Читать книгу La civilización del Anáhuac: filosofía, medicina y ciencia - Lourdes Velazquez González - Страница 13

Las fuentes

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Todo trabajo histórico debe hacer una referencia preliminar a las fuentes en las que se basa. En el caso de la historia del México precuahtémico (no utilizamos el concepto peyorativo de “prehispánico” que borra los 7 500 años de desarrollo humano endógeno de una de las seis civilizaciones más antiguas de la humanidad), la cuestión de las fuentes es compleja e instructiva porque, al tratarse de una civilización con una cultura muy avanzada en la que existía una clase culta sumamente articulada, la calidad y cantidad de las fuentes es, por consiguiente, variada. Este tema ha sido tratado en forma abundante por numerosos historiógrafos y carece de sentido entrar en demasiados detalles. Sin embargo, es indispensable proporcionar los elementos principales de este marco.

Contrariamente a lo que algunos podrían pensar, existen pocas fuentes escritas relacionadas con las formas “altas” de la cultura del México antiguo. Las que podríamos llamar “directas” están redactadas en náhuatl, es decir, en un idioma de orígenes muy antiguos, hablado por muchas poblaciones del altiplano mexicano, y que al momento de la llegada de los conquistadores españoles era la “lengua nacional” del Imperio mexica (mal llamado Azteca). Ésta no se extinguió de inmediato, y hasta la fecha es hablada por algunos millones de mexicanos, en especial en muchas localidades de la provincia del país. Las fuentes que podríamos llamar “indirectas” están redactadas en español y están constituidas por relatos de conversaciones que algunos religiosos sostuvieron, en los años inmediatamente posteriores a la Conquista, con varios “informantes” indígenas de nivel cultural bastante elevado. Algunas de estas fuentes son muy significativas, porque también contienen la versión en náhuatl de los testimonios recopilados, debido a esto pueden ser incluidas entre las fuentes directas.

Como veremos más adelante, por medio de algunos ejemplos, el náhuatl no fue una lengua elemental y pobre. Por el contrario, poseía una estructura gramatical y sintáctica muy compleja que, entre otras cosas, permitía también (gracias a un sutil juego de sufijos, prefijos e infijos) la expresión de nociones abstractas. Como prueba de esto, es suficiente decir que existen algunas gramáticas y diccionarios de esta lengua,[1] la cual hoy en día es enseñada en algunas universidades e instituciones culturales, de modo que la lectura de las fuentes relativas no presenta mayores dificultades que las encontradas en la lectura de textos redactados en una de las lenguas muertas generalmente estudiadas.

Por esta razón, sería científicamente más correcto hablar de civilización náhuatl o del Anáhuac (y paralelamente, de filosofía, cosmología, antropología, cultura y medicina náhuatl), en lugar de civilización mexicana del periodo precuauhtémico. De hecho, el adjetivo “mexicano” podría dar la impresión de que se pretende hablar de la cultura de los mexicas, es decir, del pueblo que estaba en su apogeo cuando llegaron los españoles, y que muy a menudo es erróneamente identificado con los aztecas (en realidad, éstos eran un grupo étnico pequeño dentro del pueblo de los mexicas, que gracias a sus habilidades militares, había subyugado a muchos pueblos). Los mexicas llegaron al Valle de México en una época bastante tardía, y su capital México-Tenochtitlán (que constituye el núcleo histórico de la actual Ciudad de México) se fundó en 1325, sólo trescientos años antes de que Cortés la subyugara, en 1521. Es cierto que los mexicas habían alcanzado una posición de hegemonía política y cultural (este hecho explica por qué se remonta a ellos la etimología de la palabra “México”); sin embargo, a pesar de que imprimieran rasgos específicos a su cultura, ésta tenía raíces mucho más antiguas, que se encuentran precisamente en las culturas de lengua náhuatl y, por ejemplo, en lo que respecta a la medicina, el arte y la filosofía se remontan hasta el legendario pueblo de los toltecas, quienes (según los testimonios recopilados por los primeros conquistadores españoles) eran considerados por los indígenas cultos como los inventores de la ciencia médica y la filosofía.[2]

