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PRELUDIO. DIONISO

La propia tradición manuscrita incluye en el título de este opúsculo, hermoso juguete retórico, el término prolaliá o «preludio». Según J. BOMPAIRE, las lecturas públicas iban precedidas de «pequeñas piezas destinadas a introducir una conferencia sofística» (Lucien écrivain: imitation et création, París, 1958, páginas 286 y sigs.). Según J. SCHWARTZ, «estos breves textos debían ser a veces intercambiables, un poco a la manera de los finales de tragedia de Eurípides» (Biographie de Lucien de Samosate, Bruselas, 1965, pág. 128). Cuando Luciano escribió el Dioniso y la obra siguiente: Heracles, era de edad avanzada (cf. 6 y 7, en que, comparándose a Sileno, se califica a sí mismo de gérōn, «anciano»), y estas dos prolaliaí deben de ser posteriores a su estancia en Egipto, no anteriores a 182. Se ha sugerido, sin motivos suficientes (cf. W. SCHMID, Handbuch..., pág. 736), que el Dioniso introduciría el segundo libro de los Relatos verídicos.

Luciano, buen conocedor de la mitología báquica, aprovecha la sugestión y el exotismo del relato para llamar la atención del lector sobre su obra (5) y la inspiración que la anima.

[1] Cuando Dioniso condujo su ejército contra los indios —pues no hay inconveniente, creo, en contaros una historia de Baco—, dicen que los hombres de aquellas tierras lo menospreciaban tanto al principio, que se reían de su avance; más aún, lo compadecían por su audacia, ya que los elefantes debían hollarlo en cuanto desplegara su frente de ataque. Al parecer habían oído narrar a los espías extraños relatos acerca de su ejército: sus líneas y escuadras estaban integradas por mujeres locas y posesas, coronadas de yedra, vestidas con pieles de cervato, con jabalina sin punta de acero, hechas también de yedra, y unos escudos ligeros, que retumbaban al simple contacto —creo que confundieron los tambores con escudos—; iban con ellas unos cuantos jóvenes compesinos, desnudos, bailando una danza procaz1, con colas y cuernos, como los que asoman en las frentes de los chivos recién nacidos.

El propio general iba en un carro tirado por panteras [2] y era completamente imberbe, sin bozo tan siquiera en las mejillas, con cuernos, coronado de racimos de uva, ciñendo su caballera con una cinta2, con vestidos de púrpura y zapatillas doradas; tenía dos lugartenientes: uno era pequeño, viejo, rechoncho, ventrudo, chato, de orejas erguidas, algo tembloroso, que se apoyaba en un bastón, y montaba frecuentemente en un asno, vistiendo también ropas femeninas3, jefe de división muy adecuado para él; el otro4 era un individuo portentoso, semejante a un macho cabrío en las extremidades inferiores, con las piernas velludas, dotado de cuernos y espesa barba, irascible e impetuoso, llevando en la izquierda una siringa, y en la derecha una vara torcida, que andaba dando saltos alrededor de todo el ejército, de forma que las mujerucas se asustaban de él y agitaban al viento sus cabellos cuando se les acercaba, y gritaban «evohé»5. Los espías suponían que éste era el nombre de su soberano. Los rebaños habían sido ya arruinados por las mujeres y las crías descuartizadas en vivo, pues comían cruda la carne6.

[3] Al escuchar estos informes, los indios y su rey se reían, como es natural, y no se dignaron salir a su encuentro o colocarse en línea de batalla; a lo sumo, pensaban en arrojarles a sus mujeres si se acercaban, pues les parecía vergonzoso vencerles dando muerte a unas mujerucas enloquecidas, un caudillo con tocado femenino, un viejecillo medio borracho, un soldado sólo hombre a medias y unos danzantes desnudos, ridículos todos ellos. Mas cuando llegó la noticia de que el dios estaba arrasando a fuego el país, quemando ciudades con sus habitantes e incendiando los bosques, hasta convertir en poco tiempo la India en una hoguera —pues el fuego7 es un arma dionisiaca, propia del padre del dios y derivada del rayo—, empuñaron entonces las armas apresuradamente, cargaron sus elefantes, los embridaron, colocaron las torres sobre ellos y salieron a su encuentro, despreciándolos todavía, pero irritados y deseosos de aplastar a aquel general imberbe y a todo su ejército.

[4] Cuando los tuvieron cerca y se vieron mutuamente, los indios colocaron en vanguardia sus elefantes y avanzaron sus filas. El propio Dioniso mandaba el centro, Sileno el ala derecha y Pan la izquierda; los sátiros hacían de jefes y oficiales8, y la consigna era para todos «evohé». Al punto resonaban los tambores, los címbalos daban la señal de la batalla y un sátiro, empuñando el cuerno, tocaba en tono elevado; el asno de Sileno lanzó un rebuzno guerrero y las Ménades, gritando, se arrojaron sobre ellos, ceñidas con serpientes y descubriendo el acero en la punta de sus tirsos. Los indios y sus elefantes se volvieron al punto e iniciaron la huida sin orden alguno, sin aguardar siquiera el comienzo de los disparos, y al fin fueron reducidos por la fuerza y conducidos como prisioneros de guerra por aquellos de quienes se habían burlado hasta entonces, aprendiendo con la experiencia que no hay que despreciar a los ejércitos extranjeros a la primera información que se reciba.

