucristo del Nuevo Testamento[53].

El método histórico es extremadamente necesario para descubrir los diversos estadios y estratos de la tradición oral y escrita. Pero al mismo tiempo debe estar guiado por un correcto principio teológico. Por otro lado no hay motivos para dar mayor valor a un estrato posterior o anterior. A la luz de la fe todo ha de ser recibido en la unidad. Por último, si un mero acto de fe en Cristo no se puede realizar sin la acción del Espíritu Santo, tanto más es necesaria su asistencia en el estudio de todo lo que el Nuevo Testamento nos enseña sobre él[54].

Después de Bultmann era necesario interesarse nuevamente por el Jesús de la historia. Pero hoy aparece el peligro contrario, reduciéndose todo a una «jesuslogía». Con el desarrollo de los métodos históricos y de la sociología aplicada a la exégesis se corre el riesgo de ver en Jesús sólo al hombre de su tiempo, que es interesante pero sólo desde el punto de vista social o político. Es una lectura muy reductiva que vacía el misterio de Cristo. Prescinde de la fe que confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, en quien actúa el Espíritu Santo[55].

El conocimiento del sentido que tiene la historia de Jesús se realiza de modo progresivo. Sin embargo ese desarrollo progresivo no es una evolución cualitativa, sino la explicitación de un hecho, demasiado excelso para comprenderlo con rapidez en su misteriosa profundidad. Por tanto, no se puede nunca olvidar el engarce con la historia, subrayado por los cuatro evangelistas y por el kérigma de la iglesia primitiva. La Encarnación no es un mito, sino la inserción de Dios en la Historia. Por otro lado, la historia de Jesús no termina con su muerte, sino que continúa presente y viva en la Iglesia[56]. Además, Jesús está siempre más allá de los retratos que se hacen de Él, no sólo en su pasado histórico, sino también en el presente y en el futuro, ya que Cristo, Señor de la Histo ria, se revela continuamente en el tiempo. J. Jüngel, citado por Segalla, afirma: «Hay cosas y hechos, personas y acontecimientos, que vienen a ser tanto más misteriosos cuanto más se les conoce»[57].

Quizá convenga recordar que la existencia de Jesús es también un hecho probado por la ciencia histórica. «Las investigaciones históricas —dice la Pontificia Comisión Bíblica— que han probado su valor en el conocimiento de los personajes y de los hechos del pasado, se imponen también, sin duda, en el caso de Jesús de Nazaret. No se puede despre ciar ningún dato concerniente a las circunstancias de lugar o tiempo que nos haya sido trasmitido.

«Sin embargo, el simple análisis del texto no es suficiente. En efecto, esos textos han sido redactados y recibidos en una comunidad que no vivía de ideas abstractas, sino de la fe que nacía, y se profundizaba progresivamente, en la resurrección de Jesús, acontecimiento de Salvación inserto en la experiencia de comunidades judías diversas»[58].

Así, cabe mencionar algunos testimonios antiguos no cristianos sobre Jesús. Por ejemplo, entre los romanos, tenemos al historiador Tácito que escribió en sus Anales (hacia el 116) que los cristianos se llaman así por el nombre «de Cristo al que, bajo el imperio de Tiberio, el procurador Poncio Pilato había condenado al suplicio». También Suetonio, en su biografía del emperador Claudio, escribió hacia el año 120 que este emperador expulsó a los judíos de Roma a causa de los tumultos habidos entre ellos «por instigación de Cresto» (= Cristo). Pudieran verse en el trasfondo las discusiones que, en torno a Cristo, tuvieron lugar en el imperio romano[59]. Plinio el Joven, procónsul de Bitinia desde el 111 al 113, en una de sus cartas al emperador Trajano, dice que «los cristianos se reúnen en un día fijo, al alba, y cantan un himno a Cristo como a un Dios».

