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Introducción

Desde que empecé a escribir estas páginas, años atrás, el tiempo ha seguido pasando como una máquina de polvo, que va triturando los días, los huesos, las palabras y los sueños. Comenzaba entonces este libro —creyendo que la fortuna estaba de parte de la audacia— con una afirmación que parecía atrevida, a saber, que los movimientos populares que en 2011 exigían menos mercado y más justicia social, habían sido anticipados por el cine de zombis estrenado apenas unos años antes. En 2011, las masas reclamaban para sí el espacio público de las calles y las plazas, desde El Cairo hasta Madrid, desde Grecia hasta Wall Street, pero ya antes la cultura popular había soñado y temido un Apocalipsis del mercado global a la vuelta de la esquina. La premisa de partida de este libro era que existía una conexión entre el cine de terror y las pesadillas de la Historia; una relación que no era unidireccional ni transparente, sino sinuosa y plagada de enigmas. Hoy sigo creyendo que la premisa es enteramente válida y que, más que nunca, debemos seguir indagando en la relación entre el cine y nuestro presente, pues en ella encontraremos no sólo la lógica que subyace a nuestra manera de ver el mundo, sino también la manera en que las representaciones culturales condicionan nuestra mirada.

Así, en el momento de escribir aquellas líneas, me resultaba paradójica la simultaneidad en cartel de dos películas inglesas encomendadas a la advocación de Margaret Thatcher, patrona del neoliberalismo. La primera, La dama de hierro (The Iron Lady, Phyllida Lloyd, 2011), era un filme biográfico consciente y recortado según el patrón de la ideología dominante: lo histórico se reducía a lo personal, lo social y lo colectivo se aplanaban y menguaban para dejar paso a la lucha del individuo por abrirse camino, a la representación de sus flaquezas y sus méritos. La segunda, La mujer de negro (The Woman in Black, James Watkins, 2012), era un relato de terror que, inconscientemente, invoca el fantasma de un pasado que sigue embrujando nuestro presente y arrancando las semillas del futuro.

Crythin Gifford, lugar en que transcurre el relato de La mujer de negro, podría pasar por ser la más lúgubre aldehuela de toda la campiña inglesa, un lugar deprimido y triste por el que se desliza un espectro que ha traído la ruina a la comarca. Los aldeanos aceptan como inevitable la presencia de la fantasma, evitan hablar de ella y no hacen nada a pesar de que sus hijos —el futuro— acabarán destruidos por ella. En Crythin Grifford no hay otra resistencia al influjo del pasado que la del héroe que llega de fuera y éste sólo actúa por la amenaza a perder el empleo y, con él, la posibilidad de mantener a su frágil familia. James Watkins no pretendía que su filme se interpretara en clave de alegoría política sino, más bien, componer una sinfonía del pánico, un tour de force estético; sin embargo, la precariedad familiar y laboral, la descomposición social, la apatía colectiva y, sobre todo, la sombra de un pasado siniestro que se alarga hasta engullir cualquier posible amanecer eran las claves que articulaban el progreso del héroe a lo largo del relato.

Escribía entonces que uno de cada cinco niños británicos vivía por debajo del umbral de la pobreza. El dato no pertenecía a la época durante la que transcurre la película1; tampoco a la era neoliberal de Margaret Thatcher durante la que fue publicada la novela de Susan Hill (1983) que inspira el filme. Procedía de un informe de Save the Children, fechado en febrero de 2011. Del tiempo del relato, pasábamos al de la novela, de éste al de la película y, entretanto, había un hilo invisible que suturaba el pasado con dos momentos clave del neoliberalismo: el de Thatcher y el presente. La comparación entre Thatcher y la mujer de negro podía parecer escandalosa, pero nos llevaba a preguntarnos las mismas cuestiones fundamentales que motivaron este estudio: ¿Cómo establecemos el nexo entre este filme y el neoliberalismo que maldice pasado, presente y futuro en Gran Bretaña? ¿Qué nos dicen las películas sobre nuestra actualidad? ¿Cómo podemos analizar la ideología de los filmes?