Lo que decimos no es, en realidad, nada extraño, si pensamos que estamos acostumbrados a hablar de las civilizaciones griega o latina simplemente refiriéndonos a la lengua en la que estas civilizaciones se expresaban, abarcando de esta manera pueblos muy distantes en el espacio y el tiempo, e incluso pertenecientes a etnias diferentes. A pesar de estas notables diferencias, ellas formaban parte de la misma koiné, es decir, un patrimonio común de conocimientos, ideas, concepciones del mundo y del hombre, tradiciones y costumbres, que eran vehiculados a través de la lengua común. En un sentido perfectamente análogo, entonces, se puede y se debe hablar de una civilización náhuatl o del Anáhuac (y no se trata de una opinión personal, ya que es compartida por muchos especialistas del tema): ésta no sólo es mucho más antigua que México-Tenochtitlan, sino que supera ampliamente los estrechos confines del dominio mexica e integra elementos de todas las grandes culturas que existieron antes, incluyendo gracias a su sincretismo los frutos de las culturas de los olmecas, de los teotihuacanos y de los toltecas.

En particular, su expansión (consecuencia de su prestigio, mucho más que efecto de una conquista) alcanzó áreas que los mexicas nunca dominaron militarmente.[3]

La lengua náhuatl era hablada y escrita. Sin embargo, su escritura no era de carácter alfabético-fonético, sino esencialmente ideográfico, estaba constituida de forma prevalente por pinturas muy coloreadas, a las que se añadía un sistema de glifos que contenía un gran número de grafemas, algunos de ellos de tipo ideográfico, y otros que representaban sílabas. Estos grafemas eran suficientes para establecer fechas, expresar nombres de lugares y personas, cuerpos celestes, fenómenos meteorológicos como los terremotos, conceptos y prácticas religiosas, una gran cantidad de objetos, plantas, animales, piedras, metales, edificios, cargos sociales, eventos de la vida, acciones, etc. En pocas palabras, tenía características similares a las de la lengua escrita del antiguo Egipto. Esta lengua aparece en los más antiguos “códices”, es decir, los que fueron escritos antes de la Conquista. De hecho, los primeros conquistadores (o mejor dicho, en la mayoría de los casos, los religiosos que los acompañaban con el propósito de evangelizar a los pueblos indígenas) son los artífices de que el náhuatl también recibiera una transcripción fonética, utilizando el alfabeto y los fonemas de la lengua española de la época. Los misioneros de todos los tiempos tuvieron que aprender los idiomas de los pueblos indígenas para comunicarse con ellos, así como para poder predicar y evangelizar. Pero los religiosos a los que nos referimos no se limitaron a este aprendizaje práctico (que en sí mismo no suponía la necesidad de pasar a una escritura), sino que se preocuparon por conocer a fondo los hábitos, las costumbres, creencias, tradiciones de los pueblos conquistados: para tal fin, recopilaron y examinaron una enorme cantidad de testimonios directos, expresados en náhuatl, por “informantes” indígenas (casi siempre de nivel cultural apreciable) y los transcribieron con fidelidad utilizando la escritura fonética. De esta manera, también descifraron, con la ayuda de dichos informantes, la escritura ideográfica de los códices más antiguos. Este trabajo fue ulteriormente facilitado y desarrollado gracias al hecho de que muchos indígenas cultos aprendieron el español, por lo que en unos pocos años un grupo bastante numeroso de personas dominó perfectamente el español y el náhuatl.

Finalmente, a esto se añadió el hecho de que la Corona de España exigiera a sus funcionarios informes muy meticulosos sobre el estado de la Colonia bajo los aspectos más diversos (incluidos los de naturaleza más “culta” en vista de las disputas muy acaloradas que surgieron acerca del estatus que se les debía reconocer a los indígenas, es decir, si debían considerarse o no como simples paganos idólatras, rudos y primitivos, y, por tanto, como pertenecientes a una raza inferior y dignos de ser tratados como esclavos o seres subhumanos).

