Читать книгу Poder, violencia y Estado - Arturo Aguirre Moreno, Luis Alonso Gerena Carrillo - Страница 7
Espacio y territorio, lenguaje y flujos
ОглавлениеEl lenguaje funda el espacio en la medida en que sus vibraciones sonoras, sus grafías, sus íconos, sus señas o sus carraspeos demarcan el contorno de lo expresable. Interior-exterior. El lenguaje no comunica, sino que dictamina, impone coordenadas semióticas, dice “esto es así y así”, “es transmisión de palabra que funciona como consigna, y no comunicación de un signo con información”.12 En el lenguaje hablado, la palabra –apenas se emite– se posiciona por entre los cuerpos para moldearlos, construirlos y establecer relaciones entre ellos. Esta relación que se da entre palabras y cuerpos, entre corporales e incorporales, en Deleuze recibe el nombre de acontecimiento –que siempre está ahí, aconteciendo; pero es necesaria una perspectiva, un punto de vista, para poder adivinarlo, descubrirlo en toda su riqueza y potencialidad–.13
El acontecimiento opera de cualquier forma, se vea o no. Siempre tiene efectos, pues gracias a él el lenguaje tiene esta capacidad ordenadora, segregadora, direccionante, fundante. Si no sabemos advertirlo, su efecto es unívoco. La ignorancia del acontecimiento se expresa en el buen sentido y el sentido común, que comprenden lo nombrado por la palabra como una mismidad con una única dirección.14 Sea un sentimiento, una idea o un ente, el buen sentido y el sentido común se encargan de asignar mismidad y univocidad a aquello nombrado por la palabra; oscurecen el acontecimiento, crean “lo real”, “lo verdadero”, “lo cotidiano”. De esta forma, la palabra, al arrastrarse por entre los cuerpos, dibuja los contornos de los entes, sus límites, su dirección, sus orillas, sus vasos comunicantes, su adentro y su afuera, que también son palabras.
El espacio no es espacio sino hasta que ha sido nombrado y comprendido como tal. Antes de eso, no es. Así sucede con la mesa, el ave, el cielo y el amor; incluso con lo innombrable al nombrarse como innombrable. Más aún: lo que se dice que existe antes de haber sido advertido y haber sido nombrado necesita de la palabra existencia y la categoría de anterior para poder ser así pensado o concebido.
El lenguaje, pues, construye al espacio, pero también al territorio al nombrar aquello que lo compone. Ese plano inmanente poblado de intensidades que acontecen entre los cuerpos y las palabras, además de poseer las mismas prerrogativas que el espacio para ser pensado como una construcción lingüística, tiene la peculiaridad de que, para su concepción, los flujos, cortes y cruces que lo componen necesitan estar codificados, es decir, territorializados. El espacio es construcción abstracta de la exterioridad, mientras que el territorio es el poblamiento, la saturación corporal e incorporal de esa exterioridad.15
Desde una ontología como la que se traza a partir de Deleuze, no hay cosas en sí mismas, ni formas que las sustenten. Lo que hay son flujos, flujos de cualidades que se intersecan, se cruzan y se cortan para dar a luz diversas singularidades.16 En una persona, por ejemplo, no encontramos un cuerpo ni la idea de un cuerpo, sino un flujo de corporalidad compuesto por diversos flujos diferentes que se cruzan en el plano de inmanencia: un flujo de boca, de labios, de órganos genitales, y de cabellos, por decir algo. Esos flujos, a su vez, tienen variaciones en sus intensidades: bocas generosas o tacañas, labios gruesos o delgados, genitales copiosos o escasos, cabellos lacios o rizados. Pero no solo se trata de entidades físicas, pues una persona está compuesta por otro tipo de cualidades menos tangibles: un carácter, una ideología, sus sentimientos, sus más profundas pasiones y las más superficiales frivolidades. Hay, entonces, flujos de rabia, de tristeza, de melancolía, de alegría, de deseo. Hay otro tipo de flujos, un poco más duros, más persistentes: una moral, un modo de producción económica, un sistema jurídico. Cada uno de estos flujos, con sus intensidades respectivas, se cruzan, se juntan y se tensan en lo que nosotros comprendemos como un individuo. “Ahí está Juan Pérez”, decimos. Pero Juan Pérez no es más que el cúmulo de flujos que lo van componiendo a cada momento en un territorio que se va transformando conforme los flujos que lo pueblan van cambiando, mutando.
Cuando Juan Pérez está con su pareja, meloso, su territorio está poblado de flujos pletóricos de deseo y erotismo que lo hacen devenir amante (un flujo de amor romántico, otro de seducción, otro de lujuria en diversos grados), pero cuando está en su trabajo, vestido con un traje de medio pelo y organizando el archivo de una paraestatal, su territorio está poblado de órdenes sin salida, jerarquías aplastantes y pequeños fascismos operando por todas partes, que lo hacen devenir burócrata alienado; mientras que, cuando convive con su hija, su territorio está poblado por juegos infantiles, un flujo de voz impostada, otro de caras ridículas y otro de risas despreocupadas que lo hacen devenir niño nuevamente. Como se ve, Juan Pérez no es Juan Pérez, sino varias series de flujos y aconteceres en un territorio que, según su composición, lo hacen devenir múltiples cosas a cada momento. Su territorio, siempre fugaz y momentáneo, es a cada instante intervenido por distintos flujos e intensidades de flujo que posibilitan una codificación específica de lo que acaece en él. El territorio, pues, se construye, a veces por nuestro influjo, pero a veces sin nuestra intervención.
El territorio es, finalmente, ese espacio abstracto –en el orden de los acontecimientos– colmado de flujos que permiten una codificación específica de los aconteceres; posibilita el sentido, la vivencia; al mismo tiempo que es construido por todo lo que pasa a su interior. Un territorio es siempre fugaz, cambiante, múltiple, plural y relacional, capaz de ser intervenido a cada instante por cualquier movimiento, irrupción o sustracción de los flujos. Todo lo que pasa por el territorio es, de alguna forma, nombrado, de modo que todo flujo está codificado por un lenguaje que lo territorializa y lo pone en sincronía con el resto de los flujos, también nombrados.