Ahora que el Brexit está a la vuelta de la esquina, el panorama se vuelve incluso más sombrío, especialmente para aquellas regiones que —como aquel Crythin Gifford de ficción— estaban ya sumidas en una perpetua recesión y, aun así, votaron salir de la Unión Europea. El Brexit, el auge de la ultraderecha en Europa o la victoria de Donald Trump en Estados Unidos no pueden comprenderse sino desde una derrota cultural que se ha gestado durante décadas. El gran fracaso de nuestra era consiste en no haber creado una ciudadanía crítica, capaz de desmontar los discursos xenófobos y de comprender que la amenaza no proviene de los inmigrantes, las madres solteras o los parados, sino de las élites políticas y económicas. La ultraderecha da respuestas simples, mendaces pero fáciles; las industrias culturales ofrecen modelos y eslóganes deslumbrantes, egoístas pero seductores, retrógrados pero tranquilizadores. Si no educamos nuestra mirada, si no aprendemos a decodificar esos mensajes, nos veremos obligados a que otros miren por nosotros y a que nuestras palabras no nos pertenezcan.

Cuando emprendí este libro años atrás —¡bendita ingenuidad!—, creí que sería mi pequeña aportación a una causa necesaria, la de aprender, colectivamente, a comprender, argumentar y rebatir los discursos dominantes. Las páginas que siguen son el rastro de aquella aventura apasionada, una búsqueda de la verdad en el territorio del miedo, una indagación sobre lo que nos asusta como sociedad y sobre por qué nos asusta, pues sólo conociendo la naturaleza de nuestros miedos, podremos plantarles cara. Conforme pasa el tiempo, más me convenzo de que es imprescindible seguir trabajando en esta dirección.

POR QUÉ UNA IDEOLOGÍA DEL MIEDO

El terror es un género centrado en las angustias de la existencia cotidiana, en nuestros temores en cuanto individuos y en cuanto sociedad, en el miedo a todo aquello que el orden califica como ajeno, como extraño, como antinatural. La irrupción de lo monstruoso en lo cotidiano supone siempre el retorno de todo cuanto ha sido excluido por el orden y que, por lo tanto, debe ser nuevamente desterrado para que la normalidad sea reinstaurada. A través de esta continua tensión entre el orden y la monstruosidad que éste segrega, el cine de terror exhibe los problemas invisibilizados por la ideología; pues tal es, precisamente, una de las funciones de la ideología: invisibilizar las relaciones de poder que tejen nuestro entorno cotidiano.

El objetivo de este libro es analizar la ideología del cine de terror estadounidense, entendiendo ésta como un proceso activo que expresa los principales cambios y fracturas que se producen a lo largo del tiempo. En este caso, estudiamos el periodo comprendido entre 2001 y 2011, en el que las ideologías neoliberal y neoconservadora predominaron en Estados Unidos. Concretamente, nos centramos en los temores procedentes de las paradojas que aparecieron a partir de dos procesos históricos fundamentales: el giro neoconservador producido tras el 11 de septiembre y la crisis financiera global. Para ello, trabajamos sobre una muestra representativa de 600 películas de terror, estrenadas entre 1998 y 2011, así como también sobre aportaciones puntuales procedentes de la televisión, el cómic y, en especial, de la literatura.

La cultura popular es un espacio privilegiado en el que se fragua la hegemonía ideológica2, pues tal como anotaba Antonio Gramsci (2011: 132), en ella la fábrica de la historia se torna evidente: «Para el estudio de la historia de la cultura puede ser a veces más útil analizar un escritor menor que uno grande: porque mientras que en aquel último —el gran escritor— vence con mucho el individuo, […] en el menor, con tal de que cuente con un espíritu atento y autocrítico, es posible descubrir los momentos de la dialéctica de esa determinada cultura con mayor claridad, porque no llegan a unificarse como sucede en el gran escritor». También Louis Althusser y Fredric Jameson apelaron a este examen de las fracturas ideológicas en la dialéctica o, dicho de otro modo, de las contradicciones históricas que el texto no ha logrado unificar y armonizar en su universo estético.

En Filosofía del terror o paradojas del corazón, Noël Carroll (2005) investigaba la experiencia estética específica del miedo estableciendo una continuidad entre cine y literatura3: su interés residía en describir el «terror-arte» desde una perspectiva transversal, lo que le permitía comprender la circulación de temas e influencias que se producen en los territorios del horror; no obstante, es precisa la cautela, pues hemos de conocer los condicionantes y los rasgos de cada medio de expresión. El cine no es literatura, por lo que no basta un análisis temático o narrativo; debemos comprender los recursos del lenguaje fílmico. Nuestro objetivo es descubrir las implicaciones ideológicas de la representación cinematográfica, por lo que apelaremos a un análisis textual, narrativo y de puesta en forma. Sin embargo, dado que el análisis ideológico precisa de unos fundamentos teóricos especiales, habremos de analizar también cómo se integra la ideología en las películas y cómo se transmite al espectador. No nos conformamos con creer que las películas sean escombros que apuntalan la hegemonía cultural ni tampoco nos basta con juzgarlas como un brebaje venenoso con el que nos alienan las industrias culturales4; es necesario analizarlas para descubrir cómo interactúan con la ideología dominante.

