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«Quizá todas las historias de terror —escribe Stephen King (2006: 439)— traten en realidad del desorden y el temor al cambio». La noche de los muertos vivientes se inspira en Soy leyenda, la novela de Richard Matheson, y nos confronta con el único superviviente que se resiste a cambiar en un mundo en el que la revolución ya ha sucedido. Del mismo modo, según George A. Romero: «Los personajes centrales de mis películas son siempre los hombres, mentirosos que reaccionan de manera estúpida, hombres que reaccionan o no al cambio. […] Para mí, la verdadera tragedia es que las personas no se dan cuenta del cambio, incluso cuando es manifiesto: no intentan adaptarse y continúan viviendo como antes» (Ferrari, J. y Valens, G. 2008: 26).

Algunos teóricos han tratado de recurrir a esta reinstauración del orden como uno de los elementos que permiten diferenciar las ficciones modernas de las posmodernas. Isabel Pinedo (1996: 19), por ejemplo, subraya que mientras que en el cine de terror tradicional es un monstruo externo el que invade un orden del que será finalmente expulsado, en el terror posmoderno el final queda abierto sin que exista forma de derrotar a ese monstruo que, a menudo, procede del propio orden. Como tendencia general, la opinión de Pinedo parece confirmarse; sin embargo, también podemos objetar que, en el cine de terror clásico, el orden burgués también puede convertirse en el origen de la alteridad que amenaza con su destrucción —El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931), La séptima víctima (The Seventh Victim, Mark Robson, 1943), La mala semilla (The Bad Seed, Mervyn LeRoy, 1956), I Was a Teenage Werewolf (Gene Fowler Jr., 1957)— y que en el cine de terror actual tampoco es imposible que la luz del día quede restaurada al final de la función —Soy leyenda (I Am Legend, Francis Lawrence, 2007), La huérfana (Orphan, Jaume Collet-Serra, 2009) o Escalofríos (Wind Chill, Gregory Jacobs, 2007).

Los casos citados nos confirman que la clausura de la trama no basta para clasificar un relato como moderno o posmoderno; pero, sobre todo, nos confirman que la dinámica del terror no consiste en destruir completamente la amenaza de la bestia, sino tan sólo en devolverla a los sótanos de lo reprimido. ¿Acaban realmente con la amenaza filmes tan dispares como El enigma… de otro mundo o Expediente 39 (Case 39, Christian Alvart, 2009)? En el primero, el periodista nos habla de la primera batalla de una guerra que comienza ahora, por lo que será necesario seguir en guardia frente a las estrellas; en el segundo, la niña demoníaca desaparece en las profundidades de un lago, pero nada nos asegura que el automóvil que le sirve de prisión y féretro pueda retenerla eternamente. Con los años, la herrumbre irá royendo la techumbre; las algas y las conchas acabarán desmigajando el aislamiento; el demonio acabará resurgiendo arropado por un manto de limo y con el cabello enredado de cangrejos.

Las ambivalencias del monstruo. La teoría de Robin Wood

Represión, normalidad, ruptura, monstruosidad y restauración de la represión constituyen el ciclo sin fin que es la esencia del género de terror. El análisis más influyente a la hora de plantear las implicaciones ideológicas de esta secuencia quizá sea el obrado por Robin Wood en su obra seminal «The American Nightmare». Wood parte del psicoanálisis freudiano para llegar al nivel de la ideología; del ensueño del individuo pasamos a la pesadilla colectiva, siendo posible esta fusión «a través de las estructuras colectivas de la ideología común» (Wood, 1986: 78). El autor rastrea las correspondencias entre psicoanálisis y marxismo, concretamente, entre represión y opresión: aquello que no puede ser controlado a través de la represión, será perseguido a través de los métodos coercitivos de la opresión. Sin embargo, Wood dejará de lado un desarrollo más sistemático del concepto de ideología; uno de los objetivos de este libro es, precisamente, explorar este último campo y estudiar cómo el cine de terror opera en el interior de la ideología.