Existen también algunos testimonios de escritores judíos no cristia nos. Es especialmente significativo un pasaje de Flavio Josefo (a. 37-105). Es cierto que la autenticidad del texto se discute, por la posibilidad de una interpolación cristiana. Sin embargo, parece cierto que el texto original hablaba de Jesús: «Por este tiempo vivió un hombre sabio, si es que podemos llamarlo hombre. En efecto, fue uno que realizó hechos prodigiosos y fue un maestro de tal categoría que el pueblo aceptaba la verdad con gozo. Además de eso, conquistó a muchos judíos y a muchos griegos. Fue el Mesías. Cuando Pilato, al ver que lo acusaban hombres del más alto rango entre nosotros, lo condenó a ser crucificado, los que lo habían amado desde el principio no lo abandonaron. Al tercer día se les apareció, devuelto a la vida. Porque los profetas de Dios habían profetizado estas y otras mil cosas maravillosas sobre él. Y la comunidad de los cristianos, que recibió de él su nombre, no ha desaparecido hasta ahora»[60]. Este pasaje está recogido en todos los códices de las Antiquitates Iudaicae y lo cita ya en el siglo IV Eusebio de Cesarea[61]. Sólo en el siglo XVI se empezó a dudar de su autenticidad, no tanto por razones de transmisión textual como por su contenido francamente positivo respecto a Jesús. Parece ser que el primero en hablar de una interpolación cristiana de este texto fue Hubert van Griffen en 1534.

No obstante, una confirmación indirecta de la autenticidad del testimonium flavianum parece proceder de S. Pines, profesor en la Universidad hebrea de Jerusalén, en su An Arabia Versiôn of the Testimonium Flavianum and its Implications, Jerusalem 1971. Pines analiza un texto árabe del siglo X, Kitab al-Unwan (Historia universal), del obispo Agapi to de Hierápolis, el cual, al enumerar varias obras que hablan de la crucifixión de Cristo, cita también a «Josefo el judío» y recoge casi al pie de la letra el testimonium flavianum[62].

Dejando aparte la cuestión del fundamento histórico del cristianismo, Jesús es algo importante para nuestro mundo pues de Él brota una corriente espiritual de gran calado, también en nuestro tiempo. La magnitud del número de publicaciones sobre todos los aspectos históricos de Jesucristo es enorme y casi incalculable, hay tal número de opiniones contrastantes entre sí y excluyentes unas de otras, que se tiene la impresión de ser un laberinto de opiniones[63].

Por tanto, sólo desde la fe se puede acoger la figura de Jesús. Él no es un personaje como César, Napoleón o alguno de los grandes protagonistas de la historia universal, que entran en el decurso de los acontecimientos mundiales. Él rompe los moldes de la historia, la supera. No es tampoco un genio como Platón o Aristóteles u otro filósofo, sino que habla desde otro horizonte, e intenta responder a las cuestiones sobre el sentido de la existencia y los deberes del vivir humano, a partir de una visión más profunda del hombre inserto en Dios, de la verdad que se funda en Dios[64]. El cristianismo primitivo está persuadido e impregnado de esta convicción, es decir, todos los testigos de Jesús se sitúan en el terreno de la comprensión religiosa[65].

Es cierto que a Jesús se le puede contemplar desde diferentes ángulos. Sin embargo, las distintas imágenes resultantes han de tener en común la identidad del mismo Jesucristo. Por tanto, la variedad y la unidad son dos fenómenos evidentes en la cristología. La diversidad de símbolos para representar a los cuatro evangelistas, es señal de la diversidad de concepciones que cada hagiógrafo tiene de su propia visión cristológica. Para Marcos la cristología apunta hacia Jesús como el Hijo de Dios y el Hijo del hombre. Para Mateo, en cambio, la imagen de Cristo viene condicionada por la perspectiva judeocristiana del cumplimiento de las antiguas Escrituras, así como por la idea del Reino que se inicia con la Iglesia, en la que Jesús permanece y continúa su obra. Por su parte, Lu cas pone el acento en la transición del Israel antiguo al nuevo, insiste en la humanidad de Cristo que interviene en favor de los pobres y de los que sufren, destaca la presencia de las mujeres y pone de relieve la profunda piedad de Jesús[66].

