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FÁLARIS I-II

Desde los tiempos de Gorgias (cf. su Defensa de Palamedes), es ejercicio genuinamente sofístico-retórico asumir la defensa de «causas imposibles». Palamedes, Prometeo, Helena pueden ser defendidos, pese a la aparente imposibilidad de tal apología. En el caso concreto de Fálaris, tirano de Acragante, en Sicilia (571-555 a. C.), que el propio Luciano nos presenta (Relatos verídicos II 23) en el territorio del Hades destinado a los grandes impíos y criminales, resulta sumamente difícíl tal defensa por haberse convertido en proverbial su crueldad. Se trata, pues, de un progymnasma o «ejercicio retórico» destinado, como tantos otros que siguen, a entretener al auditorio y tal vez, como prolaliá o «preludio», a prepararle a escuchar otros temas o debates de mayor entidad literaria (cf. Dioniso, Heracles, Acerca del ámbar o Los cisnes, Elogio de la mosca, etc.).

Según B. KEIL (Hermes 48 [1913], 494 ss.), el opúsculo constaba originariamente de tres discursos, frente a los dos que aparecen en nuestros manuscritos, quedando en el segundo trazas del tercero perdido. El primero es un alegato del propio tirano, ante los sacerdotes de Delfos, puesto en boca de un emisario y en el que defiende su conducta aparentemente cruel basándose (y en ello se anticipa a Maquiavelo) en «razones de Estado» y de seguridad personal, difíciles de aislar unas de otras en el absolutismo tiránico. Hábilmente sabe Fálaris presentar el punto más conflictivo (la semilengendaria historia del toro mugiente) como ajeno al propio tirano, de exclusiva responsabilidad del cruel y servil artífice Perilao, que expía en él justamente su cu’pa. En ameno relato, sabe predisponer el ánimo del oyente a su favor, en estricto respeto al principio sofístico de tò eikós o «lo verosímil».

El segundo discurso no le va a la zaga al primero en habilidad retórica. Un sacerdote de Delfos insiste en la necesidad de aceptar el presente de Fálaris por aparentes razones de piedad hacia el dios Apolo, quien «ya ha dado su justo voto acerca de la imagen» (4), pero, sobre todo, por motivos de «intereses creados» (aquí puede apreciarse la tucidídea contraposición entre próphasis o «motivo aparente» y aitía o «causa real»): si se discriminan las ofrendas de los oferentes, ello irá contra los intereses de Delfos (8).

Ambos discursos se encuadran dentro de las apologías lucianescas, aparentes ejercicios forenses, de los que son buenos ejemplos también El tiranicida, El desheredado, Pleito entre consonantes, etc. Dentro de la mejor línea retórica isocratea, su finalidad es, como decíamos al principio, divertir, entretener y preparar a su auditorio.

I

[1] Varones de Delfos: nos ha enviado nuestro soberano Fálaris a ofrecer al dios este toro y a dialogar con vosotros razonablemente en defensa de sí mismo y de su ofrenda. Éste es, pues, el motivo de nuestra venida y he aquí su mensaje:

«Yo, varones de Delfos, daría todo a cambio de aparecer a los ojos de todos los helenos como realmente soy, y no como el rumor propalado por quienes me odian y envidian me ha presentado ante los oídos de quienes me desconocen; y en especial quisiera aparecer así ante vosotros, dado que sois sacerdotes y allegados de Apolo, y casi compartís con él casa y techo. Estimo que, si me justifico ante vosotros y os convenzo de lo infundado de mi fama de crueldad, quedaré justificado también ante todos los demás griegos. E invocaré al propio dios como testigo de mis palabras, ya que a él no es posible inducirle a error ni arrastrarle con falsedades, pues a los hombres tal vez sea fácil engañarles, pero escapar al juicio de un dios —y en especial de éste— es imposible.

»Yo no era un desconocido en Acragante1, sino de [2] uno de los más nobles linajes, criado en la liberalidad y con una esmerada educación; vivía siempre ofreciéndome servicial al pueblo, discreto y moderado con mis conciudadanos, sin que nadie me tildara de violento, grosero, insolente o despótico en la primera parte de mi vida. Pero cuando vi que mis enemigos políticos se confabulaban y trataban por todos los medios de eliminarme —mientras nuestra ciudad se hallaba dividida en facciones—, hallé que ésta era mi única huida y refugio, al tiempo que también la salvación de la ciudad: ponerme al frente del Estado, rechazarlos y acabar con sus asechanzas, obligando a la ciudad a ser razonable. Y eran no pocos quienes me animaban a ello, hombres honestos y patriotas, que conocían mi propósito y la necesidad de la revolución. De ellos me serví como camaradas de lucha y fácilmente vencí.