A este propósito, una cuestión importante es la referente al peso que debe atribuirse a la tradición oral. Hoy en día, la metodología histórica ha justamente reconocido el valor de este tipo de fuente, pero permanece la tendencia a tomarla en serio sólo en los casos de culturas desprovistas de escritura. Se trata de un malentendido deplorable: incluso en el mundo occidental, la transmisión oral desempeñó un papel importantísimo hasta la invención de la imprenta, gracias a la cual los textos escritos pasaron a ser fácilmente disponibles y, de esta manera, condenó a una progresiva decadencia del ejercicio del aprendizaje mnemónico. Por otro lado, en todas las culturas tradicionales el aprendizaje mnemónico siempre ha jugado un papel esencial: no sólo porque, para cada individuo, el saber coincide con lo que recuerda de lo que aprendió (“no hace ciencia el entender sin retener”, sentenció Dante con toda razón), sino también porque la calidad del conocimiento de una persona era proporcional a su exactitud, su minuciosidad, a la confiabilidad de lo que había aprendido y eso consistía principalmente en saber retener los conocimientos acumulados de una tradición.[4] El único inconveniente grave no es la infidelidad de la memoria (no muy diferente a la posibilidad de transmisión de errores al copiar los manuscritos o de errores de impresión), sino en el peligro de la extinción. Mientras que un manuscrito o un libro pueden reposar durante siglos en una biblioteca y ser consultados por alguien mucho tiempo después, el saber de una persona muere con ella, a menos de ser continuamente retransmitido y aprendido por otras personas, es decir, a menos que este conocimiento sea parte de una tradición viva.

Los españoles encontraron en México una cultura viva y floreciente, cuyos maestros, verdaderas enciclopedias humanas, preservaban y transmitían oralmente los contenidos de una larga tradición, de forma en gran medida independiente de la existencia (por notable que esta fuera) de textos escritos.

Además, formaba parte de esta tradición oral la enseñanza relacionada con la forma de interpretar los textos escritos, de modo que los jóvenes que recibían la que podríamos llamar educación superior, especialmente en los calmécac, aprendían a “descifrar” los textos escritos, y memorizaban una gran cantidad de composiciones, desde himnos sagrados hasta anales históricos. Por tanto, cuando los primeros misioneros (o los indígenas cultos, o los funcionarios, como especificamos anteriormente), consultaron a los grandes “maestros” de esta tradición, transcribiendo en forma fiel sus informes y llenando miles de páginas en lengua náhuatl (formulada fonéticamente), no hicieron más que traspasar a una forma escrita de tipo alfabético una tradición oral fielmente conservada, que incluía, entre otras cosas, la decodificación de las fuentes escritas redactadas con la escritura pictoglífica de los códices más antiguos. Por esta razón, es correcto incluir entre las “fuentes directas” este tipo de testimonio, como lo haremos más adelante.[5] Si a esto le sumamos el hecho de que estas transcripciones del náhuatl eran acompañadas a menudo por las respectivas traducciones al español, no podemos dejar de notar cómo la combinación de estos factores haya significado, para el desciframiento de la lengua de los antiguos mexicanos, el equivalente al descubrimiento de la Piedra de Rosetta para el desciframiento del lenguaje del antiguo Egipto.

La que acabamos de describir fue una época afortunada y muy breve. De hecho, el afán de un conocimiento documental meticuloso, fiel y exhaustivo, complementado además por una comprensible curiosidad espontánea, fue motivado, entre otras cosas, como dijimos, por el programa consistente en suplantar esta cultura, así como por el prejuicio casi obsesivo de que se tratara de poblaciones dedicadas a creencias y prácticas idolátricas y supersticiosas, e incluso sujetas a influjos diabólicos. En pocas palabras, se trataba de una cultura que era útil conocer a fondo para erradicarla en forma eficaz de las mentes y de los corazones de esas poblaciones, y así implantar en ellas las semillas de la civilización cristiano-occidental (además de poder subyugarlas y explotarlas sin escrúpulos). Por esta razón, la cultura náhuatl fue destruida y reemplazada por una cultura hispanoamericana que, aun sin poder (lógicamente) borrar por completo el componente indígena, resultó ser fuertemente europeizada y, en particular, adoptó el español como lengua culta. Por eso muchos hablan de un “México prehispánico”. De hecho, si por un lado es muy cierto que no pocos mexicanos se distinguieron, en los siglos sucesivos, en los sectores “altos” de la cultura,[6] por otra parte hay que recordar que su trabajo era parte de la cultura hispánica y, en ella, ocupó una posición sustancialmente subordinada hasta el momento de la descolonización.