Mientras en los Sinópticos se abre la perspectiva de la Salvación de la Persona de Cristo a partir de su vida terrena, en el IV Evangelio todo se abre desde su ser originario junto a Dios. En este caso se puede, por tanto, hablar de una cristología «de lo alto», de una cristología «alta» que sobrepasa a los Sinópticos, elevándose hasta la «divinidad» de Cristo[67]. Las cristologías que parten del «Jesús histórico» se presentan, en cierto modo, como «cristologías de base». Por el contrario, aquellas que ponen el acento en la relación filial de Jesús con el Padre pueden llamarse «cristologías de altura». Muchos de los ensayos contemporáneos se esfuerzan en unir ambos aspectos, mostrando, a partir del estudio crítico del texto, que las cristologías implícitas, o implicadas en las palabras de la experiencia humana de Jesús, presentan una continuidad honda con las cristologías explícitas del Nuevo Testamento[68].

La Cristología del IV Evangelio[69], observa Schnackenburg, puede considerarse formulada desde una cierta distancia de la muerte de Jesús en la Cruz, cuando ha pasado bastante tiempo tras la ascensión de Cristo. Ello permite pensar que se ha verificado una evolución desde la perspectiva pascual[70]. Y es lógico que fuera así, pues el tiempo transcurrido permitió una mayor profundización en los datos recibidos de la predicación primera, realizada por Cristo y continuada por los Apóstoles. El Evangelio de Juan es una obra de fines del siglo I, como dice la tradición. Por tanto, una obra de mayor madurez teológica, de más amplio y hondo conocimiento del mensaje evangélico. Según esta reflexión, es comprensible que una de las características de la cristología joánica sea la multiplicidad de títulos aplicados a Jesús. Se podría decir que el evangelista ha querido concentrar en Jesús la totalidad de las figuras tradicionales que tienen alguna relación con la salvación. Así Jesús es llamado Cordero de Dios, Mesías, Cristo, Profeta como Moisés, Hijo del hombre, Hijo de Dios, Lógos, etc.

En realidad todos esos títulos se sitúan en el punto de partida de una argumentación que conduce a presentar a Jesús como el Hijo de Dios, no sólo en el sentido estrictamente mesiánico, sino también en el sentido jurídico de representante plenipotenciario del Padre, enviado al mundo para realizar la salvación definitiva y escatológica. En otros términos, todo el IV Evangelio hace pasar al lector de la confesión de Natanael que lo aclama como Rey de Israel, hasta la de Tomás, que lo reconoce como Dios y Señor[71].

En el conjunto de todo el Evangelio sólo la figura del Hijo del hombre se puede comparar con la figura del Hijo de Dios. Estas dos designaciones sirven como polos que atraen las dos concepciones critológicas mayores de Juan, dos esquemas bien estructurados y coherentes. El esquema principal, de tipo jurídico, presenta a Jesús como el Hijo plenipotenciario del Padre, el Enviado escatológico de Dios que tiene el mandato de realizar la salvación del mundo. Este esquema de orientación horizontal está modelado como el camino terrestre del mensajero. El otro esquema, de tipo apocalíptico y de orientación vertical, presenta a Jesús como el Hijo del hombre trascendente, bajado del cielo como único revelador de las cosas celestiales. Esa revelación llega a su punto culminante con la hora de su glorificación en la Cruz, en su Resurrección y Exaltación, la hora del juicio del mundo[72].

El citado documento Biblia y Cristología trata sobre las diferentes perspectivas cristológicas de los cuatro Evangelios. Recuerda como las tradiciones evangélicas se reunieron bajo la luz pascual, hasta que quedaron fijadas en cuatro libros. Estos ciertamente contienen lo que Jesús hizo y enseñó, pero presentan además sus interpretaciones teológicas[73]. En éstas por tanto hay que buscar la Cristología de cada evangelista. Esto vale especialmente en el caso de Juan, llamado por los Padres con el nombre de «Teólogo». De igual forma los otros hagiógrafos neotestamentarios han interpretado de modo diverso los hechos y los dichos de Jesús, sobre todo su muerte y resurrección. Por eso cabe hablar de una cristología del Apóstol Pablo, que se desarrolla y se modifica tanto en sus escritos como en la tradición que proviene de él. Otras cristologías se encuentran en la carta a los Hebreos, en la 1 de Pedro, en el Apocalipsis de Juan, en las epístolas de Santiago y Judas, en la 2 de Pedro, aunque no se dé el mismo desarrollo y progreso en estos escritos.