»A partir de entonces los enemigos dejaron de perturbar [3] y se sometieron: yo ejercía el poder y la ciudad permanecía en calma. Ejecuciones, destierros y confiscaciones no hube de realizar contra mis enemigos, aun cuando son necesarias medidas de ese tipo, sobre todo al comienzo de un mandato, pues con humanidad, dulzura y mansedumbre, y mediante la igualdad de trato abrigaba maravillosas esperanzas de conducirles a la obediencia. Pronto, pues, llegué a un pacto de reconciliatión con mis adversarios, y tomé a la mayoría de ellos como consejeros y comensales. En cuanto a la ciudad misma, viendo que se hallaba arruinada por negligencia de las autoridades —pues la mayoría había robado o, mejor dicho, saqueado los bienes públicos—, la restauré dotándola de acueductos, la adorné con construcciones de edificios, la fortifiqué rodeándola de murallas; los ingresos del Estado los incrementé fácilmente gracias al celo de mis funcionarios, mientras me preocupaba de la juventud y atendía a los ancianos, al tiempo que deleitaba al pueblo con espectáculos, regalos, fiestas y banquetes. Y oír hablar de doncellas ultrajadas, jóvenes corrompidos, mujeres raptadas, acciones policiales o alguna forma de despotismo era para mí algo abominable.

[4] »Ya incluso pensaba en dejar el poder y poner término a mi mandato, considerando cómo podría hacerse con garantías de seguridad, pues el mando en sí mismo y llevar todos los asuntos me resultaba ya desagradable, causa de envidia y agotador; y estudiaba por entonces la forma de que la ciudad no necesitara en el futuro de una tutela semejante. Y mientras yo, en mi ingenuidad, me ocupaba de esto, los otros ya se habían confabulado contra mí y planeaban los detalles de la conspiración y del levantamiento, reclutando bandas de conjurados, acopiando armas, reuniendo dinero, pidiendo ayuda a pueblos vecinos, mandando embajadas a la Hélade, a espartanos y atenienses. Ya habían decidido lo que iban a hacer conmigo, si caía en su poder; cómo pensaban descuartizarme con sus propias manos y los castigos que pensaban aplicarme antes, los declararon públicamente en el tormento. No haber sufrido yo nada semejante es obra de los dioses, que sacaron a la luz la conspiración, y en especial de Apolo Pitio2, que me reveló sueños y envió a quienes los interpretaron exhaustivamente.

»Y yo ahora os ruego, varones de Delfos, que imaginéis [5] en este punto el temor que me asaltó y deliberéis conmigo acerca de mi conducta de entonces, cuando prácticamente me hallaba sin guardia y buscaba alguna forma de salvación en aquellas circunstancias. Trasladaos por un momento con la imaginación a Acragante, junto a mí, ved sus preparativos, escuchad sus amenazas y decidme qué debo hacer. ¿Tratarles aún con humanidad, perdonarles y soportarles cuando yo estaba al borde del suplicio? ¿Más aún: ofrecer ya desnuda mi garganta y ver cómo lo que más quería perecía ante mis ojos? ¿No habría sido esto el colmo de la insensatez? ¿No debía dar pruebas de nobleza y virilidad y, con el coraje propio de un hombre sensato víctima de traición, atacarles, al tiempo que consolidaba mi futuro a partir de la situación presente? Sé que me habríais aconsejado esto último.