Para Wood, el principal proceso ideológico del cine se deriva de la estructura de amenaza y restauración del orden. Tanto es así que, según el autor, un elemento central del terror «es la dramatización misma del concepto dual de represión y otredad en la figura del monstruo. Se podría decir que el verdadero asunto del género es la lucha por el reconocimiento de todo aquello que nuestra civilización reprime u oprime y que resurge de forma dramatizada, al igual que en una pesadilla, como objeto o materia del terror, y cuyo final feliz, cuando existe, suele implicar la restauración de lo reprimido» (Wood, 1986: 75). Tres elementos clave definen la ecuación: la normalidad, el monstruo y la relación entre ambas. En cuanto a la primera, poco hay que explayarse, pues de la familia, la pareja heterosexual y las instituciones sociales que las defienden ya nos lo han dicho todo las películas.

Más interesante, en cambio, es la interpretación que ofrece Wood a propósito del monstruo, pues, en la medida en que éste es el producto de cuanto el orden reprime y destierra, podemos considerarlo amenaza y víctima. ¿Quién no ha sentido alguna vez simpatía por el monstruo de Frankenstein? ¿No nos invita acaso Wolf Girl (Thom Fitzgerald, 2001) a identificarnos con las atribulaciones de la adolescente peluda que se exhibe en una barraca de feria? ¿No es cierto que la mayoría de los monstruos ha sido antes víctima del hombre? La ficción de horror parece convertirse, por momentos, en una procesión de espectros vengativos, bestias desterradas por el progreso y engendros que desean sólo amor. A menudo, somos invitados formalmente a apiadarnos del dolor que sufre la bestia. El alienígena de Super 8 (J. J. Abrams, 2011) sin duda puede matar, pero es más lo que sufre a manos de los militares que investigan sobre su carne y lo acosan sin descanso. Y ¿qué decir de los artrópodos de Distrito 9 (District 9, Neill Blomkamp, 2009)? Hacinados en guetos, trasladados a campos de concentración, torturados en laboratorios, despojados de todo, contemplan con añoranza el firmamento desde los escombros de un vertedero.

Como suele suceder en la ciencia ficción, el reto que los alienígenas de Super8, Distrito 9 y Monsters (Gareth Edwards, 2010) plantean a los personajes —y al espectador— es el de la comprensión, el de la necesidad de superar las barreras ideológicas que nublan nuestro entendimiento y nos impiden abrirnos a las posibilidades infinitas de un universo aún por conocer. En cambio, aunque el terror condena más que celebra este deseo de saber, no por ello deja de contarnos los motivos por los que sus monstruos han llegado a serlo. La fantasma de Silencio desde el mal (Dead Silence, James Wan, 2007) se nos antoja una medusa embalsamada, una lamia de terrible mirada, y, pese a todo, la trama se encargará de constatar que en el pasado fue mutilada y asesinada por sus conciudadanos. La voluptuosa silueta de Jennifer’s Body (Karyn Kusama, 2009) esconde un voraz demontre; pero este mismo cuerpo había sido ofrecido antes en sacrificio por un grupo de roqueros aspirantes a satánicos. Incluso los titanes que acechan en La niebla (The Mist, Frank Darabont, 2007) no son más que bestezuelas que se han extraviado en nuestro mundo y que habrán de ser exterminadas por los mismos militares que las sacaron de su ambiente natural.

Pero no todos los monstruos despiertan en nosotros ni siquiera un ápice de simpatía. La familia de Los extraños (The Strangers, Bryan Bertino, 2008) no tiene motivo alguno para atar y asesinar a la joven pareja de novios. De los matarifes vemos sólo máscaras que odiar o temer, sus rostros permanecen invisibles, sin una mirada o mueca que nos permita reconocerlos como humanos. Del mismo modo, ¿qué comprensión o piedad podríamos sentir por el demonio de Paranormal Activity o los alienígenas de La guerra de los mundos (2005)? No hay ataque u ofensa que legitime la agresión del primero y, en el caso de los marcianos, ni siquiera sentimos un atisbo de empatía cuando salen de la nave y curiosean entre los trastos de un sótano en ruinas. Cada uno de sus pasos nos resulta extraño, su morfología nos es ajena, avanzan entre sombras. Más que fascinación, viendo esta secuencia, sentimos inquietud por los supervivientes que se ocultan en la penumbra63.