Por último, queremos eliminar una duda que podría surgir a propósito del valor “científico” de las fuentes en lengua náhuatl recopiladas por los españoles en las formas anteriormente descritas.

Podría pensarse que los diligentes frailes que reunieron los testimonios de los indígenas carecían por completo de esas cualidades “metodológicas” que consideramos indispensables hoy en día para la confiabilidad de la documentación resultante. Sin embargo, no fue así, y para aclararlo presentaremos la forma en que trabajó uno de los misioneros más significativos, fray Bernardino de Sahagún, franciscano que llegó a México en 1529. Fray Bernardino aprendió muy rápido el náhuatl y mostró desde el principio un interés insaciable por documentarse acerca de las características de la cultura “gentil” (es decir, “pagana”) de las poblaciones que llegaba a conocer. En todos los lugares que visitaba, buscaba a los ancianos más sabios y les pedía que le contaran todo lo que recordaban sobre su antigua cultura. Apuntaba o hacía apuntar todo literalmente, tal como ellos lo expresaban, y luego lo comparaba con los relatos de otros informantes corrigiendo, suprimiendo, añadiendo innumerables veces.

En relación con su método de trabajo, fray Bernardino de Sahagún explicó que durante tres años leyó y repasó por su cuenta sus anotaciones, y las dividió en libros, y cada libro en capítulos, y algunos libros en capítulos y párrafos.

El resultado de este trabajo fue una obra monumental, una verdadera enciclopedia del mundo náhuatl, en la que es posible encontrar de todo: desde la teología hasta el conocimiento médico, pasando por las recetas de cocina.

Pero el hecho metodológicamente aún más significativo es que fray Bernardino de Sahagún tuvo la honestidad intelectual de conservar incluso las minutas de su paciente trabajo, con los textos originales intactos. Pocas veces cedió a la tentación de criticar o condenar lo que estaba traduciendo y, puesto que conservamos esos originales, aún hoy podemos descubrir y corregir los eventuales e inevitables prejuicios y errores que se han infiltrado en su traducción. Tampoco puede ser ignorada la actitud fundamentalmente positiva que asumió hacia las doctrinas que encontraba, tratando de interpretarlas, cuando le parecía posible, para resaltar sus cualidades. Por ejemplo, en una carta dirigida al Papa Pío V el 25 de diciembre de 1570, fray Bernardino de Sahagún escribió:

Entre los antiguos filósofos, algunos dijeron que no existía Dios, y esta opinión era muy difusa: Ximócrates dijo que había ocho dioses y diosas. Antístenes dijo que había muchos dioses populares, pero solo un dios omnipotente, creador y gobernante de todas las cosas. Esta opinión o creencia es la que he encontrado a lo largo de toda esta Nueva España. Creen que existe un Dios que es puro espíritu, omnipotente, creador y gobernador de todas las cosas... A este Dios le atribuían total sabiduría, belleza y benevolencia.[7]

Después de todas las explicaciones proporcionadas, podemos proceder a un breve elenco de las fuentes más importantes, limitándonos a las que también han sido publicadas. Nos limitaremos a indicar los títulos de las fuentes, remitiendo a la bibliografía que se encuentra al final de este libro en donde se incluyen las indicaciones relativas a los datos completos de su publicación.

La civilización del Anáhuac: filosofía, medicina y ciencia

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