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Capítulo 4

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A AMBER se le secó la garganta. Sintió frío y, después, calor en el rostro. ¿Marco había estado casado? ¿Había tenido un hijo?

–Lo siento, no lo sabía –dijo ella cuando recuperó el habla.

Marco se encogió de hombros.

–¿Cómo iba a saberlo? Su hermana y yo no tuvimos tiempo para hablar de asuntos personales durante… nuestro breve encuentro. Pero el día que estuvimos juntos era el aniversario de sus muertes –sólo una ligera espesura en su voz sugirió emoción–. Unos amigos me convencieron de salir a celebrar el carnaval. Lo hicieron pensando en que me haría bien; sin embargo, cuando nos separamos, no tenía ganas de ir a buscarles y continuar la fiesta. Por eso fui a tomar una copa solo. Una equivocación. Y continué bebiendo con su hermana… más de la cuenta. Otra equivocación.

–Lo siento –repitió Amber–, me refiero a lo de su familia. ¿Tiene… tenían usted y su esposa más hijos?

–No. Mi esposa tuvo problemas durante el embarazo y también con el parto, así que me negué a que volviera a pasar por aquel calvario. Pero el niño… –en los ojos de Marco, Amber vio placer y dolor–. El niño era muy sano, y muy listo y cariñoso, como su madre. Siempre estaba riendo. Aunque también tenía genio, como su padre. Sin embargo, yo le recuerdo riendo.

Amber se encontró incapaz de hablar. No había esperado aquel aspecto de Marco Salzano: un padre sufriendo la pérdida de su hijo.

Marco agarró su copa y la vació; después, hizo un gesto a un camarero para que volviera a llenársela.

–¿Quiere más? –le preguntó Marco a Amber señalando la copa.

Amber sacudió la cabeza y picó del plato. No creía poder preguntarle a Marco cómo habían muerto su esposa y su hijo. ¿Quizá en un accidente?

Marco erradicó la tristeza de su mirada. Ahora, sus ojos escondían toda emoción. Era evidente que no quería seguir hablando del tema.

Pero… ¿no cambiaba eso todo?

Un hombre que había perdido a su único hijo y a quien, de repente, se le presentan con otro no era un hombre egoísta y posesivo. Su insistencia en ver al pequeño era comprensible.

Sin embargo, también era comprensible el temor de Azure de perder a su hijo.

Y la lealtad de Amber estaba con su hermana. Marco había descubierto su engaño, pero… ¿seguía empeñado en conocer a Benny? Y de ser así, ¿no era natural que quisiera reclamarlo como suyo y llevárselo a su país?

El camarero llevó otra copa de vino y Amber, en un intento por hacerle comprender, dijo:

–Aun en el caso de que el niño fuera suyo, debe pensar en lo que es mejor para él.

–Yo podría darle todo lo que necesita.

–¿Todo? –Amber mostró escepticismo con el gesto–. El niño tiene unos padres que le adoran. Dos. ¿Qué haría usted, contratar a una niñera?

–Le querría –respondió Marco mirándola fijamente a los ojos–. Y me aseguraría de que estuviera bien y fuese feliz. Y de ser necesario, me casaría otra vez… si encontrara a la persona adecuada.

–¿Para darle una madre al niño? Ya tiene una. Compadezco a la mujer con la que usted se casara por el niño.

–Tendría todo lo que quisiera.

–Excepto su amor.

–El amor tiene muchas caras.

–Si usted quiere demostrar amor por este… este posible hijo suyo, lo mejor que puede hacer es marcharse y olvidarse de él.

–¿En serio piensa lo que dice?

–Sus padres le adoran. Son buena gente. No son ricos, pero le saben cuidar muy bien.

–Su «padre», al parecer, les abandonó dejándoles sin dinero y a punto de que les echaran de su casa. Eso es un comportamiento irresponsable.

–Fue una equivocación.

La boca de Marco esbozó una mueca burlona.

–¿Otra equivocación?