Pero si sólo sentimos odio o pavor por ellos, ¿cuál es la ambivalencia de los monstruos? Robin Wood (1986: 80) ofrece una inteligente respuesta a la pregunta: «La ambivalencia se extiende a nuestra actitud hacia la normalidad. Un aspecto central del efecto y la fascinación del cine de terror es su cumplimiento de nuestro pesadillesco deseo de destruir las normas que nos oprimen y que nuestros condicionamientos sociales nos obligan a reverenciar». Rick Carter, Anne Kuljian, Doug Chiang y el resto del equipo artístico de La guerra de los mundos (2005) concibieron y plasmaron de manera minuciosa el cataclismo que se cierne sobre el planeta. El pavimento de la calle se abomba y se derrumba, los aviones caen del cielo, los ferrys naufragan y los campos se llenan de sangre y fuego. Hay un placer no sólo visual en la catástrofe, en el hundimiento, un deseo de que este mundo termine a manos de alienígenas, plagas o calamidades de todo tipo. Para que el terror nos satisfaga no es preciso que la debacle se cierna sobre toda la tierra. De hecho, el objeto amenazado en el cine de terror suele ser más íntimo, más inmediato; como Wood recalca una y otra vez, el objeto amenazado en el cine de terror es la familia americana, a la vez fuente y víctima de todas las amenazas.

En gran medida, el poder subversivo que puede llegar a tener el género reside en su capacidad de mostrar la ambivalencia de la normalidad o, en otras palabras, en su capacidad de producir un efecto de extrañamiento en nuestro entorno cotidiano y hacernos percibir las fisuras que lo surcan y el mal que se retuerce en ellas. Una mañana cualquiera, el protagonista de Cuernos —novela de Joe Hill— despierta y descubre con pasmo que dos pequeños cuernecillos despuntan en sus sienes. A partir de este momento, cuantos se crucen con él le confesarán alegremente sus deseos más inicuos, sus más repugnantes perversiones y, para más inri, descubrirá que todos en el pueblo piensan que fue él quien violó y asesinó a su propia novia. Cuernos contempla la sociedad americana como vista a través de unas gafas mágicas64 que desvelan su verdad más oculta y vil, unas gafas que muestran implacables el rostro del cadáver social que se oculta bajo la máscara de la sociedad estadounidense65. Cuernos nos presenta a ciudadanos ejemplares que por dentro son contrahechos.

La ambivalencia del terror consiste en advertirnos de que la normalidad puede ser monstruosa. Por más que porte cornamenta, el protagonista de Cuernos no es más que un pobre diablo; las auténticas tropas demoníacas son las de sus honorables conciudadanos, parientes y amigos. David Skal (2001: 18) nos cuenta que La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932) supuso una revelación para la fotógrafa Diane Arbus. A partir de su aproximación al mundo de las barracas de feria, la fotógrafa «vio que los “monstruos” estaban por todas partes, que la vida moderna al completo podía ser vista como un circo hortera, impulsado por los sueños y terrores de la alienación, la mutilación, la muerte real y sus variantes cotidianas». Como los diablos de Francisco de Quevedo o Luis Vélez de Guevara, el objetivo último del demonio de Joe Hill no es descubrirnos que hay réprobos entre nosotros, sino demostrarnos la dualidad moral de nuestro mundo, el envés necesario de la castidad, la pureza y la virtud o, más bien, su auténtica realidad.

De hecho, el nexo con el que Robin Wood anuda al monstruo con la normalidad es precisamente el de esta relación especular: el monstruo es nuestro reflejo oscuro, nuestro doppelgänger. Bajo esta luz, la película Los extraños cobra un especial interés. La primera vez que vemos a Kristin (Liv Tyler) y a James (Scott Speedman), la pareja está en silencio, ella llora y las luces rojas del semáforo y de los frenos nos señalan que su historia de amor se ha detenido. Aún así, la pareja prosigue hasta un apartado chalet. En ella descubrimos que James había preparado cada detalle para que Kristin aceptara su petición de matrimonio: el champán, la música romántica, el lecho cubierto de rosas, la cabaña repleta de velas… Pero ella rechaza su propuesta. Entonces, a medianoche, alguien toca a la puerta: un grupo de enmascarados se adueña de la casa y ejecuta a la pareja: «“¿Por qué nos hacéis esto?”. “Porque estabais en casa”».

