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Retóricas del rayado y de la borradura

Fernándo Pérez Villalón

I

Como cuando la marea se retira y deja conchas, desechos, güiros en la arena, tras el paso de las marchas por la calle queda siempre una abigarrada maraña de trazos que cubre los muros y a veces el piso. Rayados casi siempre anónimos, inscritos en los muros de casas y departamentos, vitrinas, cortinas metálicas, quioscos1. Se trata de trazas y síntomas, huellas, insultos, protestas, demandas y chistes inseparables del lugar en el que se encuentran, marcas que se posicionan en el límite entre la propiedad privada y el espacio público, en el lugar de la casa que da hacia la calle y la separa de ella, la cara pública de lo doméstico. Estéticamente elaborados o toscos, ingeniosos o directos, únicos o reiterativos, los rayados con spray coexisten con stickers, papelógrafos, afiches y stencils, sin jerarquía: el muro no es un museo, en él se borra toda diferencia de estatus, y aunque algunos alcancen niveles elevados de elaboración, su finalidad principal no es estética. Estos rayados son siempre la huella del paso de un cuerpo, con cuya altura normalmente coinciden sus límites y ubicación. Se escuchan en ellos las voces de lo que se ha llamado “estallido social” en su pluralidad, en sus contradicciones, con un predominio muy claro de ciertas consignas genéricas (“Despierta”, “Evade”), demandas específicas (“Asamblea constituyente”, “Renuncia Piñera”, “No + AFP”), insultos (principalmente a Piñera, Chadwick, los pacos y los milicos, pero también a figuras mediáticas como Karol Dance o Kike Morandé), interpelaciones, reflexiones, con una variedad y dispersión en la que se distinguen grupos específicos: el feminismo y las disidencias sexuales, la ecología, el animalismo, el anarquismo, la antipsiquiatría, el movimiento de resistencia mapuche.

Vuelve una y otra vez, en variaciones diversas la invitación, en imperativo, a evadir, que interpela a un lector común, a alguien que es parte de “nosotros” y no “ellos”, aunque hay casos en los que esa evasión se justifica enumerando las evasiones perpetradas por “ellos” (“Larraín también evade, Ossandón también evade, Piñera también evade”). La consigna de evadir se varía y modula en versiones que amplían su sentido (“Evade la carne”, “Evade la realidad”, “Evadir / no pagar / otra forma de luchar”, “El que no salta se evade a sí mismo”, “Evade tu individualismo”). La consigna del “NO +”, que recuerda a las famosas intervenciones del CADA en Dictadura, también se varía infinitamente (“no + abusos”, “no + xenofobia”, “no + sename”). Esta formulación negativa tiene también una variante en la que se propone una alternativa: “+ sexo – pacos”, “+ bici – abuso”, “+ protestas - psiquiatras”. Aparece también, recurrentemente, la invitación a la violencia mezclada con su denuncia: “Muerte a los pacos”, “Estado asesino”, “Pitéate a lxs milicxs”, “1.305 heridos, 23 muertos”, “146 personas ciegas”, “Que arda Chile”, “Asesinos”, “Los pacos violan”, “Asesina al que asesina”, en una lógica en que la denuncia justifica y exige una respuesta equivalente, como en el proverbio alusivo a la ley del Talión que también se encuentra en los muros: “ojo x ojo”, “sangre x sangre”, “todas las balas se van a devolver”.

El repertorio del insulto tiende a la monotonía (“Milico traidor”, “Piraña CTM”, “Paco QLO”, “Piñera hijo de perra”, “Paco btrd”), pero a veces se esfuerza por alcanzar mayores niveles de humor o ironía (“Yo también quiero clases de ética”, declara un rayado en la cortina metálica de una farmacia). Aparece el recurso de la rima (“En Vitacura abrazo / en la pobla balazo”, “A la licuadora / la tula violadora”, “Pacxs traicionerxs / hijos del dinero”), como si se tratara del registro de un grito colectivo, pero también el aforismo de tono más reflexivo (“El mercado es más libre que tú”, “Las fronteras también son violentas”, “Mata tu ego”). Los rayados incluyen citas de figuras como Gabriela Mistral (“-cóndor +huemul”), Violeta Parra (“Con esto se pusieron la soga al cuello, / el 5º mandamiento no tiene dueño”), Sumo (“Estoy rodeado de viejos vinagre”), Camila Moreno (“Ellos gobernaron el pasado la rutina, la energía: no gobernarán el futuro”), o la invocación de nombres emblemáticos como el de Lemebel y el de Gladys Marín2. Se reitera una y otra vez el juicio histórico que equipara el momento actual con la Dictadura, superponiendo los rostros de Piñera y Pinochet: “La dictadura nunca terminó”, “1973 = 2019” (incluso en los casos en que se propone lo contrario “1973 ≠ 2019”, persiste la relación entre ambas fechas). Regresan, de los años de la Dictadura, no solo canciones de protesta resignificadas, sino frases que resuenan potentemente, y que aluden a la violencia de Estado en momentos diversos: “¿dónde están?”, “ni perdón ni olvido”.