–Él se había cambiado de trabajo y el pago mensual de la hipoteca salía de su paga, pero alguien se equivocó con los papeles y el pago se retrasó. Se lo explicó todo a Azure cuando volvió con ella, y también le dijo que no podía vivir sin ella y sin el niño.

Una furia contenida asomó a la mirada de Marco.

–La madre del niño es una mentirosa y una extorsionista, y fue infiel a su marido. Puede que un juez no les considerase apropiados para ser padres.

–¡Habla como si mi hermana fuera una delincuente! Pues no lo es. ¡Y ella y Rickie no estaban casados cuando… cuando estaban en Venezuela! Y fue la única vez que mi hermana se acostó con otro.

–Eso usted no puede saberlo con seguridad.

–Eso es lo que me ha dicho mi hermana y yo la creo. Rickie y ella se conocen desde el colegio y siempre han estado juntos.

La expresión de Marco mostró escepticismo.

–Tardaron mucho tiempo en decidir casarse, ¿no le parece?

–En la actualidad, la gente tarda más en casarse. Las parejas suelen vivir juntas antes de casarse. No sé cómo será en su país, pero aquí es así. Y se casaron siete meses antes de que naciera el niño.

Marco agarró la copa de vino y la vació de un trago.

–Insisto en que se haga la prueba de ADN.

–¡No! –Azure apretó al niño contra su pecho como si Marco estuviera allí y hubiera ido a quitárselo.

–¿Por qué no? –de nuevo, Amber estaba sentada a la mesa en la cocina de su hermana. Le había prometido a Marco darle el mensaje a Azure a cambio de que él no fuera a verla–. Si Rickie es su padre natural, no tienes por qué preocuparte.

–No puedo hacerlo. No lo haré –los ojos de Azure mostraban miedo.

–Pero tú le dijiste a Rickie…

–No quiero volver a poner en peligro mi matrimonio. Rickie estaba conmigo cuando tuve a Benny, fue la primera persona que lo tuvo en sus brazos, incluso antes que yo. Se ha levantado por las noches para cambiarle los pañales, para darle el biberón… ¡Benny le adora! En el certificado de nacimiento de Benny es el nombre de Rickie el que consta como padre y, además, jurídicamente, el marido de una mujer es el padre del niño. Lo he mirado.

–¿En serio? Pero si otro hombre puede demostrar…

–¿Demostrar qué? –gritó Azure–. ¿Que, por un accidente, el esperma de otro hombre produjo a mi hijo? Rickie es su verdadero padre.

–¿No sería mejor asegurarse de ello? –preguntó Amber.

Azure sacudió la cabeza con vehemencia.

–Rickie dijo que Benny es su hijo y nada puede cambiar eso, y es verdad. Es verdad –sollozando, Azure besó el cuello de su pequeño–. Yo tengo la culpa de lo que pasa, pero no es justo que Rickie y Benny sufran las consecuencias.

Amber se levantó de la silla y abrazó a su hermana y a su sobrino.

–Quizá pudiera realizarse la prueba de ADN sin que Rickie se enterase. Si tienes razón, no tienes por qué preocuparte y Marco se marchará.

–No, no voy a hacerlo a espaldas de Rickie. Y si el resultado fuera el que no quiero… ¡No, no podría soportarlo! ¡Por favor, Amber, haz que se vaya!

El último grito había sonado exactamente como el grito de una niña de seis años pidiéndole a su hermana mayor de nueve que hiciera que los monstruos desapareciesen.

Pero no creía que fuera a ser fácil hacer desaparecer a Marco Salzano.

–Ahora mismo voy –dijo Marco cuando ella le telefoneó al hotel para decirle que quería hablar con él cara a cara–. A menos que prefiera venir aquí…

–Yo iré al hotel –respondió Amber. Era terreno neutral.

Marco la recibió en el vestíbulo, que estaba lleno de gente.

–Tendremos que hablar en mi suite –dijo él–. Al parecer, se está celebrando una convención en el hotel.