El interés de Los extraños radica, precisamente, en la relación entre los enmascarados y la joven pareja o, más concretamente, en el modo en que la familia de asesinos se convierte en la realización siniestra de los deseos de James de fundar una familia patriarcal. Los enmascarados asumen los roles de una familia tradicional y visten a la manera de una hija, una madre y un padre de los cincuenta. Los extraños reclaman la casa como propia y, de hecho, así es: un chalet con chimenea y jardín, el lugar idóneo para fundar una estructura familiar tradicional capaz de aniquilar los sueños y aspiraciones de la juventud. El sueño romántico se rompe, el amor se ha terminado: en Los extraños, el idilio de juventud acaba con estoques de cuchillo y las máscaras de los verdugos convierten el matrimonio tradicional en una muerte de la esperanza, en una pérdida de la identidad personal. Bajo la atenta mirada de los encapuchados, Kristin vuelve a decirle a James que le quiere. Reinstaurado el amor, los extraños se despojan de sus máscaras e inmolan a la pareja, sin que nosotros lleguemos a verles el rostro.

Los extraños se articula así con esa estructura freudiana y especular de la que nos hablaba Wood, en la que lo reprimido retorna y en la que lo familiar —la familia, de hecho— adopta una forma siniestra66. La de Wood se ha convertido en una de las teorías más influyentes sobre el género67 y la más citada para argüir las interpretaciones sociológicas del terror. Pero si bien Wood ha ayudado a asentar el psicoanálisis como metodología privilegiada para el género, no ha sucedido lo mismo con el análisis marxista, que a veces se presupone pero en el que nunca se profundiza. Uno de los más destacables seguidores de Wood es Reynold Humphries (2002, 2006), que analiza la historia del género en Estados Unidos aplicando la teoría arriba expuesta. Humphries busca correspondencias entre psicoanálisis y aspectos del marxismo, de entre los que destaca el concepto de «fetichismo», apuntado en The American Horror Film (2002: 116-117) y más desarrollado en The Hollywood Horror Film: 1931-1941 (2006: xi-xii).

Del psicoanálisis al marxismo

Las terminologías psicoanalítica y marxista a menudo reaparecen en los análisis sociales del género; sin embargo, tales conceptos no siempre conllevan el desarrollo de un paradigma teórico. Joshua David Bellin (2005: 5), por ejemplo, no necesita recurrir a Marx para analizar el poder de «alienación» del cine fantástico, un poder que reside en su capacidad para presentarse como ahistórico y universal. El propósito de Bellin (2005: 9) es historizar la fantasía y demostrar que ésta propone un posicionamiento frente a los problemas sociales, un punto de vista, un juicio de valor: se trata, por lo tanto, de «hacer visibles estas interrelaciones entre creencias culturales y práctica cinematográfica, desvelar los procesos a través de los que la fantasía social históricamente condicionada y los antagonistas monstruosos históricamente condicionados se generan y refuerzan mutuamente».

Bellin se pregunta por los monstruos y descubre que lo sobrenatural a menudo es una coartada para estigmatizar a razas y colectivos, una excusa para señalar al otro como chivo expiatorio de las angustias del momento (Bellin, 2005: 13). En una línea similar a la de Eric Green (1996), Bellin arroja interpretaciones sugerentes sobre la relación entre el pensamiento dominante y la cultura popular; sin embargo, no elabora una teoría que explique cómo funciona la dinámica que enlaza ambas esferas, las fuentes del concepto marxista de «alienación» son omitidas y el psicoanálisis desempeña un papel escaso.

Otra noción psicoanalítica a la que se ha recurrido para explicar la relación entre la sociedad y el cine de terror es la de «trauma». Tras el shock de la catástrofe, queda abierta una herida que se prolonga indefinidamente sobre el tiempo y la consciencia, una llaga doliente e incurable de la que surgen pesadillas, trastornos y fantasmas. El cine de horror no sólo expresa y hace visibles los traumas de la Historia, sino que, al hacerlo, nos permite afrontarlos y, en última instancia, comprenderlos. Tras el 11 de septiembre, «[e]n un contexto en el que no podíamos procesar abiertamente el horror que estábamos experimentando, el cine de terror emergió como un raro espacio protegido desde el que criticar el tono y el contenido del discurso público. Dado que transcurren en universos en los que las leyes fundamentales de nuestra propia realidad ya no están vigentes […] estos productos de la cultura popular nos permiten examinar las consecuencias […] del modo de vida occidental» (Briefel y Miller, 2011: 3).