»¿Qué es, pues, lo que he hecho tras esto? Llamé a [6] los responsables, les oí, aduje las pruebas y les dejé claramente convictos en cada cuestión; y, como ellos ni siquiera lo negaron, tomé venganza profundamente irritado, no por haber sido objeto de la conjura, sino porque no me permitieron mantener el sistema que había instaurado desde un principio. Y desde entonces vivo yo siempre en guardia, castigando sin tregua a aquellos que atentan contra mí. Y ahora los hombres me acusan de crueldad, sin considerar quién de nosotros inició esta situación; simplificando el fondo de la cuestión y los motivos del castigo, suelen reprochar las penas en sí y la pretendida crueldad de las mismas. Es como si alguno de vosotros viera despeñar a un ladrón sacrílego y, sin considerar su delito —haber penetrado de noche en el templo, derribado las ofrendas y profanado la imagen—, os acusara de gran crueldad porque, llamándoos helenos y sacerdotes, consentisteis que un hombre heleno sufriera semejante castigo cerca del templo —pues, según dicen, la peña no está muy lejos de la ciudad3—. Pero creo que os reiréis si alguien os formula esa acusación, y todos los demás hombres aplaudirán vuestro rigor contra los impíos.

[7] »En general, los pueblos, sin pararse a pensar cómo es quien está al frente del Estado, si justo o injusto, aborrecen simplemente el nombre mismo de la tiranía y al tirano, aunque sea Éaco, Minos o Radamantis4, ponen igualmente su empeño en aniquilarle, teniendo a la vista a los malos, e involucrando a los buenos en igual odio por la identidad de la denominación. En efecto, sé por referencias que entre vosotros, los helenos, surgieron muchos tiranos que, bajo ese nombre tan vilipendiado, han demostrado ser de un natural bueno y pacífico, e incluso de algunos de ellos hay breves inscripciones depositadas en vuestro templo, ofrendas y exvotos a Apolo Pitio.

[8] »Observad también cómo los legisladores dedican el mayor espacio a la naturaleza de las penas, pues en nada aprovecharía lo demás de no acompañarlo el miedo y la expectación del castigo. Para nosotros, los tiranos, esto es mucho más necesario, pues gobernamos por la fuerza y estamos rodeados de personas que nos odian y atentan contra nosotros, en un medio en que de nada nos sirven los espantajos, y la realidad se asemeja al mito de Hidra, pues cuantas más cabezas cortamos, más motivos para castigar brotan ante nosotros. Es necesario resistir, cortar lo que brota continuamente y hasta quemarlo, por Zeus, como Yolao5, si queremos dominar la situación. Pues quien una vez se ve obligado a recurrir a tales métodos debe ser consecuente con su actitud, o perecer si es indulgente con quienes le rodean. Por lo general, ¿quién creéis que es tan salvaje o tan violento, que se regocije azotando u oyendo gemidos y presenciando ejecuciones, de no tener alguna razón poderosa para castigar? ¡Cuántas veces lloré mientras otros eran azotados! ¡Cuántas me veo obligado a lamentar y deplorar mi suerte, sufriendo yo mismo una tortura mayor y más prolongada que ellos! Para un hombre bueno por naturaleza y endurecido por necesidad es mucho más difícil castigar que ser castigado.

»Y si hay que hablar con libertad, por mi parte, si se [9] me diera opción entre castigar a algunos injustamente o morir yo mismo, tened por cierto que no vacilaría en elegir mi muerte antes que castigar a inocentes. Pero, si alguien me dijera: ‘¿Prefieres, Fálaris, morir tú mismo injustamente a castigar justamente a tus conspiradores?’, elegiría esto último. Y, una vez más, varones de Delfos, os invoco como consejeros: ¿es mejor morir injustamente o perdonar injustamente al conspirador? No creo que haya nadie tan necio que no prefiera vivir a perecer perdonando a sus enemigos. Sin embargo, ¡a cuántos he perdonado yo que habían atentado contra mí y quedado claramente convictos! Tal es el caso de Acanto —aquí presente—, Timócrates y Leógoras, su hermano, en consideración a mi antigua amistad con ellos.

»Y cuando queráis conocer mi posición, preguntad a [10] los extranjeros que visitan Acragante cómo me comporto con ellos, y si trato cortésmente a cuantos allí arriban, yo, que hasta tengo atalayas en los puertos, y agentes para informarse de quiénes son y de dónde proceden, a fin de poder despedirles con los honores debidos. Y algunos, los más sabios de entre los griegos, acuden expresamente a visitarme, y no rehúyen mi trato, como, por ejemplo, el sabio Pitágoras, quien recientemente vino a nuestra tierra con una falsa información acerca de mi persona, pero, una vez que me ha conocido, ha marchado elogiando mi justicia y compadeciéndome por mi obligada dureza. ¿Acaso creéis que mi cortesía con los forasteros se convertiría así en crueldad con los del país, de no afectarme esta situación gravemente injusta?