La suite era lujosa, la cama doble se veía a través de la puerta abierta del cuarto de estar. Encima de un escritorio había un ordenador portátil y a su lado unos papeles. Un teléfono móvil parecía conectado al ordenador.

–¿Ha estado trabajando? –le preguntó Amber sin poder ocultar su sorpresa.

–Internet es un invento maravilloso –Marco le indicó un asiento antes de sentarse él mismo alrededor de una mesa redonda baja en la que había dos botellas de vino y una bandeja con cosas para picar–. Me posibilita atender a mis negocios aun estando fuera.

–Yo creía… –Amber se interrumpió.

–¿Qué es lo que creía? –dijo él, instándole a que continuara mientras agarraba una de las botellas de vino.

–Que no necesitaba trabajar –respondió ella con cierto embarazo.

–¿Creía que me pasaba el tiempo jugando al polo y asistiendo a fiestas?

–No es eso exactamente. La verdad es que no tengo idea de cómo pasa el tiempo.

Marco alzó la botella.

–La última vez tomó vino blanco. He pedido una botella de blanco y otra de tinto, los dos son vinos de Nueva Zelanda que, según el sumiller del hotel, son excelentes. Pero si prefiere otra cosa…

–No, está bien así –Amber asintió mirando a la botella.

Marco sirvió dos copas y, reanudando la conversación, dijo:

–Dirijo lo que ustedes llamarían un rancho, un hato en mi país, que pertenece a mi familia. Llevamos un negocio turístico y tenemos ganado para carne que exportamos. Además, tenemos otros negocios y responsabilidades con la comunidad. Yo estoy al frente de todo desde que mi padre murió.

–¿Ha dicho tenemos?

–Tengo dos hermanas, una de ellas con hijos, y también está mi madre. Además, algunos tíos y primos tienen intereses económicos en el negocio familiar.

–Por lo que dice, parece un imperio.

Marco se echó a reír, lo que transformó su rostro, haciéndole parecer más joven y feliz.

–No, no soy un emperador, sino un llanero trabajador. Un ganadero. Además, tenemos negocios de diversos tipos.

–Su inglés es muy bueno –comentó ella.

–De adolescente, pasé algún tiempo en los Estados Unidos. Allí estudié el negocio de la ganadería y alguna cosa más.

Marco la miró por encima del borde de su copa y añadió:

–Su hermana… ¿ha accedido a someter al niño a la prueba de ADN?

Amber se puso tensa al instante; después, para darse valor a sí misma, bebió un sorbo de vino.

–Mi hermana… ha dicho que no. Pero, por favor, intente comprenderla. ¿Qué significan unas horas con usted comparado con toda una vida con su esposo? Es demasiado tarde para que usted reclame al niño, aunque resultase ser su padre biológico. El niño pertenece a Azzie.

La expresión de Marco no cambió, pero Amber se dio cuenta de que estaba pensando. Ella decidió continuar para tratar de convencerle.

–Azure le tuvo en su vientre durante nueve meses, le trajo al mundo y está dispuesta a hacer lo que sea por el bienestar del niño. Se equivocó al acostarse con usted y al no tener más cuidado al hacerlo, pero eso es lo único que se le puede reprochar. Y separar al niño de sus padres y sacarlo de su país no sería bueno para él.

Marco se puso en pie y se acercó a la ventana con la copa de vino en la mano. Allí, pensativo, contempló las luces de la ciudad reflejadas en las aguas del puerto.

Amber contuvo la respiración cuando le vio moverse y le oyó decir sin volverse:

–Creo que podría conseguir una orden judicial para forzar la prueba de ADN.

Estaba claro que él también se había informado. Ella se levantó del asiento y se acercó a Marco; entonces, él se volvió y la miró a la cara.

–Usted quería a su hijo, que murió, y debía de querer lo mejor para él –dijo Amber–. Pero no puede sustituir a un niño con otro. Me doy cuenta de que aún sufre la pérdida de su hijo, pero… ¿estaría dispuesto a hacer sufrir a unos padres que quieren tanto a su hijo como usted quería al suyo?

