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Del espacio al territorio

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En la experiencia cotidiana el espacio aparece tan inmediato, tan aprehensible, tan asequible, que la pregunta por su consistencia o composición parece no tener lugar. Simplemente está ahí, afuera, como continente colmado de contenidos de la más diversa índole; y, entre ellos, más espacio, el espacio vacío. En el espacio vivimos, nos movemos; en él acontece la existencia, la danza, la risa; nos desplazamos en el espacio.

Y, sin embargo, pocas cosas más equivocadas que lo inmediato y lo cotidiano.

Basta solo un poco de perspicacia para notar que, en el lenguaje, el espacio tiene distintas acepciones. Hablamos de espacio del pensamiento sin referirnos propiamente al recorrido neuronal de los impulsos eléctricos en el cerebro; hablamos de espacios imaginarios sin necesariamente hacer referencia a una presunta extensión de la imaginación; hablamos de espacio público y hacemos énfasis en el carácter político de lo que podría ser una explanada, un mercado o un trozo de papel; incluso hablamos de espacios virtuales cuando a todas luces lo virtual no tiene una extensión en el sentido tradicional del término. Esta polisemia, lejos de ser un error o un uso inadecuado del lenguaje, da cuenta de las múltiples formas en las que construimos el espacio.

Hay que decirlo así, sin más rodeos: el espacio es una construcción.

Por todos es sabido que la antropología, la sociología y la geografía social, entre otras disciplinas, desde hace varias décadas han insistido una y otra vez en la construcción y apropiación del espacio. Y, sin embargo, cuando así lo han hecho, han hablado de construcciones simbólicas, culturales o políticas. Por muy elaboradas que parezcan, y por muy útiles que nos sean para pensar ciertos fenómenos, los últimos reductos de estas construcciones sigue siendo el sentido común en el que el espacio es un afuera extenso que se ocupa de diferentes maneras.1 Cuando aquí hablamos de construcción no nos referimos a eso.

Aquí pensamos desde la ontología. No es, por supuesto, la primera vez, ni será la última. Desde Demócrito hasta las fenomenologías del siglo XX, la reflexión filosófica se ha detenido una y otra vez en minuciosos resquicios del pensamiento para tratar de dilucidar cuál es la naturaleza de eso que llamamos espacio y, cuando así ha sucedido, lo ha hecho frente a problemas específicos que orientan, constituyen y matizan cada una de sus reflexiones. Esto es lo crucial: la delimitación de los problemas decide siempre el tratamiento de los conceptos.2 En este texto intentaremos proceder de forma similar, aunque no idéntica.

Cuando aquí decimos que el espacio es una construcción, lo hacemos asumiendo el carácter radicalmente ficcional del lenguaje; es decir, sabiendo que las palabras recubren a los entes y les asignan una dirección, un significado, una interpretación. Todo lenguaje es retórico y ficcional en cuanto que no hay una relación necesaria entre palabra y cosa.3 En este sentido, todo ente es una creación humana en la medida en que toda vivencia, pensamiento, sentimiento o experiencia están conformadas por un lenguaje que las constituye. No tenemos, en cuanto seres humanos, un acceso privilegiado a los entes, sino que cualquier acercamiento a ellos se hace en, por y desde el lenguaje.4 Más aún, el pensamiento que piensa a los entes, y que se piensa a sí mismo, está constituido también por un lenguaje, una lengua, una sintaxis y una gramática que le construye sus propios límites, sus orientaciones y sus determinaciones.5 Este es el primer sentido en el que decimos que el espacio es una construcción: construcción lingüística.

Desde ese espacio lingüísticamente construido y ontológicamente ficcional –que, nótese, no estamos asumiendo como falsedad–, concebimos el espectro de lo espacial, ciertamente, como una exterioridad.6 Se trate del espacio mental, del espacio interior, del espacio vacío en una hoja de papel o del espacio en el que se mueven los cuerpos, cuando hablamos de espacio hablamos de la exterioridad fundada por la demarcación o el límite de la composición de la interioridad que asignamos a aquello de lo que hablamos: la mente, nuestro interior, la hoja de papel o la cancha de fútbol. La exterioridad que bordea el límite constituye el espacio de su interioridad, al tiempo que la interioridad se define por su propia exterioridad que funda en tanto interioridad. La exterioridad y la interioridad que constituyen al espacio son, pues, primeramente, conceptuales, y en tanto conceptos son susceptibles de ser colocados en distintos escenarios y registros, como la forma de lo ente, los sentimientos, las imágenes y el pensamiento mismo.