Estas cristologías se distinguen no solamente por las diferentes aclaraciones, proyectadas sobre la persona de Cristo en quien se cumple el Antiguo Testamento. También una u otra cristología aportan nuevos elementos, en particular los «evangelios de la infancia» de Mateo y de Lucas, que enseñan la concepción virginal de Jesús, mientras los escritos de Pablo y de Juan nos desvelan el misterio de su preexistencia. Un tratado completo de «Cristo Señor, mediador y redentor» no existe en ninguna parte. El hecho es que los autores del Nuevo Testamento, en cuanto doctores y pastores, testimonian sobre el mismo Cristo con diferentes voces en la melodía de un canto único.

Es preciso tener en cuenta que estos testimonios diversos han de ser recibidos en su totalidad, para que la cristología, en cuanto conocimiento de Cristo fundado y enraizado en la fe, sea verdadera y auténtica. Es correcto que uno sea más sensible a un determinado aspecto. Pero todos esos testimonios constituyen un solo Evangelio y ninguno de esos testimonios puede ser rechazado[74].

Con estos presupuestos tratamos de reflexionar sobre lo que es el centro vivificante e informador de toda la fe cristiana: la fe en Jesús, el Cristo[75]. Esa doctrina sobre la centralidad de Cristo la expresa el Catecismo de la Iglesia Católica al decir que «en el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre...»[76].

En definitiva, la redención se verifica en Cristo, «cuya vida terrestre constituye el centro del tiempo, el centro de la historia humana»[77]. Es cierto que la figura de Cristo nos desborda con mucho, pero tenemos datos suficientes para conocer de modo satisfactorio, aunque sólo aproximado, la grandeza del Hijo de Dios hecho hombre. Hay muchas cosas, en efecto, que interesan a la curiosidad humana pero que se omiten en los Evangelios. Así, sabemos muy poco de su vida en Nazaret, «e incluso una gran parte de la vida pública no se narra[78]. Lo que se ha escrito en los Evangelios lo ha sido “para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre”»[79].

En los diversos escritos neotestamentarios se observan diferentes perspectivas cristológicas. Sin embargo hay un centro referencial que las une a todas: La unicidad y originalidad absoluta del acontecimiento Jesucristo y su significación universal para todos los hombres hasta el fin de los tiempos. En definitiva, no ha sido dado otro nombre por el que podamos ser salvados que el nombre de Jesucristo[80]. Esta realidad ha de ser verificada de una forma concreta y siempre nueva[81].

Por tanto, es imposible reducir el acontecimiento cristológico a los límites de la vida terrena de Jesús que, si pertenece de modo decisivo a la historia de los hombres, debe tener un antes y un después que también pertenecen a ese acontecimiento: el antes es el tiempo del Antiguo Testamento, y el después es el tiempo de la Iglesia.

La realidad de la Encarnación está afirmada de forma atrevida al decir San Juan: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros...»[82]. Hay un confrontamiento de dos realidades muy lejanas la una de la otra: el Verbo de Dios y la carne del hombre. Con ello se pone de relieve la paradoja cristiana y el escándalo de la Encarnación, que se manifiestan con toda su grandiosidad y realismo[83]. Con este versículo el evangelista expresa, de forma audaz y bella, la misteriosa irrupción de lo divino en lo humano, la llegada de la claridad del Cielo hasta la oscuridad de la tierra. Juan proclama este acontecimiento al decir que «el Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo»[84].

Sí, Cristo es la luz del mundo porque nos revela en Sí mismo el Misterio de la salvación. «A Dios nadie lo ha visto jamás, el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer»[85]. En efecto, Jesús nos revela el Misterio de Dios, esa Verdad que nos libera y nos sal va. También en la epístola a los Hebreos se nos recuerda que en muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios a los hombres para conducirlos a la salvación, pero que al final de los tiempos establecidos Dios envió a su Hijo Unigénito, «resplandor de su gloria, vivo retrato de su substancia...»[86]. En efecto, Jesús es el vivo retrato del Padre[87]. Por eso le dice a Felipe que quien le ve a Él, ve al Padre. De ahí la importancia de conocer a Jesús, su vida, sus palabras, su muerte y resurrección, su as censión y exaltación.