Algunos de los momentos más reveladores de la multiplicidad de voces que concurren a este movimiento se dan cuando los muros son escenarios de discusiones en las que un rayado enmienda a otro: donde alguien escribió “Piñera hijo de perra”, otro tacha y corrige “hijo de la yuta”. Donde alguien puso “Carne es muerte”, otro superpone la palabra “amor” encima de esta última. En la calle Marín, alguien agrega el nombre “Gladys”, sobre un grafiti que dice “me voy a lanzar”, se añade “una molo”. Otras veces las voces simplemente van sumándose en un coro que no calza en una única línea editorial y, por lo mismo, no puede reducirse a una sola tendencia, ideología o identidad colectiva: una de las lecciones más claras que nos deja una revisión de los rayados es la diversidad de demandas, de voces y deseos que convergen en un movimiento múltiple.

II

Ahora que hace ya varios meses que la Plaza de la Dignidad está casi vacía y gran parte de la población se encuentra confinada en sus domicilios por la emergencia sanitaria, esa densa maraña de líneas, mensajes y voces parece lejana, irreal, como de otra era, a pesar de que ha pasado relativamente poco tiempo y de que en realidad la pandemia ha agudizado muchos de los conflictos sociales que el estallido social dejó en evidencia, al mismo tiempo que nos obliga a pensarlos en un contexto más amplio, a nivel planetario y no ya solamente nacional. La llegada del Covid-19, por otra parte, dejó trunco el desenlace del movimiento al provocar la suspensión temporal del plebiscito que era una de sus ganancias y al imposibilitar todo tipo de protesta masiva, pero las demandas ciudadanas siguen en el aire. El confinamiento de gran parte de la población y la consiguiente interrupción forzada de las manifestaciones le han dado un respiro al Gobierno, pero también se han aprovechado para limpiar los muros de edificios públicos y privados, intentando obliterar toda traza del conflicto, como si con esa operación mágicamente fuera a desaparecer la fuente del problema. Este empeño por limpiar, borrar, barrer, y reponer a toda costa el orden habitual es sumamente sintomático de una clase política que no acaba de entender de dónde sale este conflicto y no quiere o no puede hacerse cargo realmente de los desafíos que él le plantea. Pareciera por momentos que, al borrar lo escrito, los agentes de limpieza privados, municipales o estatales actuaran de modo políticamente neutro, meramente cumpliendo su tarea de cuidar el orden, pero en realidad en esta guerra de rayados el borrado, muchas veces una capa de pintura tosca de otro color que el original, funciona como otra voz que se suma al coro discordante de voces que salieron a la calle en octubre pasado. Una voz que intenta imponerse a las demás voces, una voz que grita sin decir nada, solo para hacer callar a las demás. No concuerdo con quienes consideran que todos los rayados deban ser resguardados como patrimonio histórico, ya que es justamente un género de manifestación marcado por su carácter de inscripción efímera y antimonumental, pero hay algo de ridículo en el esfuerzo destinado a una limpieza que probablemente sea transitoria. Caminando por la calle, en marzo, me encontré, sobre una pared marcada por blanqueados sucesivos, la frase “No pueden borrar las ideas” que recuerda al epígrafe escogido por Sarmiento para su Facundo3. Esta frase es un buen resumen de la situación actual, que ha acallado de momento las protestas pero sin eliminarlas ni hacerse cargo cabalmente de sus causas más profundas. Hay que preguntarse, entonces, cuáles son esas ideas que no se borran, regresar a la lectura de los rayados y preguntarse qué nos dejó su paso por los muros. Intento a continuación recoger algunos de esos hilos, de esas líneas.