«Mas ¿qué relación tiene con Dioniso ese Dioniso que [5] tú describes?»9, podría argumentar alguien. A mi parecer —y, por las Cárites, no interpretéis que tengo el furor de los coribantes10 o que estoy totalmente ebrio si comparo mis obras con lo divino— muchos reaccionan ante las novedades literarias de igual modo que aquellos indios: así ha ocurrido ante las mías. Pues, estimando que iban a escuchar de nuestra parte textos satíricos, risibles y por entero cómicos —tal era su creencia, por haberse formado no sé qué opinión de mí—, empiezan unos por no acudir siquiera, no dignándose descender de los elefantes a prestar sus oídos a algazaras mujeriles y bailoteos satíricos; otros, al haber venido buscando algo así y encontrar acero en vez de yedra, todavía no se deciden a aplaudir, confundidos ante lo sorprendente del tema. Pero confidencialmente les anuncio que si se hayan dispuestos aun ahora, como en un principio, a presenciar reiteradamente el rito sacro, y mis antiguos compañeros de banquete recuerdan «las fiestas que antaño vivimos»11 y no desprecian a los sátiros y silenos, bebiendo hasta la saciedad de esta crátera, también ellos sentirán de nuevo el entusiasmo de Baco, y repetirán una y otra vez con nosotros «evohé».

[6] No obstante, que procedan como gusten, pues el oído es libre12. Mas, dado que aún estamos en la India, yo quiero relataros otra curiosidad de allí, no «ajena a Dioniso»13 tampoco, ni extraña a nuestra empresa. Entre los indios macleos, que viven en la margen izquierda del río Indo, mirando en el sentido de la corriente, y descienden en sus asentamientos hasta el Océano, hay —en su territorio— un bosque sagrado con cerca, de una extensión no muy considerable, pero tupido, pues la abundancia de yedras y vides lo mantienen en sombra profunda. Allí corren tres fuentes de un agua en extremo pura y cristalina, consagradas una a los Sátiros14, otra a Pan y otra a Sileno. Los indios acuden a aquel paraje una vez al año, a celebrar la fiesta del dios, y beben de las fuentes, mas no de todas indiscriminadamente, sino de acuerdo con la edad: los adolescentes, en la de Sátiros; los de mediana edad, en la de Pan, y beben en la de Sileno los de la mía.

[7] Lo que experimentan los mozos tras beberla o lo que osan hacer los hombres poseídos por Pan sería largo de contar; mas lo que los ancianos hacen al embriagarse de agua no es ajeno al caso decirlo. Luego que el anciano ha bebido y se ha apoderado Sileno de él, al punto queda mudo largo rato y parece embotado y ebrio, mas luego, súbitamente, su voz se torna sonora, su timbre vibrante y su tono musical, y de la mudez absoluta pasa a la extrema locuacidad, de suerte que ni tapándole la boca podrían interrumpirse sus continuas peroratas y largos discursos, si bien cuanto dice es sensato y acorde, como aquel famoso orador de Homero, pues sus palabras fluyen «cual los copos de nieve en el invierno»15. No podrían compararse ellos con cisnes en consideración a su edad, mas cual cigarras ensartan un cántico incesante y fluido hasta bien caída la tarde. Luego que la embriaguez les abandona, callan y retornan a su prístino estado. Pero aún no os he dicho lo más extraordinario de todo: si el anciano deja inconcluso el relato que pronunciaba, incapaz de llevarlo a su término por haberse puesto el sol, al beber de nuevo al año siguiente lo reanuda enlazando con lo que decía el anterior cuando la embriaguez le abandonó.

Permitid que, cual Momo, me mofe en esta fábula de mí mismo, aunque, por Zeus, no os traeré a colación la moraleja, pues ya veis en qué sentido la historia me atañe. De suerte que, si en algo desvariamos, culpable es la embriaguez; mas, si lo dicho os ha parecido razonable, es que Sileno me ha sido propicio.


1 Griego kórdax, danza obscena de origen lidio, término intraducible literalmente.

2 Rasgo femenino.

3 Literalmente «teñidas de azafrán». Se refiere a Sileno.

4 Pan.

5 Grito de las bacantes, o mujeres participantes en los cultos de Dioniso.

6 Ritos típicos de los cultos báquicos: el sparagmós o despedazamiento en vivo, y la ōmofagía o «comunión» de las carnes crudas de las víctimas.

7 Sémele, madre de Dioniso, ya fue abatida por el rayo de Zeus.

8 En griego lochagoí y taxíarchoi, términos militares de aproximativa traducción.

9 Recuerda la expresión «nada para Dioniso», típica del ambiente teatral cuando los poetas se alejan de los primitivos mitos dionisíacos.

10 Sacerdotes de Cibiles originarios de Frigia.

11 Anapesto de origen desconocido.

12 Refrán.

13 Cf. nota 9.

14 Los manuscritos dicen «al Sátiro». La conjetura en plural es de Capps.

15 Se trata de Ulises. Cf. Ilíada III 222.

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