LA MASA Y EL ZOMBI

Regresemos por un momento a 2011, el año que clausura la década objeto de nuestro estudio y a las masas de zombis que, en el cine, invadían las calles y las plazas. Lo sorprendente del asunto no era que las masas irrumpieran en el espacio público, sino que retornaran bajo la siniestra forma de los muertos. Años atrás, Gilles Lipovetsky (2002) nos advertía del vaciado del ágora, de la deserción de las masas: la calle y la plaza habían dejado de ser un lugar para la vida política. A partir del giro neoliberal de los setenta, las masas parecían haber desaparecido del tejido urbano, de la vida social, del mapa filosófico y político5. Nos lo advertía y era cierto; sin embargo, también es cierto que esta invisibilización es un objetivo de la ideología capitalista, una ideología que convierte la explotación en valor de cambio, la opresión en consenso, una ideología que se consagra, en definitiva, a borrar del discurso la abrumadora presencia de la masa trabajadora.

Sin embargo, esta misma masa —cuya visibilidad había sido tachada de los medios de información— no llegó a desaparecer nunca del todo. Su existencia seguía vigente en un plano de la realidad tal vez adormecido, pero también en un discurso que percibía su emergencia como amenaza, como enfermedad, como plaga. En el cine de terror, los miedos de la sociedad capitalista emergen bajo el signo de la pesadilla. Mientras nos encaminábamos a la crisis económica, el cine de terror barruntaba un horizonte en el que los excluidos serían tantos que amenazarían con engullir nuestro paraíso occidental. Sin embargo, éste no es el único miedo del discurso dominante que reverbera en los fotogramas, pues el cine de terror invoca tantos fantasmas como problemas reprime el discurso capitalista y, según veremos, en el nuevo siglo los retos y problemas del capitalismo se multiplican hasta alcanzar una dimensión epidémica. Parafraseando a Gramsci, podemos decir hoy que el viejo mundo muere pero el mundo nuevo sigue sin nacer y que, durante este claroscuro, surgen los monstruos6.

Si interpretamos el mundo moribundo de Gramsci como el de la burguesía capitalista enfrentada al soplo de la Revolución, comprenderemos que aquellos monstruos no eran sino los fascistas que lo mantuvieron encarcelado hasta que los barrotes quebraron su cuerpo. En cambio, el mundo moribundo al que asistimos hoy es el del capitalismo financiero, un modelo que ha violentado hasta el extremo los límites del pacto democrático y ha extenuado los recursos del planeta. Son sus manos muertas las que tratan de aferrarse al poder mediante una hegemonía ideológica insostenible. Del mismo modo, los monstruos a los que aludiremos serán los producidos por nuestra propia era en claroscuro. Nos enfrentamos con monstruos de verdad, con aquellos que desalojan al Estado de soberanía popular, con aquellos que bombardean el mundo en su cruzada imperialista, con aquellos que desoyen y reprimen toda disidencia; sin embargo, también el cine se llena de monstruos imaginarios, cuya mera presencia es un índice del conflicto que actualmente vivimos: en ellos se cifra la intención de reprimir toda otredad, pero también un deseo de conocer el rostro de lo ajeno, una mirada que recela del pasado, que teme al futuro y que, no obstante, desea transfigurar el estado de las cosas.

Nuestra intención no es describir el mundo utilizando como metáfora la catástrofe o el naufragio, sino establecer una relación entre las representaciones culturales y los procesos sociales. En el caso del cine de zombis, las diferencias entre zombis y manifestantes son tan obvias que resulta vano enumerarlas. No es lo mismo el maquillaje que las porras ni tienen que ver nada los cerebros putrefactos de los zombis con las proclamas de las calles. Lo que sí cabe observar del caso es la relación entre expresión y represión: el último cine de zombis surge en un momento en el que la ideología neoliberal había erradicado a las masas de los medios de información, pero también en un momento en el que la exclusión y la desigualdad presionaban a esas masas invisibilizadas. Como resultado, la masa reaparecía como la representación de una amenaza escatológica, como la llegada de un fin del mundo tan deseado como temido. Mientras el cine se llenaba de zombis, el poder y los medios afines tildaban a los manifestantes de enemigos, de criminales, terroristas, antisistemas, paganos saturnales allende las fronteras de lo decoroso y lo razonable.