Por fin, la expresión de él se suavizó.

–Ha presentado usted la causa de su hermana con vehemencia –dijo Marco–. Su hermana tiene mucha suerte de contar con usted.

–No se hace idea del miedo que tiene –contestó Amber–. Si pudiera ver lo mucho que quiere a Ben…

Marco alzó una mano y le selló los labios con un dedo.

–Es suficiente.

Amber no comprendía por qué la miraba así, ni siquiera cuando Marco bajó la mano.

–¿Qué… qué va a hacer? –preguntó ella, temiendo la respuesta.

–Ahora mismo no puedo responder a su pregunta. No es cosa de decidir en un instante.

Amber guardó silencio. Marco tenía razón, ella no podía pedirle más; sobre todo, a un hombre que había sufrido la pérdida de su familia y luego había descubierto que podía tener un hijo que no conocía.

–Lo comprendo –dijo ella asintiendo.

–Lo dudo –dijo Marco con una nota de ironía en la voz.

–Sí, tiene razón, supongo que lo que he dicho ha sido una estupidez.

–Usted no es estúpida –dijo Marco–. Fiel sí, quizá excesivamente. Compasiva, cariñosa… y hermosa. ¿Su hermana y usted… están muy unidas?

–Sí, Azure y yo estamos muy unidas. Sólo quedamos las dos.

–Se parecen mucho.

Amber asintió.

–Pero si hubiera conocido mejor a mi hermana pequeña, jamás la habría confundido conmigo.

–¿Hermana pequeña? –Marco arqueó las cejas.

Desde su punto de vista, Azure debía de ser una mujer completamente adulta: estaba casada, había tenido un hijo…

–En fin, creo que debo marcharme ya –dijo ella–. ¿Pensará en… todo esto?

–No he hecho otra cosa desde que he llegado aquí.

–Y, por favor, no haga nada sin decirme antes lo que ha decidido.

–A cambio de que me haga una promesa –dijo Marco.

–¿Qué promesa? –preguntó ella con cautela.

–En realidad, dos promesas. Una, que no desaparezcan con el niño. Dos… que cene conmigo esta noche o mañana.

–Mañana por la noche no puedo –había preparado una despedida de soltera para una antigua amiga del colegio.

–¿Cuándo entonces?

–El lunes por la noche lo tengo libre.

Él la acompañó a la puerta y la abrió.

–La llamaré por teléfono –le prometió Marco, y le acarició la mejilla con los labios antes de apartarse y cederle el paso.

Amber sintió como si una corriente eléctrica le hubiera traspasado el cuerpo y se quedó mirándole fijamente, con los labios entreabiertos.

El brillo de la mirada de él la mantuvo cautiva durante unos instantes.

–Buenas noches –dijo Amber por fin con voz ahogada.

El restaurante era fabuloso. Amber se alegró de ir bien arreglada. Había elegido un vestido de seda azul, su escote lo adornaba un colgante indígena diseñado por un artista maorí.

Mientras les conducían a su mesa, los tacones se le hundían en la espesa alfombra. El camarero la ayudó a sentarse en una silla tapizada en terciopelo antes de darles la carta.

Amber había oído hablar del excéntrico arte del chef propietario del restaurante, pero jamás había cruzado la augusta entrada de aquel edificio histórico que albergaba Parnell, el famoso establecimiento.

Si Marco había querido impresionarla, lo había conseguido. No obstante, aquello debía de ser normal para él. Suponía que Marco estaba acostumbrado a lo mejor y podía pagarlo.

–¿Va a decirme qué ha decidido? –preguntó ella cuando ambos estuvieron acomodados.

–Más tarde –respondió Marco–. Cenemos primero–. Por favor, Amber, tranquilícese. La preocupación podría quitarle el apetito y no hay necesidad.

¿Significaba eso que Marco había decidido marcharse? Por extraño que le resultara, la idea de su marcha le dejó una sensación de vacío.

