Читать книгу La civilización del Anáhuac: filosofía, medicina y ciencia - Lourdes Velazquez González - Страница 16

Fuentes no escritas

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Desde hace mucho tiempo perdió vigencia el dogma que afirmaba que la “historia” de un pueblo comienza a partir del momento en que se cuenta con testimonios escritos de la misma. En particular, si la historia abarca los aspectos culturales en un sentido muy general, está claro que los restos arqueológicos tienen una importancia considerable. Este discurso es aún más válido cuando se trata de culturas que han desarrollado un fuerte sentido del simbolismo (prácticamente todas las culturas que no estén permeadas por una fuerte dimensión racionalista). Éste es el caso de la civilización náhuatl. De ahí que fuentes como las obras de arte diferentes a la literatura, es decir, pinturas, esculturas, decoraciones, arquitectura, resulten útiles: ellas entrañan un vasto contenido de ideas expresadas en símbolos, cuya interpretación (más allá de las dificultades que cualquier operación de este tipo encuentra relativamente a cualquier época y cultura) se ve facilitada por el hecho de que algunas representaciones simbólicas también se encuentran en los códices y, de este modo, el conocimiento de ese tipo de escritura a menudo ayuda a descifrar el símbolo.

La tradición oral ha sido siempre muy importante para el estudio de la historia, y aunque se le tache de “teléfono descompuesto” al momento de escuchar el mismo relato hablado por distintas bocas y diferentes versiones, la idea central trasciende y se mantiene. Esto mismo ocurre en la actualidad en los calpultin de nuestro país, donde maestros de la tradición oral comparten las enseñanzas de sus abuelos y las cuentan tal y como se las narraron a ellos y las enseñan tal y como se las enseñaron, algunos tienen unas versiones, los demás otras igualmente valiosas, pero la idea central es siempre la misma. La tradición oral es un arte de composición de la lengua cuyo fin o función es transmitir conocimientos históricos, culturales y valores ancestrales que se actualizan desde una temporalidad cíclica que le otorga su sentido más profundo. Estos relatos están profundamente relacionados con la espiritualidad de estos pueblos, porque en el acto de narrar un relato no sólo se cuenta una historia sino que se genera la unión entre lo terrenal y lo espiritual, dando sentido a la identidad cultural de los pueblos indígenas.

Los relatos de la tradición oral de nuestros viejos abuelos, conforman su memoria colectiva. Por ello, estas culturas los consideran como la antigua palabra o la palabra de los ancestros, se les concibe como la autoridad máxima en el establecimiento del orden social y la transmisión de valores y enseñanzas. Son la vía de transmisión de la cosmovisión, conocimientos filosóficos, religiosos, económicos, artísticos, tecnológicos, políticos, que las generaciones adultas transmiten a las jóvenes. Los relatos, junto a los tejidos, pinturas, diseños gráficos, danzas, música, son las bibliotecas de estas civilizaciones.[13]

No todas las fuentes que hemos mencionado son de igual importancia para la historia, entendida en sentido estricto. Sin embargo, ya se dejó claro en la “Introducción” cómo esta historia no puede prescindir de marcos conceptuales más amplios. Cuando llegue el momento de centrar nuestra atención en los temas más estrictamente médicos y filosóficos, también mencionaremos cuáles de estas fuentes son las más significativas a este respecto.

[1] Nos limitaremos a mencionar, a título de ejemplo: Ángel María Garibay, Llave del náhuatl, México, Porrúa, 1994 (es, en cierto sentido, la primera gramática de esta lengua realizada con base en criterios científicos, y contiene un apéndice y un breve diccionario). Anteriormente, César Macazaga Ordoño publicó un Diccionario de la lengua náhuatl (México, 1991) basado en la gramática de esta lengua redactada por el sacerdote jesuita Horacio Carochi a mediados del siglo xvii.

[2] En el fondo esta es la misma razón por la que muchos autores llaman “lengua mexicana” a la lengua náhuatl. Esto ocurre desde los primeros tiempos, y también se puede explicar porque los españoles prefirieron usar el topónimo de México para nombrar la capital azteca. Este topónimo, sin embargo, es náhuatl (significa “colocado en el ombligo del maíz”) y también era utilizado por los nativos. Más tarde, sirvió para nombrar a todo el país, sustituyendo, tras la descolonización, el nombre de Nueva España introducido por los conquistadores.

[3] La presencia del náhuatl es atestiguada por topónimos en esta lengua encontrados desde los estados del sur de los Estados Unidos de América hasta América del Sur, pero se concentra en especial en América Central. Las poblaciones que la hablaban vivían en el territorio conocido como Anáhuac, que se extendía más allá de los límites del México actual (por ejemplo, Nicaragua), a pesar de que no lo cubriera de manera uniforme. De hecho, la civilización maya floreció en la península de Yucatán y aunque geográficamente forma parte de México, es muy diferente a la náhuatl, sobre todo, por lo que se refiere a la lengua. La lengua maya también es hablada, hoy en día, en la península de Yucatán.

