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ACERCA DEL ÁMBAR O LOS CISNES

Según J. SCHWARTZ (Biographie de Lucien de Samosate, Bruselas, 1965, pág. 129), es una prolaliá de juventud del autor, próxima a la redacción de los Diálogos de los dioses. Para TOVAR (Luciano, Barcelona, 1949, págs. 33 y sigs.), Luciano se propone defender su teoría retórica, atacando a los que «destilan oro» (escuela asiánica), y propugnando la sobriedad aticista, «que quiere un vocabulario muy puro y escogido, unos medios de expresión y ornato muy sobrios», al tiempo que se ridiculiza a los oradores altisonantes, auténticos cisnes poéticos. ¿Recurre Luciano a sus conocimientos geográficos, vividos en sus viajes (el Erídano o Ródano), o es mera ficción literaria?

Acerca del ámbar, sin duda os habrá convencido el [1] mito: los álamos, a orillas del río Erídano, lo destilan en su llanto de dolor por Faetonte; y aquellos álamos son las hermanas de Faetonte, que, en su aflicción por el joven, fueron convertidas en árboles, y desde entonces brotan de ellos lágrimas de ámbar. Cuando oía yo contar tales historias a los poetas, esperaba —de poder visitar algún día las riberas del Erídano— llegar a situarme debajo de uno de esos álamos para extender mi túnica, recibir algunas lágrimas, y conseguir así ámbar.

De hecho, recientemente y por otro motivo, visité [2] aquellas tierras y —tenía que remontar el curso del Erídano— no vi ni álamos ni ámbar, pese a mi atenta búsqueda, y los nativos ni siquiera conocían el nombre de Faetonte. Cuando yo trataba de averiguarlo y preguntaba cuándo llegaríamos a los álamos del ámbar, se reían los barqueros y pedían que les dijera más claramente lo que quería. Y yo les contaba el mito: Faetonte fue un hijo de Helio, que, al llegar a la edad, pidió a su padre que le dejara conducir el carro, para ser él también autor de un día; concedióselo Helio, y Faetonte pereció al caerse del carro; y sus hermanas, presas de aflicción («precisamente aquí, entre vosotros —les dije—, vino a caer, en el Erídano»), se convirtieron en álamos y aún lloran ámbar por él.

[3] «¿Quién te ha contado esas cosas? —preguntaban—. Es un embustero charlatán: nosotros jamás hemos visto caer a un cochero, ni tenemos los álamos que dices; si así fuera, ¿crees que nosotros remaríamos por dos óbolos y arrastraríamos los barcos contra corriente, de poder enriquecernos con sólo recoger las lágrimas de los álamos?» Esta observación me molestó bastante, y callé avergonzado, porque realmente me había ocurrido algo propio de un niño, al creer a los poetas que propalaban tales falacias, que es de locos aceptar con agrado. Defraudado, pues, en una esperanza como ésa, nada desdeñable, afligíame cual si el ámbar se me hubiera escapado de las manos, después de haber imaginado los múltiples y variados usos que de él iba a hacer.

[4] Creía, sin embargo, que la otra parte del relato era cierta, y que encontraría allí muchos cisnes cantando en las orillas del río. Y volví a preguntar a los barqueros —pues aún seguíamos remontando—: «Y los cisnes, ¿a qué hora os cantan su armoniosa melodía a ambas orillas del río? Pues dicen que son compañeros de Apolo, hombres cantores, que aquí se convirtieron en aves, y por ello cantan, sin haberse olvidado aún de la música».

A lo que ellos, entre risas, contestaron: «Pero, hombre, [5] ¿no vas a terminar hoy de inventar falsedades sobre nuestra tierra y el río? Nosotros, que estamos siempre navegando, y que prácticamente desde la niñez trabajamos en el Erídano, vemos a veces algunos cisnes en las charcas del río, mas graznan sin gracia alguna, débilmente, de suerte que los cuervos o los grajos son sirenas a su lado; pero sus dulces cantos, como tú dices, no los hemos oído ni en sueños, de manera que nos sorprende que os hayan llegado semejantes historias acerca de nuestra tierra.»

Podemos vernos envueltos en muchos engaños de [6] esta naturaleza de creer a quienes refieren las cosas exagerándolas. De modo que yo ahora temo, por lo que a mí respecta, que vosotros, que acabáis de llegar y habéis escuchado esto de mis labios, pese a haber esperado encontrar en mí algo de cisnes y de ámbar, os vayáis dentro de poco mofándoos de quienes os prometen tantas y tan nobles prendas en los discursos. Pero os doy fe de que ni vosotros ni nadie me ha oído jamás jactarme en tales términos sobre mis creaciones, ni podría oírme. En cambio a otros, y no pocos, podréis encontrar, Erídanos cualesquiera, de cuyas palabras fluye no ya ámbar, sino el mismísimo oro, y resultan mucho más melodiosos que los poéticos cisnes. En cuanto a mi relato ved cuán sencillo y sin mitología resulta; tampoco lo acompaña canción alguna. Por tanto, procura no te ocurra que esperes más de mí y te pase lo que a los espectadores de los objetos sumergidos en el agua, que, creyendo que su tamaño es el que aparece desde fuera, al ensancharse la imagen por la transparencia, cuando los extraen a la superficie y los encuentran mucho más pequeños se ven defraudados. Por ello te prevengo, tras verter el agua y descubrir mi realidad: no confíes en sacar nada grande del fondo, o habrás de reprocharte tu esperanza.

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