Tomaron una copa mientras esperaban a que les llevaran la comida y Marco hizo conversación ligera, haciéndole preguntas sobre la vida en Nueva Zelanda y la gente, y también sobre su trabajo. Ella le contó anécdotas relacionadas con su trabajo de investigación y también sobre el mundo del cine y la televisión; y cuando él rió en un par de ocasiones, ella se sintió culpable por el placer que sintió. No le parecía bien disfrutar con la compañía de Marco Salzano.

La comida, cuando llegó, estaba perfectamente presentada y cocinada, y Marco eligió con acierto los vinos que acompañaron a cada plato.

Durante el ligero postre, ella le preguntó sobre Venezuela y vio una nueva expresión iluminar los ojos de Marco mientras hablaba del distrito de Los Llanos, de los caballos y del ganado, y de cómo desde los doce años había ayudado como guía durante las visitas de los turistas a sus tierras. Por lo que él dijo, Amber supuso que las tierras de Marco debían de ser en extensión parecidas a un pequeño país; en ellas había jaguares, pumas, monos, ocelotes y un animal llamado capibara.

–Muchos de nuestros animales están en peligro de extinción –dijo él–. El ecoturismo es un gran negocio en Venezuela. Hace ya treinta y cuatro años que nuestro hato es una reserva natural donde no se permite la caza.

–¿Y el ganado? ¿Cómo coexiste el ganado con los animales salvajes?

–Perdemos algo de ganado, que se comen los felinos más grandes. Pero el ganado no influye negativamente en el sistema ecológico. En algunos lugares hemos canalizado el agua para el ganado, pero los animales salvajes también usan esos lugares para beber.

Cuando terminaron la cena, Marco apartó su plato, apoyó los brazos en la mesa y se la quedó mirando fijamente.

–Como usted sugirió, he estado pensando en este asunto. Pero… –Marco, interrumpiéndose, miró a su alrededor–. Quizá no sea éste el lugar apropiado para hablar de ello. ¿Le parece que vayamos a mi hotel a tomar café? Después, la llevaré a su casa.

Amber asintió.

–De acuerdo.

El hotel estaba más tranquilo y se sentaron a una mesa en un rincón del bar, apartados de los demás clientes. Tensa de nuevo, Amber bebió un sorbo de su capuchino.

–Puede que tenga razón –dijo Marco mientras revolvía con la cuchara el azúcar en el café–, que lo mejor para el niño sea permanecer con su hermana y su marido.

Un inmenso alivio la invadió. Impulsivamente, extendió el brazo y cubrió la mano de marco con la suya.

–¡Gracias, gracias! Es lo mejor, aunque sé que debe de ser muy duro para usted.

De repente, consciente del calor y la fuerza de la mano de Marco, Amber fue a apartar la suya; sin embargo, con la velocidad del rayo, Marco le atrapó los dedos.

–No se precipite, voy a poner ciertas condiciones –dijo él.

–¿Qué condiciones? –preguntó ella con súbita aprensión.

Marco guardó silencio durante unos momentos; sin darse cuenta aparentemente, Marco le acarició la piel con la yema del dedo pulgar, haciéndola temblar de un placer que no quería sentir. Entonces, bajando la mirada, él dijo:

–Voy a proponerle un trato… En la carta que me envió, su hermana no mencionó el hecho de que estuviera casada. Yo supuse que estaba soltera.

–Por aquel entonces…

–Lo sé –Marco alzó una mano y continuó–: Yo esperaba que si ella no quería dejar a su hijo aceptara casarse conmigo y venir a vivir a Venezuela.

Amber abrió la boca y volvió a cerrarla.

–Me parecía la solución más práctica –añadió Marco–. Por supuesto, pensando en el niño. Pero usted me ha dicho que está casada y que su marido ha vuelto con ella, y me ha pedido que los deje en paz.

Marco hizo una pausa y ella preguntó:

–¿Qué es lo que quiere?

–La quiero a usted –respondió Marco con implacable serenidad–. No como amante, Amber, eso no. Quiero que se case conmigo y que me dé un hijo.

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