Fiel a esta doctrina, Fillion puso, como pórtico de su obra, una frase de Tomás de Kempis, escrita en su famoso libro, La imitación de Cristo[88]. En ella el alma habla con Jesús y le pide que le ayude a imitarle ejercitándose en la vida del Maestro, pues en ese ejercicio está la «salud y santidad verdadera». También Santa Teresa de Jesús tenía una gran devoción a la Humanidad de Cristo, y afirma que «mirando su vida, es el mejor dechado...Yo he mirado con cuidado, después que esto he entendido, de algunos santos, grandes contemplativos, y no iban por otro camino»[89]. Se refiere a la contemplación de la humanidad de Jesús, tal como aparece en los Evangelios, como verdadero hombre y como verdadero Dios.

En el mismo sentido se pronuncia el Beato Josemaría Escrivá: «En los primeros años de mi labor sacerdotal, solía regalar ejemplares del Evangelio o libros donde se narraba la vida de Jesús. Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón...»[90]. En uno de los puntos de Camino, el 382, refleja esa costumbre de sus primeros años de sacerdote:

«Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: “Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo”.

—Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?»

[1] Éstos son sus principales escritos: La Sainte bible, 8 vols., París, 1887-1904; Les Saintes Evangiles, París, 1895; L’évangile selon St. Mathieu, París, 1878; L’évangile selon St. Marc, París, 1879; Atlas archéologique de la Bible, París, 1881; L’évangile selon St. Luc, París, 1882; Atlas d’histoire naturelle de la Bible, París, 1884; L’évangile selon St. Jean, París, 1887; Atlas géographique de la Bible, París, 1890; Les miracles de Notre Seigneur Jesuchrist, 2 vols., París, 1909-1910; L’etude de la Bible, París, 1911; Les etapes du Rationalisme, París, 1911; L’existence historique de Jésus et le Rationalisme, París, 1911; Notre Seigneur Jésuschrist d’après les évangiles, París, 1917; Vie de Notre Seigneur Jésus-Christ. Exposé historique, critique et apologétique, París, 1922; Histoire d’Israel, 3 vols., París, 1927. Tiene numerosos artículos en el Dictionaire Biblique de F. Vigouroux, en la «Revue du Clergé Français» y «Revue Pratique d’apologétique».

[2] En España la traduce al castellano V. Peralta y se publica en Barcelona el año 1917.

[3] Cart. apost. Tertio millennio adveniente, n. 40.

[4] Cfr. Hb 13, 8. Seguimos la versión de la Universidad de Navarra, Sagrada Biblia. Nuevo Testamento, Pamplona, 1999.

[5] Cfr. B. SESBOÜE, Jésus-Christ dans la Tradition de l’Église, París, 1982, p. 32.

[6] Cfr. A. JANKOWSKI, Conoscere Gesù Cristo oggi «nello Spirito Santo», en Pontificia Comissione Biblica, Bibbia e Cristologia, Torino, 1987, pp. 244-245.

[7] O.c., n. 463.

[8] 1 Jn 4, 2.

[9] Cfr. Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, nn. 40, 56, 58, 59.

[10] Cfr. A. VANHOYE, «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre». El año santo como celebración del misterio de la salvación, en Varios, Tertio millennio adveniente. Comentario teológico pastoral, Salamanca, 1995, p. 61.

[11] Cfr. A. VANHOYE, o.c., p. 62.

[12] Cfr. o.c., pp. 71-72.

[13] Cfr. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona, 1979, p. 261 ss., citado por A. AMATO, Jesucristo, centro de la historia de la salvación, en Varios, Tertio millennio adveniente. Comentario teológico-pastoral, Salamanca, 1995, p. 129.

[14] Cfr. J. LUZÁRRAGA, «Aspecto dinámico de la filiación de Jesús en el IV Evangelio de San Juan», en Estudios Eclesiásticos, 56 (1981), 215-221.

[15] Cfr. Col 3, 10 ss.

[16] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1877.

[17] Cfr. Jn 14, 6.