La represión a través de la violencia sólo siembra las semillas de futuras tempestades; ahora bien, el poder no se limita a invisibilizar las voces discordantes, también está en sus planes permitir que hablen de manera que suenen como aullidos, como bestias, como rugidos que amedrentan a los ciudadanos desde aquella otra ribera de lo salvaje. Si tratamos de explorar la relación entre el discurso del poder y la emergencia de lo reprimido en el cine de terror, deberemos analizar la dimensión ideológica del cine de terror, pues es en la ideología donde hallamos el nexo en el que el cine se anuda a su momento histórico. Como defiende Celestino Deleyto (2003: 17), «el cine popular es ante todo entretenimiento y apela a los deseos y a las emociones del espectador, pero el entretenimiento no es trivial ni intrascendente y su capacidad de crear imágenes poderosas, por muy distorsionadas y manipuladas que aparezcan en la pantalla, de nosotros mismos y de nuestro entorno, hace imprescindible el estudio de sus mecanismos ideológicos».

La hegemonía de una clase social no consiste sólo en las porras y las balas, sino también en su capacidad para crear un modelo dominante de cultura y de pensamiento. Para el neoliberalismo, la revolución cultural es una prioridad, una batalla que se libra en el terreno de la representación. Así, para creer, por poner un caso, que es justo recortar el sueldo a los funcionarios, antes hemos de crear una cultura insolidaria e individualista, que asuma como cierto que dicho funcionario es un privilegiado. Analizar la evolución del discurso de la cultura de masas nos permite descubrir el proceso por el que la hegemonía ideológica construye nuestra percepción de la sociedad y la condición humana7. Sin embargo, tal como señala Gérard Imbert, el cine es una caja de resonancias de cuanto sucede en el mundo, no sólo de cuanto se ve, «sino de lo que no se ve, la parte invisible, inconfesable y, en ocasiones, maldita, de la realidad social» (Camarero, 2002: 89).

En la medida en que la cultura de masas es un proceso vivo, en el que concurren distintas fuerzas sociales, descubrimos que funciona como campo de batalla, como una arena en la que el pensamiento dominante negocia, debate o lucha con otras alternativas ideológicas pasadas o emergentes. Hablamos de cultura de masas y, bajo tal etiqueta, entendemos que hoy la cultura popular ha sido absorbida por unas industrias culturales que controlan la producción y distribución de mitos y sueños. Así, cuando hablamos de cultura de masas nos referimos a un conjunto de representaciones que —si bien se enmarcan en la lógica capitalista— han de asumir los rasgos de la cultura popular y cumplir la función de expresar la experiencia y la cotidianidad de esas mismas masas a las que se dirige y que la consumen.

Entretanto, la historia sigue su curso como proceso dialéctico y no sabemos, en este instante del naufragio, si llegará a nacer un mundo nuevo o si, por el contrario, continuará este reino de penumbra de los monstruos8. No sabemos si, a fuerza de machacar las mismas palabras, el viejo orden logrará imponer su misma falsa consciencia o si habrá un cambio en la hegemonía cultural que le permita asimilar las nuevas tensiones y conflictos, lo que sí sabemos es que, durante lo que llevamos de siglo, el cine de terror ha expresado las metamorfosis de una mitología que ya no puede seguir dando respuestas. Quizá los ciudadanos sigan marchando por las calles, pero hasta entonces tendremos en el cine de terror el testimonio de los miedos y esperanzas que la marcha de las masas despertó en nuestra cultura.

Como escribía Gramsci (2011: 133), para producir una cultura nueva, es preciso perseguir una «nueva intuición de la vida, hasta que ésta llegue a ser un nuevo modo de sentir y de ver la realidad y, por lo tanto, un mundo acorde con los “artistas posibles” y con las “obras de arte posibles”». Ignoramos si acaso llegará este mundo nuevo, aún por nacer; mientras tanto, nuestra labor ha de ser comprender y rebatir estas sombras del interregno, estos monstruos y demonios que soñamos durante la espera. No sabemos cuál será el futuro arte posible; sin embargo, debemos entender las obras de nuestro tiempo, con el fin de ofrecer una visión de esa totalidad invisibilizada y dispersa en fragmentos que condiciona la visión de nuestro entorno.