Una palabra central en la retórica de los rayados, y en todo el movimiento, es la palabra “pueblo”, que muchos creíamos parte de una retórica revolucionaria relegada hace tiempo al olvido junto con las utopías de los sesenta y aquella Unidad Popular que hizo del pueblo su protagonista4. El “pueblo” de los discursos políticos siempre fue, en algún sentido, una ficción, un sujeto político supuestamente unificado cuya voluntad orientaba la acción política revolucionaria, pero parece ser una ficción que no ha perdido totalmente su vigencia, su potencia. Algunos teóricos marxistas intentaron pensar el eclipse de la noción de pueblo desde la noción de “multitud”, que para Paolo Virno, por ejemplo, indica en oposición a la supuesta unidad del “pueblo”, “una pluralidad que persiste como tal en la escena pública, en la acción colectiva, en lo que respecta a los quehaceres comunes —comunitarios—, sin converger en un Uno, sin desvanecerse en un movimiento centrípeto” (Gramática de la multitud 21). Lo que me parece interesante de este resurgimiento de la idea de pueblo es que está clarísimo que el pueblo que sale a las calles no es un Uno homogéneo, sino que se unifica en el gesto de salir a la calle: el “pueblo, unido” no preexiste a la enunciación colectiva de esa consigna, sino que se unifica en torno a ella. Por lo mismo, la pasión compartida por todos quienes salen a la calle no responde por completo a una ideología previamente articulada y coherente, sino a una indignación compartida con diversos ejes y énfasis por un gran número de actores sociales muy diversos, lo que hace más difícil hacerse cargo de ella y canalizarla.

Otra idea importante, o más bien otro afecto que nos dejan los rayados es la sensación de rabia, de indignación. Esto ha sido para algunos motivo de crítica del movimiento (calificado de violento, acusado de cultivar una rabia improductiva o injustificada), pero es importante intentar entender que se trata de una pasión política legítima. Como nos recuerda Chantal Mouffe en un libro que sintetiza muy articuladamente algunas de las preocupaciones que recorren su obra (Política y pasiones. El papel de los afectos en la perspectiva agonista), es un error pensar a la política como un campo definido única o principalmente por el cálculo y la racionalidad: ella es también un territorio pasional, del que no debe excluirse la dimensión afectiva, incluyendo las pasiones vinculadas a lo que ella llama el “agonismo”, la concepción del adversario político como alguien contra quien debo oponerme con todas mis fuerzas porque propone una visión de mundo incompatible con la mía y que amenaza anularla. Ella distingue esta dimensión pasional de la política del “antagonismo”, concepción en la cual el otro pasa a ser mi enemigo (y este antagonismo debiera, según ella, reservarse para quienes amenazan a la democracia como marco del agon político legítimo). Está claro que la situación chilena derivó hacia una retórica cercana a esta última concepción, y frente a eso más que escuchar los llamados a la unidad y al consenso parece importante asumir un disenso discordante como punto de partida del diálogo político. Sin duda hemos puesto demasiado énfasis en una política de los acuerdos cocinados entre pocos, y se requiere retomar una retórica más oposicional y agonista que le haga un espacio a las pasiones encontradas, sin llegar sin embargo a un antagonismo que vuelva imposible la democracia. En esto el Gobierno tiene una lección que aprender, pero sin duda se requiere también darle un giro al movimiento social para no agotarse en una lucha interminable contra un sistema frente al que no parece ofrecer una alternativa articulada.

Una paradoja muy compleja de la retórica de los rayados es la que instala al Estado como su adversario, identificando por completo al Estado con el actuar violento de las fuerzas del orden, por ejemplo. Esto no es de extrañar, dado que el propio presidente recurrió a una retórica bélica, instalando una suerte de guerra entre el Estado y la ciudadanía. Pero, por otra parte, está claro que el Estado es el único capaz de canalizar muchas de las demandas levantadas por el estallido (en particular aquellas que tienen que ver con aumentar las garantías mínimas para sus ciudadanos). Es verdad también que en los rayados apareció una retórica violenta, aunque sería importante distinguir esa retórica de la violencia efectiva (que fue también innegablemente un componente de las manifestaciones): no siempre quien escribe que quiere “matar un paco” estaría realmente dispuesto a hacerlo. Las palabras no son actos, o mejor dicho son actos de habla, actos políticos que funcionan con lógica propia y distinta de otros modos de acción. Es importante también recordar que el actuar sumamente violento de carabineros contra los manifestantes, que dejó una inquietante secuela de heridos, no iba acompañado de una retórica bélica sino de una retórica de mantener el orden y hacer cumplir la ley.

Tenemos, entonces, el desafío de pensar nuevos modos de convivencia política, nuevos modos de ciudadanía, nuevas maneras de estar juntos, que asuman que no somos reductibles a una unidad (pero somos capaces de actuar en conjunto) y que tomen como punto de partida un disenso agudo sobre cómo organizar esta vida en común. Leer y recordar los rayados no nos da recetas, pero sí algunas luces sobre las demandas de sujetos políticos diversos que la política oficial no fue capaz de canalizar. Habría que comenzar por escucharlas si se quiere dialogar con ellas. De lo contrario estaremos condenados a repetir un ciclo de apaciguamientos engañosos, rebeliones esporádicas y una normalidad falsa, inestable y trizada.


© Fernando Pérez Villalón


© Fernando Pérez Villalón


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Instantáneas en la marcha

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