[18] Cfr. A. ARANDA, El cristiano «alter Christus, ipse Christus», en el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en Varios, Santidad y mundo, Pamplona, 1996, pp. 129-187.

[19] Cfr. P. J. LABARRIERE, Le Christ avenir, París, 1983, p. 160.

[20] Cfr. Gal 2, 20.

[21] Cfr. Fil 1, 21.

[22] Rom 8, 29.

[23] Lectura del Evangelio de San Juan, Salamanca, 1998, vol. IV, p. 158.

[24] ORÍGENES, Com. in Evang. Johann. 1, 23. Cfr. Sources chrétiens, París, 1966, v. 120, p. 73.

[25] O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret. Aproximación a la cristología, Madrid, 1975, p. XI.

[26] JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, n. 1.

[27] Const. past. Gaudium et spes, n. 22.

[28] Cfr. Enc. Redemptor hominis, n. 8. Const. past. Gaudium et spes, n. 37; Const. dog. Lumen gentium, n. 48.

[29] Es Cristo que pasa, Madrid, 1973, nn. 103-104.

[30] Aloc. en la Audiencia de 26-VII-1989.

[31] Cfr. Rom 15, 5; Fil 2, 5.

[32] Const. past. Gaudium et spes, n. 38.

[33] Cfr. Jn 13, 15.

[34] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 520-521.

[35] Cfr. Ef 4, 7. 13.

[36] 2 Cor 3, 18.

[37] P. J. LABARRIERE, Le Christ avenir, París, 1983, p. 160.

[38] Cfr. J. DORE en A. SCHILSON-W. KASPER, Théologians du Christ aujourd’hui, París, 1978, p. 7.

[39] Cfr. J. M. LOCHMANN, Christ ou Promethée, París, 1977, citado por A. SCHILSON-W. KASPER, o.c., p. 8.

[40] A. SCHILSON-W. KASPER, o.c., p. 10.

[41] Cfr. o.c., p. 169.

[42] Introduzione en CONGREGAZIONE PER LA DOTTRINA DELLA FEDE, «Mysterium Filii Dei». Dichiarazione e commenti, Lib. Ed. Vaticana, 1989, 9-24 (cfr. F. OCÁRIZ, L. F. MATEO SECO y J. A. RIESTRA, El misterio de Jesucristo, Pamplona, 1991, p. 19.

[43] R. SCHNACKENBURG, La persona de Jesucristo reflejada en los cuatro Evangelios, Barcelona, 1998. La versión italiana apareció tres años antes: La persona de Gesù Cristo nei quatro vangeli, Brescia, 1995. Existe una reseña publicada en Scripta Theologica, 30 (1998), 314-315.

[44] Cfr. F. OCÁRIZ, L. F. MATEO SECO y J. A. RIESTRA, El misterio de Jesucristo, Pamplona, 1991, p. 23.

[45] Cfr. SCHNACKENBURG, o.c., pp. 15 ss.

[46] Cfr. V. MANNUCCI, Giovanni il Vangelo narrante, Bolonia, 1993, p. 253.

[47] Cfr. L. SABOURIN, Les nomes et les titres de Jésus, París-Bruges, 1962, p. 66. Sobre la cuestión histórica en relación con Jesucristo, es interesante la obra de J. M. CASCIARO, Estudios sobre Cristología del Nuevo Testamento, Pamplona, 1982, pp. 19 ss.

[48] Cfr. L. SABOURIN, o.c., p. 15.

[49] Cfr. Mc 6, 52; 8, 17 s.

[50] Cfr. SCHNACKENBURG, o.c., pp. 24 ss.

[51] Cfr. A. JANKOWSKI, Conoscere Gesù Cristo oggi «nello Spirito Santo», en Pontificia Comissione Biblica, Bibbia e Cristologia, Torino, 1987, p. 242.

[52] J. RATZINGER, citado por J. L. ILLANES, Cristología «desde arriba» y cristología «desde abajo». Reflexiones sobre la metodología cristológica, en AA.VV., Cristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre, Pamplona, 1982, p. 37.

[53] Cfr. A. JANKOWSKI, Conoscere Gesù Cristo oggi «nello Spirito Santo», en Pontificia Comissione Biblica, Biblia e Cristologia, Torino, 1987, pp. 244-245.