1 En el filme se hace referencia al año del suicidio de la fantasma, 1889; pero ignoramos cuándo transcurre el presente del relato. El anuncio que Arthur Kipps observa en el Evening Standard no puede ser anterior a octubre de 1917, fecha en la que Arthur Conan Doyle hizo pública su fe en el espiritismo. Sin embargo, en enero del año anterior, un programa de reclutamiento —voluntario y forzoso—, reunió a más de dos millones de soldados para el Kitchener's Army, que pronto se encaminó a la Gran Guerra. Pese a ello, la película de James Watkins no muestra descenso alguno en la población local masculina, por lo que la acción parece anterior a 1916. En cualquier caso, vestuario y utilería nos inducen a situar la acción en la década de 1910, en la que seguían vigentes la desigualdad y la pobreza legadas por la era eduardiana.

2 En El superhombre de masas —una obra guiada por un enfoque gramsciano— Umberto Eco valora la literatura popular como uno de los pilares sobre los que se fundamentan la cultura moderna y sus valores. Para Eco (2012: 25), la cultura popular es el «producto de una nueva industria de la cultura dirigida a un nuevo tipo de compradores, a una burguesía ciudadana, constituida en buena parte por lectoras, que lo que pide a la novela es que sustituya a los valores religiosos de la aristocracia y del pueblo; que active el sentimiento en lugar de la fe, que active la imaginación volcada sobre lo real posible y no el conocimiento aplicado a lo sobrenatural no experimental; pide asimismo, como garantía de la armonía, la integración dentro del orden establecido, en una llamada a la cautela productiva del contrato social».

3 En esta tendencia se encuadran Danza macabra de Stephen King y las obras de James B. Twitchell (1985) y Annalee Newitz (2006).

4 Nos referimos a la postura de Theodor Adorno (2003: 208-209) frente al cine: «La industria cultural está modelada por la regresión mimética, por la manipulación de impulsos reprimidos de imitación. […] el tono de cada película es el de la bruja que ofrece a los pequeños que quiere hechizar o devorar un plato con el espeluznante susurro: “¿está bien la sopita, te gusta la sopita?, seguro que te sentará muy bien”».

5 «La despolitización y la desindicalización adquieren proporciones jamás alcanzadas, la esperanza revolucionaria y la protesta estudiantil han desaparecido, se agota la contra-cultura, raras son las causas capaces de galvanizar a largo término las energías. La res publica está desvitalizada […]. Únicamente la esfera privada parece salir victoriosa de este maremoto apático; cuidar la salud, preservar la situación material, desprenderse de los “complejos”, esperar las vacaciones: vivir sin ideal, sin objeto trascendente» (Lipovetsky, 2002: 50-51).

6 La cita original de Gramsci (1975: 311) es la siguiente: «La crisi consiste appunto nel fatto che il vecchio muore e il nuovo non può nascere: in questo interregno si verificano i fenomeni morbosi piú svariati». Resulta revelador que su versión más difundida sea la que traduce «fenomeni morbosi piú svariati» como «monstruos», ya que concreta y personifica lo abstracto —«fenomeni morbosi»— en la figura del monstruo, estableciendo un correlato entre la crisis y la monstruosidad encarnada por los fascistas.

7 Como señalaba Robert Sklar (1978: vi): «Una de las tareas de los historiadores culturales es elucidar la naturaleza del poder cultural […] y, lo que es más importante, sus conexiones con el poder social, político. […] En el caso de las películas, la habilidad de ejercer el poder cultural fue modelada no sólo por la posesión de poder social o político sino también por factores tales como el origen nacional o la afiliación religiosa».

8 En El Informe Lugano II, Susan George (2013) congrega a un grupo de expertos imaginarios para que detalle una estrategia de supervivencia para el capitalismo. La ficción termina aquí, cuanto sigue es un ensayo sobre la tendencia antidemocrática del neoliberalismo y su necesidad de implantar una nueva mitología que perpetúe el modelo elitista neoliberal (George: 2013: 136-189).

Noche sobre América

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