Desde esta frontera que se traza entre interior y exterior es que podemos hablar de diversas formas de concebir el espacio. Los escenarios en los que colocamos este concepto posibilitan diversas construcciones de él. Este sería el segundo sentido de lo que aquí concebimos como construcción del espacio: el espacio en tanto construcción conceptual. No se trata de un espacio que es en sí y que se ocupa de diversas formas, de un continente que se llena con diferentes contenidos. No, eso no sería construcción, sería mera decoración. Se trata de asumir que, en cuanto concepto definido por los límites que se trazan entre un interior y un exterior, el espacio es una noción que tiene aplicaciones prácticamente infinitas. Cualquier cosa que se piense dentro de los márgenes de unos límites definidos es susceptible de ser pensada espacialmente, aun cuando ese espacio se despegue de lo que nuestro sentido común y nuestros usos más cotidianos del lenguaje nos indiquen. Así, el espacio también es un constructo en la medida en que, en cuanto concepto que puede posicionarse en un sinfín de escenarios, adquiere su composición singular en la mezcla de su interioridad y su exterioridad con la naturaleza del resto de las singularidades con las que se mezcla: espacio de los cuerpos, espacio de las ideas, de los sentimientos, etc. El espacio se construye también, pues, en la relacionalidad de los elementos que lo definen y delimitan, sean o no de naturaleza extensa.

Como el problema que estamos intentando abordar con esta problematización del espacio tiene que ver con la experiencia civilizatoria, con la vida cotidiana y con las formas en que vivimos el día a día en sociable insociabilidad –con lujo de violencia, control, disciplina y administración de la vida y la muerte–, en este trabajo queremos explorar el espacio no en su devenir lugar –extensión–, ni en su devenir campo interior del pensamiento –ni de los sentimientos–, sino en su devenir territorio. No terreno, no hábitat, no demarcación de terreno, no tierra, sino territorio. Nos referimos a ese plano de inmanencia en el que Deleuze encuentra la manera de localizar el funcionamiento de lo ente sobre la base de la composición de un cuerpo sin órganos7 de los seres humanos que funciona maquínicamente al establecer conexiones con el resto de los entes.8 Nos referimos a esa forma específica de la ontología en la que el funcionamiento de los entes se hace inteligible por medio del establecimiento de sus relaciones incorporales.9 Un territorio es, ante todo, un plano de inmanencia, un plano abstracto en el que pueden cartografiarse las distintas relaciones entre los entes.10 Pero también es, simultáneamente, algo muy concreto; es ese plano en el que se llevan a cabo los agenciamientos y las composiciones de los entes.

Todos tenemos un territorio, todo tiene un territorio; es decir, su propio plano de inmanencia. Se trata de ese campo intensivo que nos define, que codifica lo ente, que le da sentido, significado –si se quiere, unidad–. Toda experiencia es vivible y pensable gracias a que estamos en un territorio donde las cosas tienen un significado, una codificación. Un territorio es una forma del espacio codificada de tal manera que sus componentes se conectan y adquieren un funcionamiento, un sentido. El territorio sería, en este sentido, la condición de posibilidad de toda vivencia.11

El espacio, entonces, en cuanto radical construcción lingüística, conceptual y relacional de los elementos que constituyen el sentido de su propia interioridad y exterioridad, es susceptible de devenir territorio en el orden de lo incorporal ontológico que posibilita toda comprensión de la extensión, la corporalidad y la subjetivación en el orden de lo ente. Esta conceptualización, podemos colegir, precedería a toda conceptualización del espacio en el orden de la extensión, es decir, precedería en el orden de lo ontológico a la concepción del espacio como lugar o extensión.

Poder, violencia y Estado

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