[54] Cfr. o.c., pp. 254-255.

[55] Cfr. I. DE LA POTTERIE, Cristologia e pneumatologia in San Giovanni, en Pontificia Comissione Biblica, Torino, 1987, pp. 275-291.

[56] Cfr. G. SEGALLA, La Cristologia del Nuovo Testamento, Brescia, 1985, p. 145.

[57] Cfr. o.c., p. 187.

[58] Pontificia Comisión Bíblica, Biblia y Cristología, París, 1984, p. 49; n. 1. 2. 3 y 1. 2. 3. 1.

[59] Cfr. Act 18, 2.

[60] Ant. Iud. 18, 63-43; cfr. también 20, 200.

[61] Hist. eccl., 1, 11; Dem. evang., 3, 3.

[62] Cfr. F. OCÁRIZ, L. F. MATEO SECO y J. A. RIESTRA, El misterio de Jesucristo, Pamplona, 1981, pp. 83-84.

[63] Cfr. R. SCHNACKENBURG, o.c., p. 23.

[64] Cfr. Jn 18, 37.

[65] Cfr. R. SCHNACKENBURG, o.c., p. 25.

[66] Cfr. R. SCHNACKENBURG, o.c., pp. 280 ss.

[67] Cfr. Jn 1, 1; 10, 34 ss.; 20, 28.

[68] Cfr. Doc. de la Pontificia Comisión Bíblica Biblia y Cristología, París, 1984, p. 43.

[69] Cfr. A. GARCÍA-MORENO, El Cuarto Evangelio. Aspectos teológicos, Pamplona, 1996, pp. 23-68, 219-316, 383-440; Introducción al Misterio. Evangelio de San Juan, Pamplona, 1997, pp. 249-371; Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos. Estudios de cristología joánica (en prensa).

[70] Cfr. R. SCHNACKENBURG, La persona de Jesucristo reflejada en los cuatro Evangelios, Barcelona, 1988, p. 323.

[71] Cfr. Jn 1, 49; Jn 20, 28. Cfr. P. LETOURNEAU, «Le double don de l’Esprit et la Cristologie», en Science et Esprit, 44 (1992), 287.

[72] Cfr. Jn 3, 14; 6, 62; 12, 23; 8, 28; 12, 31-33. Cfr. P. LETOURNEAU, o.c., p. 288.

[73] Cfr. Instructionem Pontificiae Commissionis Biblicae, de 14-V-1964, AAS LVI/III, vol. IV, 1964, pp. 712-718.

[74] Cfr. Doc. de la Pontificia Comisión Bíblica, Biblia y Cristología, París, 1984, pp. 99-103.

[75] Cfr. A. SCHILSON y W. KASPER, Theologiens du Christ aujourd’hui, París, 1978, p. 14.

[76] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 426.

[77] J. M. CASCIARO, Jesús de Nazaret, Murcia, 1994, p. 21.

[78] Cfr. Jn 20, 30.

[79] Jn 20, 31, citado en el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 514.

[80] Cfr. Act 4, 12.

[81] Cfr. A. SCHILSON y W. KASPER, o.c., p. 14.

[82] Jn 1, 14.

[83] Cfr. B. SESBOÜE, Jésus-Christ dans la Tradition de l’Eglise, París, 1982, pp. 70-71.

[84] Jn 1, 9.

[85] Jn 1, 18.

[86] Hn 1, 13. El original griego dice χαρακτὴρ τῆς ὑποστάσεος αὐτοῦ (charaktèr tês hypostáseos autoû), que se suele traducir en castellano por «impronta de su ser» o «impronta de su sustancia». En francés la Biblia de Jerusalén tradujo «effigie de sa substance», efigie de su sustancia. Torres Amat se atrevió a traducir «vivo retrato de su substancia, o persona».

[87] Cfr. Jn 14, 8-9.

[88] Exerceatur servus tuus in vita tua quia ibi est salus mea et sanctitas vera. Cfr. De imitatione Christi, III, 56, 2.

[89] Vida, 22, 7.

[90] Es Cristo que pasa, Madrid, 1973, n. 107.

Vida de Jesucristo

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