[11] »Os he dicho estas palabras en mi propia defensa, verdaderas, justas y dignas de elogio, en cuanto se me alcanza, más que de odio. En cuanto a mi ofrenda, es el momento de que oigáis dónde y cómo conseguí este toro. No lo encargué yo mismo al escultor —¡ojalá no esté jamás tan loco como para desear tales objetos!—, sino que había en nuestra tierra un tal Perilao, tan buen orfebre como mala persona. El individuo, confundido totalmente respecto a mi punto de vista, creyó complacerme ideando esta nueva tortura, como si yo pretendiera aplicarlas de todas las formas posibles. Realizó, pues, el toro y vino a ofrecérmelo, con su bellísimo aspecto y extrema semejanza, pues sólo le faltaba el movimiento y el mugido para parecer un ser vivo. Al verlo, exclamé al punto: ‘Digno es el presente de Apolo Pitio; hay que enviar el toro al dios’. Perilao acercóseme y dijo: ‘¿Por qué no compruebas la sabiduría que encierra y la utilidad que ofrece?’ Y, abriendo el toro por el lomo, añadió: ‘Si quieres torturar a alguien, introdúcelo dentro de esta máquina, ciérrala, aplica estas flautas al hocico del buey y manda encender fuego debajo; así el torturado se debatirá en gritos y lamentos, presa de incesantes dolores, y su grito a través de las flautas te ofrecerá las más dulces melodías imaginables, con acompañamiento quejumbroso y mugido dolorosísimo, de forma que él reciba su tortura y tú goces del concierto de flauta’.

»Yo, al oír esto, sentí repugnancia ante la refinada [12] perversidad del individuo, odié su artefacto y le di el castigo merecido. ‘Bien, Perilao —repuse—, si cuanto dices no es mera jactancia, demuéstranos la verdad de tu arte penetrando tú mismo, e imita a los que claman, para que sepamos si suenan a través de las flautas las melodías que dices’. Accede a ello Perilao, y yo, cuando estaba dentro, le encierro y ordeno encender fuego por debajo. ‘Cobre —le dije— el justo salario de tu maravilloso arte, de suerte que seas tú el primer maestro de música que toques la flauta.’ Aquél sufrió en justicia, obteniendo el fruto de su destreza inventiva; y yo, cuando aún el hombre se hallaba con vida y respiraba, ordené que le sacaran, a fin de que no mancillara la obra muriendo dentro, y dispuse que le arrojaran desde un precipicio, quedando insepulto; purifiqué el toro y os lo he enviado para ofrecerlo al dios. Y ordené grabar en él toda la historia, mi nombre como oferente, el de Perilao, el artista, su proyecto, mi acto justiciero, el castigo adecuado, las melodías del ingenioso orfebre y la primera experiencia musical.

»Por vuestra parte, varones de Delfos, obraréis en [13] justicia si oficiáis un sacrificio por mí, acompañados de mis embajadores y colocáis el toro en un lugar noble del templo, para que todos conozcan cómo me comporto con los malvados, y de qué modo rechazo sus superfluas inclinaciones a la perversidad. Este único ejemplo baste, pues, para revelar mi carácter: Perilao fue castigado, y el toro consagrado, en vez de reservarlo para dar conciertos mientras otros sufrían castigos, ni entonar otra melodía que los mugidos de su inventor, porque él solo me bastó para comprobar su arte, con lo que puse término a aquel canto tan ajeno a las Musas como inhumano. En el día de hoy, ésta es mi ofrenda al dios, pero le elevaré muchas otras, tan pronto me permita prescindir de los castigos.»

[14] Éstas son, varones de Delfos, las palabras de Fálaris: todo ello es cierto, así ocurrieron los hechos, y sería justo que aceptarais nuestro testimonio, como conocedores de lo ocurrido y ajenos a toda acusación de falsedad. Y, si hay que interceder en favor de un hombre erróneamente tenido por perverso y forzado a castigar contra su voluntad, os lo suplicamos nosotros, los ciudadanos de Acragante, que somos helenos de origen dorio: aceptad a un hombre que quiere ser amigo vuestro y está decidido a colmaros de favores a cada uno de vosotros, tanto oficial como privadamente. Aceptad, pues, el toro por vuestra parte, emplazadlo y elevad vuestras plegarias por Acragante y por el propio Fálaris; no hagáis que regresemos fracasados, con agravio para aquél, al tiempo que priváis al dios de una ofrenda tan extremadamente hermosa como merecida.

