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De vuelta al problema

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Así entendido el territorio, la aprehensión, comprensión, construcción y apropiación de lo que comúnmente llamamos espacio cobra una dimensión que presenta interrogantes ineludibles, a saber: cuando construimos un espacio –sea de la índole que sea, como lugar extenso, como espacio del pensamiento, como espacio público, etc.–, ¿qué construimos?, ¿contra qué peleamos?, ¿qué fuerzas o poderes se están poniendo en juego?, ¿sobre qué o quién estamos pasando?, ¿qué o a quién estamos privilegiando o beneficiando?

Llegados a este punto, no tenemos más remedio que volver al problema desde el que se ha hecho necesaria esta conceptualización del espacio y del territorio.

Para nadie es un secreto que los procesos civilizatorios de las sociedades contemporáneas descansan sobre la violencia, la barbarie y el exterminio selectivo. La construcción de los espacios como una construcción estratégica que privilegia o favorece esa violencia, esa barbarie y ese exterminio ha sido puesta de relieve no pocas veces en el último siglo (acaso Benjamin, Lefebvre y Rancière sean los más pulcros ejemplos de ello). Las tensiones entre lo estético y lo político, en este sentido, han sido fundamentales para construir y comprender la mayor parte de los debates más apremiantes del siglo que finalizó. Otro de los elementos irrenunciables que han contribuido a esa violencia, esa barbarie y ese exterminio es sin duda el modo de producción capitalista. Los in-flujos del capitalismo en el último siglo nos obligan a considerar que la lucha de fuerzas o poderes que se instaura en nuestras sociedades a partir de dicho modo de producción ha complejizado generosamente el viejo esquema marxiano en torno a la lucha de clases como una lucha de burgueses contra proletarios, complejizando con ello, también, la manera en la que podemos comprender los ejercicios de poder en distintos estratos de las sociedades. Así, podemos comprender que el poder y la violencia no se ejercen unilateral ni verticalmente. El poder, la violencia y la dominación no son un ejercicio privilegiado de una clase social, sino que se han extendido en todos los estratos de la sociedad construida por los valores, las aspiraciones y los procedimientos del modo de producción capitalista.22

Esta forma en la que los in-flujos del capital se han posicionado en nuestros esquemas políticos de re-presentación nos obliga a reconsiderar los fundamentos más básicos de nuestra cotidianidad para valorar en qué medida esa cotidianidad no está funcionando como un elemento más de un dispositivo dispuesto contra nosotros mismos, pues la forma en que se ha desarrollado el capitalismo nos obliga a observar que se han generado amplios espacios de ambigüedad e indistinción donde no queda claro cuáles son los poderes que se están poniendo en juego, cuáles actúan en un sentido o en otro.

Solo por poner un ejemplo, que por espectacular puede llamar a confusión, vale la pena que pensemos en una de las formas de dar muerte que en México ha cobrado una relevancia innegable en los últimos dos sexenios: la fosa clandestina operada por el narco. En la mayor parte de los análisis en torno a ella encontramos la denuncia del crimen, de la desaparición, de la ausencia de marcos jurídicos para juzgar crímenes donde el cuerpo del delito no existe o es irreconocible. La narcofosa es el mal absoluto, la atrocidad, la ignominia.

Sin embargo, a través de las exploraciones que aquí hemos hecho, nos veríamos obligados a considerar que este tipo de fosa es, ante todo, un espacio; pero no un espacio en cuanto extensión de tierra en lotes baldíos, en el campo o en medio de la selva, sino un espacio en cuanto construcción lingüística con un sentido: narco-fosa. Más aún, tendríamos que reconocer que toda fosa no es solo un espacio, sino un territorio por cuyo campo de inmanencia pasan flujos de muerte, de ilegalidad, de crimen, de infamia –todo esto es cierto–, pero también pasan flujos de capital, de ganancia, de interés, de aspiracionalidad económica; es decir, flujos de una gubernamentalidad administrativa que mide la vida y la muerte sobre la base de cifras, resultados, datos, controles; que mide la vida y la muerte en función de su operatividad, de su efectividad, de su eficacia. Y cuando lo vemos así, no tenemos más que preguntarnos si la racionalidad desde la que nos comprendemos está realmente alejada de esa fosa, es decir, si la forma en la que vivimos la vida está cualitativamente distanciada de eso que, por su espectacularidad, se nos aparece como atroz. Una narcofosa o fosa clandestina, en este sentido, es mucho más cercana a nosotros de lo que desde un análisis superficial del espacio podríamos considerar.

Por el plano de inmanencia que constituye la narcofosa pasan flujos que también son nuestros en distintos sentidos, en la medida en que forman parte de un modo de producción en el que hay ciertas formas de relaciones sociales, ciertas formas de producción de bienes, riquezas y subjetividades. El cuerpo sin órganos de un narco operador de narcofosas, en este sentido, no es muy distinto del de quien trabaja todos los días en una oficina de telemarketing buscando un aumento; hay en ambos flujos de trabajo, de superación, de aspiracionalidad, de cumplimiento del deber, de necesidad económica; puede que por el primero pasen flujos de muerte que no necesariamente estén en el segundo, pero eso no impide que en un momento cualquiera ese flujo de muerte –buscando una ganancia mayor– se coloque también en el trabajador de telemarketing y se conforme otro asesino. En el plano de inmanencia de la narcofosa hay, ante todo, trabajo, ganancia, capital, operatividad, eficiencia, deseos de superación, cumplimiento del deber, formas específicas de saber, y todos estos son flujos que –no podemos negar– forman parte también de los planos de inmanencia de la mayor parte de las sociedades contemporáneas.

Lamentablemente, este ejemplo no es el único posible. Desde esta forma de comprensión de la ontología, las atrocidades, las violencias y la ignominia nos son más cercanas de lo que estaríamos dispuestos a aceptar desde nuestro pundonor y los análisis más clásicos de los problemas señalados. De lo que se trataría ahora, con esta forma de análisis, es de investigar a través de nuestras concepciones del espacio si nosotros en el fondo, o en la superficie, no estamos cavando nuestras propias fosas.

Poder, violencia y Estado

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