[4] Tomando en cuenta todo esto, no es sorprendente que en el pasado hubiera personas que conocían de memoria los poemas homéricos, los clásicos latinos, la Biblia y los textos jurídicos justinianeos. Sin ir más lejos, es suficiente pensar que la educación religiosa ha consistido, hasta hoy, en memorizar, sin recurrir a la ayuda del texto escrito, oraciones, letanías, cantos, complicadas fórmulas de catecismo, a veces en una lengua muerta que la mayoría no podía entender, como el latín.

[5] Una discusión articulada de este problema se puede leer en el apéndice final: “¿Nos hemos acercado a la palabra antigua?” de la última edición de la obra de Miguel León-Portilla, La filosofía náhuatl (México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1993, pp. 397-435).

[6] Es suficiente con pensar que figuras como Alonso de la Vera Cruz (1504-1584), Carlos Sigüenza y Góngora (1645-1700), Francisco Javier Clavijero (1731-1787), cuyas obras y actividades alcanzaron una fama considerable incluso en Europa, eran mexicanos, o desarrollaron en México la mayor parte de su actividad.

[7] Esta carta se conserva en el Archivo Secreto Vaticano, A.A.Arm.I-XVIII, 1816, Documento, hojas 3.

[8] Nahuas es el plural de náhuatl.

[9] Para indicar este tipo de preocupación, es suficiente mencionar lo que León-Portilla informa (op. cit., pp. 10-11) sobre la obra de fray Bernardino de Sahagún. Ésta demostró ser tan objetiva y fiel, en la reconstrucción de las creencias indígenas, que algunos misioneros la consideraron peligrosa, ya que corriendo incluso el riesgo de revivir y fortalecer estas creencias. Ellos comunicaron sus inquietudes a Madrid y obtuvieron la promulgación, por parte de Felipe II, de una Real Cédula, fechada al 22 de abril de 1577, que dice:

“De algunas cartas que nos han sido escritas desde estas provincias hemos aprendido que el Fray Bernardino de Sahagún, de la Orden de San Francisco, ha compuesto una Historia Universal de las cosas más importantes de la Nueva España, la cual es un relato muy vasto de todos los ritos, ceremonias e idolatrías usados por los indígenas en su infidelidad, dividida en doce libros y en lengua mexicana; y aunque se entiende que el afán de Fray Bernardino había sido bueno, y dictado por el deseo de que su trabajo fuera fructífero, nos ha parecido que no es conveniente que tal libro se imprima, ni que circule de ninguna manera y bajo ningún concepto por esos lugares; por lo tanto, les ordenamos que, tras recibir esta cédula, con el mayor cuidado y diligencia procuren hacerse con estos libros, encargándose de que no quede el original ni ninguna traducción, y los envíen con todas las precauciones, a la primera oportunidad, a nuestro Consejo de Indias, para que puedan ser examinados; asimismo, les pedimos que pongan toda su atención en no permitir de ninguna manera que se escriban cosas que aludan a las supersticiones y formas de vida que tenían estos indios, en ningún idioma, por así convenirle al servicio de Dios nuestro Señor, y al nuestro”. Citado en Códice Franciscano, Salvador Chávez Hayhoe (ed.), México, 1941 (Siglo xvi, Nueva Colección de Documentos para la Historia de México). Afortunadamente, fray Bernardino conservó una copia de sus manuscritos y se salvaron de la destrucción.

Lo que se conserva de la documentación recopilada por él se encuentra en Madrid y Florencia. Los textos más antiguos de su investigación se encuentran en los dos Códices Matritenses, de los que se hablará más adelante.

[10] Se sabe que una parte de ellos es de propiedad de la Biblioteca Vaticana, pero según el testimonio del erudito Carlos Viesca, en la Biblioteca Nacional de París existirían unos trescientos códices nahuas prácticamente inaccesibles para los estudiosos.

[11] El ostentoso título en español de este documento indica cómo los conquistadores creyeron haber refutado públicamente los errores de los paganos, obteniendo su conversión: Coloquios y Doctrina Cristiana con los que los Doce Frailes de San Francisco enviados por el Papa Adriano Sexto y el Emperador Carlos Quinto convirtieron a los Indios de Nueva España, en lengua Mexicana y Española. El manuscrito original mutilado (únicamente contiene 14 de los 30 capítulos originales) fue descubierto en el Archivo Secreto del Vaticano en 1924, siendo posteriormente publicado en varias ocasiones.

[12] Gabriel Kenrick Kruell, “La Crónica mexicáyotl: versiones coloniales de una tradición histórica mexica”, en Revista Estudios de cultura náhuatl, núm. 45, México, unam, enero-junio 2013, pp. 197-232.

[13] Gabriela Fernanda Álvarez, Los relatos de la tradición oral y la problemática de su descontextualización y re-significación, Buenos Aires, 2012. Tesis (Magíster en escritura y alfabetización), Universidad Nacional de la Plata.

La civilización del Anáhuac: filosofía, medicina y ciencia

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