II

[1] No soy representante oficial del pueblo acragantino, varones de Delfos, ni tampoco agente privado del propio Fálaris, ni tengo respecto a éste ningún otro motivo personal de afecto o esperanza de futura amistad, pero he escuchado los acertados y justos argumentos de los embajadores llegados de su parte, y atendiendo a la piedad a la par que a los intereses comunes, y en especial al prestigio de Delfos, he tomado la palabra a fin de exhortaros a no ultrajar a un soberano piadoso, y a no desprenderos de una ofrenda que ya ha sido prometida al dios; y ello porque ha de convertirse en perenne recuerdo de tres hechos capitales: de un arte bellísimo, de un proyecto nefando y de un justo castigo.

[2] Por mi parte considero que vuestra mera vacilación sobre este asunto, y el plantearnos la cuestión de si procede aceptar la imagen o devolverla a su lugar de origen, es ya un hecho impío; más aún: no habéis dejado margen de superación a la impiedad, pues el hecho no constituye sino un robo sacrílego aún más grave que los otros, dado que no conceder la facultad a quienes quieren elevar ofrendas es más impío que apoderarse de las ya elevadas.

Os suplico, como delfio que soy y partícipe por igual [3] del renombre público, si se mantiene, y de la fama adversa, si se origina a partir de la cuestión presente, que no cerréis el templo a los piadosos, ni denigréis a la ciudad ante todos los hombres, cual si fuera un sicofanta que vilipendia los dones enviados al dios, y examina a voto y tribunal a los oferentes, ya que posiblemente nadie se atreva en adelante a elevar ofrendas, sabiendo que el dios no va a recibir aquello que no agrade primero a los delfios.

Apolo Pitio, por lo demás, ya ha dado su justo voto [4] acerca de la imagen. En cualquier caso, de odiar a Fálaris o repugnarle su regalo, habría sido fácil hundirlo en pleno mar Jonio con la nave que le traía; pero el dios, muy al contrario, les concedió realizar la travesía en bonanza, según dicen, y arribar sanos y salvos a Cirra6.

Por ello, es evidente que acepta el gesto piadoso del monarca. También debéis vosotros, votando lo mismo que Apolo, añadir este toro a los demás ornamentos del [5] templo, ya que esto sería el colmo del absurdo: que quien envía un regalo tan magnífico al dios recibiera el voto condenatorio del templo, y obtuviera como pago de su piedad ser considerado indigno hasta de elevar ofrendas.

El defensor de la tesis contraria, cual si acabara de [6] desembarcar recién llegado de Acragante, dramatizaba las ejecuciones, violencias, saqueos y raptos del tirano, casi dando a entender que los había presenciado, cuando sabemos que no ha viajado ni siquiera hasta el barco. Si ni aun cabe prestar mucha fe a quienes afirman haber sufrido tales rigores cuando los relatan —pues no consta que digan la verdad—, menos aún debemos nosotros acusar de aquello que no sabemos.

[7] Y, aun cuando algo semejante haya ocurrido en Sicilia, los de Delfos no tenemos por qué inmiscuirnos en estas cuestiones, a no ser que pretendamos ser jueces en vez de sacerdotes y, siendo nuestra obligación ofrecer sacrificios y demás actos cultuales al dios, como consagrar las ofrendas que envíen, nos sentemos a investigar qué pueblos de allende el Jonio tienen tiranías justas o injustas.

[8] Dejemos, además, que las cosas ajenas estén como quieran. Creo que nosotros, necesariamente, debemos considerar nuestros propios asuntos, en su estado anterior y presente, y adoptar medidas para que mejoren. Nosotros vivimos entre barrancos y cultivamos peñascales, y no hay que aguardar a que Homero7 nos lo demuestre, ya que está a la vista. De la tierra siempre recibiríamos hambre y miseria, mientras que el templo, Apolo Pitio, el oráculo, los sacrificantes y devotos son las «tierras llanas» de Delfos, son su fuente de ingresos; y de ahí su prosperidad, de ahí sus recursos —pues entre nosotros debemos decir la verdad—, y, como dicen los poetas, «sin siembras ni labores»8 nos crían de todo, con el dios como labrador. El no sólo otorga los bienes que hallamos entre los helenos, sino que todo lo de los frigios, lidios, persas, asirios, fenicios, italiotas y hasta de los hiperbóreos llega a Delfos. Y, en segundo lugar, después del dios, nosotros recibimos honores de parte de todos y vivimos prósperos y felices. Así fue en el pasado, así es hasta hoy y ojalá nunca se nos acabe este género de vida.