Los «Trauma Studies» son un proyecto teórico que pretende rastrear la memoria traumática dentro de la cultura y descubrir cómo la identidad nacional interactúa con los episodios de genocidio, guerra y exclusión. La idea de trauma histórico aplicada al cine de terror articula los análisis de Adam Lowenstein (2005), Linnie Blake (2008) y Antonio José Navarro (2016) 68. Para el primero, la historia es una sucesión de choques, de desgarros que se abren en la vida de las naciones, heridas que se convierten en traumas, traumas que siguen doliendo a lo largo del tiempo, experiencias cuyo dolor resulta inefable, inexpresable, irrepresentable excepto para la alegoría. Según la postura de Lowenstein, el terror está preñado de lo que Walter Benjamin definió como «momentos alegóricos». Para Lowenstein (2005: 12):

El momento alegórico implica cuestionarse cómo se narra la historia (y la historia del cine) y, más concretamente, cómo opera la representación cinematográfica para comunicar el trauma histórico. El momento alegórico existe como una forma de confrontación que exige reevaluar el lugar de la representación entre el pasado y el presente, entre la película, el espectador y la historia.

La representación traumática planta al espectador frente a una serie de tensiones no resueltas y, en consecuencia, nos permite estudiar los fenómenos históricos a través del cine de terror, un género que, según Blake (2008: 2), coincide con el trauma en su obsesión por la herida y, sobre todo, en su capacidad para funcionar como Trauerarbeit o duelo, es decir, en su capacidad de explorar la experiencia traumática a través de un proceso de simbolización de la pérdida. Blake y Lowenstein se niegan a asumir ese carácter ominoso e inexpresable del trauma —«Tu n’as rien vu à Hiroshima», hubiera escrito Marguerite Duras (1968: 28)— e intentan explorar «los modos a través de los que las convenciones del terror y sus subgéneros permiten descifrar la memoria histórica que la tragedia ha codificado en la vida cultural, social, psicológica y política de los habitantes de una nación» (Blake, 2008: 5).69

Ni Blake ni Lowenstein dudan en poner el acento sobre el momento y el lugar del trauma: Auschwitz, Hiroshima, la guerra de Vietnam, el World Trade Center un 11 de septiembre o la Gran Bretaña posterior a Margaret Thatcher; no obstante, la teoría se ve lastrada por una excesiva dependencia del acontecimiento histórico. Nada más fácil que vincular el cine de terror reciente a la herida abierta en la Zona Cero; sin embargo, ¿cuál es el trauma histórico que cada veintitrés primaveras despierta al demonio de Jeepers Creepers (Victor Salva, 2001) y Jeepers Creepers II (Victor Salva, 2003)? ¿Qué tiene que ver Al Qaeda con la amaxofobia de la joven de Penny Dreadful (Richard Brandes, 2006)? Sin duda, es posible conectar la experiencia traumática de la joven a los atentados o, incluso, vincular la moraleja del filme —si eres mujer, no viajes sola— al discurso de géneros posterior al once de septiembre; sin embargo, hemos de reconocer que la misma historia hubiera podido ser contada, punto por punto, hace treinta años.

En el cine de terror, a menudo el trauma es un patrimonio del individuo, por lo que su universalidad sólo puede entenderse en términos de experiencia humana. El sexto sentido, por ejemplo, gira en torno a las ideas de duelo y pérdida, de trauma y melancolía70, con las que podemos sentirnos identificados; sin embargo, las angustias de El sexto sentido o Déjame entrar (Låt den rätte komma in, Thomas Alfredson, 2008) responden más a la construcción de la subjetividad que a la gran herida histórica. A fin de salvar este escollo, Lowenstein define la posmodernidad como una era traumática per se, como una «cultura de la herida», centrada en la repetición imaginaria del shock y sus efectos. Lowenstein tomaba esta idea de Mark Seltzer (1997: 3, 5), quien describía la cultura de la herida como «la fascinación pública por el cuerpo abierto y desgarrado y la personalidad abierta y desgarrada, una aglomeración colectiva en torno al choque, el trauma y la herida. […] La herida y su extraño atractivo se han convertido en una forma de situar la violencia y el erotismo —la violencia erótica— en la encrucijada entre la fantasía privada y el espacio colectivo, es lo que yo llamo la esfera pública patológica».