Nadie recuerda que alguna vez se haya producido [9] votación entre nosotros acerca de una ofrenda, o que se haya prohibido a alguien sacrificar u ofrendar. Y precisamente por ello, en mi opinión, nuestro templo ha alcanzado la cima de la prosperidad y es extremadamente rico en ofrendas. Por consiguiente, no debemos innovar nada en este momento, estableciendo frente a la tradición discriminaciones de ofrendas por su origen y la genealogía de los presentes, considerando la procedencia, el donante y la naturaleza: debemos aceptarlas sin más y consagrarlas, en provecho de ambas partes, del dios y de los fieles.

Me parece, varones de Delfos, que resolveréis del [10] mejor modo el caso presente si consideráis la magnitud e importancia de los intereses que tratamos: en primer lugar, el dios, el templo, los sacrificios, las ofrendas, los antiguos usos y ritos ancestrales, y el prestigio del oráculo; además, la ciudad toda y nuestros intereses comunes y privados de cada habitante de Delfos; y, sobre todo, el buen nombre o el desprestigio ante la humanidad entera. Sé que, si actuáis con sensatez, nada consideraréis más importante o primordial que cuanto he dicho.

Éste es, pues, el tema de nuestra consideración: no [11] es Fálaris —un tirano concreto—, ni ese toro, ni su bronce únicamente, sino todos los reyes y todos los soberanos que ahora acuden al templo, y el oro, la plata y demás objetos de valor que reiteradamente ofrecerán al dios. Lo primero que merece consideración es el interés del dios.

¿Por qué razón no vamos a proceder en la cuestión [12] de las ofrendas como siempre, como en el pasado? ¿Qué hemos de reprochar a los antiguos usos para innovarlos? ¿Por qué lo que no ha ocurrido nunca entre nosotros desde la fundación de la ciudad, desde que Apolo Pitio profetiza, el trípode clama y la sacerdotisa es inspirada, vamos a establecerlo ahora —el juicio y examen de los oferentes—? En efecto, gracias a esa inmemorial costumbre de la libertad ilimitada para todos, veis los bienes que colman el templo, pues todos los hombres elevan ofrendas y algunos ofrecen al dios dones superiores a sus propias posibilidades.

[13] Pero si vosotros os constituís en jueces y examinadores de las ofrendas, temo que en adelante carezcamos de examinandos, pues nadie aceptará ponerse en el lugar del acusado y gastar cuantiosas sumas de su dinero para ser juzgado y arriesgarlo todo. ¿Quién podrá resistir ser juzgado indigno de elevar ofrendas?


1 La romana Agrigentum, Agrigento en la actualidad, ciudad en el centro de la costa meridional de Sicilia.

2 Este epíteto propio del Apolo profético se relaciona con la raíz indoeuropea bhudh-, presente en el nombre de la serpiente Pitón —culto ctónico prehelénico en Delfos—, muerta por el dios según el mito (griego Pythó), y también con la del verbo pynthánomai, «informarse».

3 Se refiere a la peña desde la que eran arrojados en Delfos los sacrílegos (griego Hyampeíā). Tal vez haya una remota referencia a la ejecución legendaria de Esopo, acusado de haber robado una copa del templo.

4 Estos legendarios personajes encarnan la justicia proverbial repetidamente en la literatura griega (cf. PLATÓN, Apología 41a, etcétera) y, muy especialmente, en Luciano a lo largo de su obra.

5 Auxiliar de Heracles en el mito.

6 Cirra, en la Fócide, era, por su proximidad, el puerto natural de arribada a Delfos por las rutas del mar Jonio.

7 Ilíada II 519; IX 405; Himno a Apolo Pitio 526 ss.

8 HOMERO, Odisea IX 109, 123.

Obras I

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