Sin embargo, el género de terror puede desarrollarse más allá del shock histórico o del trauma nacional. Incluso reconociendo, con Naomi Klein (2007), que la doctrina neoliberal es una sucesión de electrochoques sobre el cuerpo de la sociedad, seguimos sin poder utilizar las ideas de shock y trauma como las llaves maestras que nos permiten la comprensión del género de terror. Es preciso ampliar el horizonte. En este sentido, debemos destacar El Imperio del Miedo: el cine de horror norteamericano post 11-S, de Antonio José Navarro (2016: 24), que toma como punto de partida el desgarro del once de septiembre para hablarnos del cine de horror como «un duelo de naturaleza patológica donde cada espectador se considera culpable de la muerte ocurrida, la niega, se cree influido o poseído por los difuntos… Un duelo que le empuja a recordar, mediante sombrías simbolizaciones narrativas y escenas de violencia, de mutilación, de maldad sin sentido, de muerte, las impresiones vividas aquel día».

Navarro adopta una perspectiva lo suficientemente amplia como para entender el horror71 más allá del instante del shock, comprendiendo la naturaleza del género, sus mitologías y su arraigo en la psique humana, esa apelación al lodo violento y primigenio que enfanga nuestro corazón, esa búsqueda en los rincones de nuestro interior a los que preferimos no mirar. Para comprender la relación entre la Historia y el cine de terror —así como su potencial subversivo (Navarro, 2016: 24, 66)—, no basta con citar un evento traumático para afirmar, acto seguido, que cuanto resta es eco suyo. Como dijimos, hemos de conocer primero la dinámica del género y descubrir ese terreno común en el que el cine dialoga con su presente, un terreno que situaremos en el ámbito de la ideología.

En los estudios sobre cine, resulta común hallar todo tipo de exégesis históricas, algunas de ellas realmente perspicaces72; más raro, en cambio, resulta encontrar una teorización que afiance dichas intuiciones. Por más que las interpretaciones puedan ser críticas o progresistas, a menudo van vestidas con una terminología blanda y despolitizada. La noción de ideología se desconecta de su teorización marxista y su constelación conceptual —lucha de clases, medios de producción, superestructura, alienación, fetichismo, etc.— se omite o convierte en ornamento. En este sentido, encontramos una excepción en Pretend We’re Dead, de Annalee Newitz (2006: 3), cuyo proyecto teórico consiste en demostrar que el cine de terror es la enunciación de una advertencia: el capitalismo produce monstruos.

Por la historia cultural del miedo de Annalee Newitz se pasean los nombres de Karl Marx, György Lukács, Louis Althusser o Fredric Jameson. Pero la cuestión no se reduce a la filiación política de las fuentes; la importancia del análisis de Newitz radica en su interés por traer a la luz la lucha de clases o, más concretamente, el modo en que el cine imagina y representa el trabajo y los trabajadores a través de un relato fantástico. Según la autora, el cine de terror expresa metafóricamente cuanto ha sido reprimido e invisibilizado por el capitalismo; gracias a esta capacidad de visibilización, el género nos permite comprender la naturaleza opresiva y silenciosa que rige las relaciones humanas bajo el capitalismo. Para Newitz (2006: 2), «los monstruos del capitalismo no pueden distinguir entre mercancía y personas, confunden los seres vivos con los objetos inanimados y, dado que pasan tanto tiempo trabajando, a menudo se sienten muertos ellos mismos». Una de las bases de Newitz es El Capital de Karl Marx, en el que se inspira para acotar el modo en que el capitalismo genera individuos alienados. Nuestro modo de vida, bajo el capitalismo, es la alienación, una vida muerta o una muerte viva: «El trabajador se siente muerto mientras trabaja, pues nada de lo que hace en su trabajo enriquece su vida en modo alguno. […] Y dado que gana un salario, es recompensado económicamente por estar muerto; su valor como ser humano para él se mide en términos de hasta qué punto está dispuesto a fingir que está muerto a cambio de dinero» (Newitz, 2006: 34).

La reflexión se inspira, por supuesto, en el carácter parasitario que Marx (2007: I, I, 312) atribuía al capitalismo: «El capital es trabajo muerto que sólo revive, como los vampiros, chupando trabajo vivo, y vive tanto más cuanto más trabajo chupe. El tiempo durante el cual trabaja el obrero es el tiempo durante el cual consume el capitalista la fuerza de trabajo que ha comprado de él». Marx utiliza una metáfora sobrenatural para describir al capital; pero Newitz recorre el sentido inverso con el fin de interpretar cómo la fantasía expresa este tipo de relaciones humanas y materiales a través de figuras como el científico loco o el psicópata. El análisis de la autora sobre este aspecto del capitalismo puede servir como ejemplo de aplicación del paradigma marxista al cine de terror. Sin embargo, la ideología no sólo es la representación imaginaria de las condiciones de trabajo y sus efectos, sino que abarca todos los aspectos de nuestra existencia, por lo que será preciso tener también en cuenta otros factores. Algunos análisis, como los de Mike Wayne (2005b), han expuesto con éxito maneras de aplicar la teoría marxista al cine de terror. Wayne aplica el método al análisis del cine de fantasmas, un género que siempre ha sido considerado como ahistórico y más propicio a los temores del alma que a las angustias seculares. Desafortunadamente, Wayne no dedica demasiadas páginas al género de terror, por lo que sigue pendiente una sistematización, a gran escala, de la teoría marxista aplicada al cine de terror.

Alegorías posmodernistas

Los trabajos de Lowenstein y Blake, por un lado, y los de Newitz y Wayne, por otro, intentan aportar paradigmas que permitan conectar la historia, el cine de terror y las estructuras sociales, culturales y económicas. Se trata de un intento de entender la cultura a la luz de la dialéctica y de la historia; pero de un proyecto aislado dentro del estudio del género.

Numerosas aproximaciones académicas se caracterizan por recurrir a la filosofía posmoderna, un paradigma que domina nuestro presente pero nos impide pensarlo históricamente (Jameson, 1996: 9); sin embargo, aun en los casos en que existe calidad teórica, ésta no viene acompañada del necesario rigor en el análisis fílmico. Filosofía zombi de Jorge Fernández Calvo utiliza como hilo conductor la filmografía de George A. Romero, pero como una mera excusa para exponer una reflexión filosófica en la que se toma al zombi como metáfora de distintos problemas de la sociedad posmoderna. También con las armas de la teoría posmoderna —Lypovestsky y Lyotard a la cabeza—, Jorge Martínez Lucena (2010: 17) elabora un paradigma teórico que le permite entender los monstruos como «un modo de explicar míticamente una determinada problemática cultural propia de la modernidad y de la posmodernidad». Sin embargo, sus análisis textuales no están a la altura de la elaboración teórica que los preceden. Una de las causas de este desfase es que Martínez Lucena (2010: 30) explica la relación entre texto e historia a través del concepto de metáfora: la metáfora «suspende el modo de referencia primaria y activa el modo de referencia desdoblado o metafórico, intentando interpretar qué es lo que el autor está queriendo decir con ello».

A pesar de que Martínez Lucena insiste en que la metáfora es algo distinto a la alegoría, lo cierto es que sus reflexiones se aproximan al campo de lo que podríamos llamar «teorías alegóricas». Uno de los principales problemas de la teoría alegórica, según señala Kendall Phillips (2005: 6), radica en que la alegoría supone una fuerte intencionalidad por parte del autor y una interpretación más consciente por parte del espectador73. La alegoría es un sistema de metáforas que busca transmitir una idea abstracta o transcribir como fábula una situación reconocible para el receptor. Puede decirse de El bosque (The Village, M. Night Shyamalan, 2004) que es una alegoría de los Estados Unidos aislados y sometidos por el miedo posteriores al 11 de septiembre; pero para que El bosque sea considerado una alegoría es preciso que confluyan una intención autoral, un mensaje cifrado con un código claro y unas condiciones de recepción que propicien la correcta traducción de este mensaje. Mulberry Street (Jim Mickle, 2006), por ejemplo, fue desarrollada como una alegoría del Nueva York posterior al 11 de septiembre; pero sólo puede ser interpretada como tal si el espectador es capaz de descifrar las referencias concretas: la omisión de la imagen de las víctimas en televisión, la gentrificación del Lower Manhattan y la expulsión de sus ciudadanos más humildes74. En realidad, la dimensión social del horror no es un asunto de intencionalidad: ni Shallow Ground (Sheldon Wilson, 2004) ni Los extraños, por ejemplo, fueron concebidas como alegorías, pero ello no impide que podamos conectarlas a su momento histórico.

Frente a la relación unívoca y causal que sugiere el concepto de alegoría, Phillips (2005: 6-7) toma de Stephen Greenblatt el término «resonancia», una metáfora física75 que haría referencia a la capacidad de las películas de vibrar en sintonía con su entorno cultural, como si aquellas no fueran sino copas de cristal en el mismo salón en el que toca una gran orquesta. El problema del concepto de «resonancia» es precisamente el opuesto al de alegoría: si aquel era demasiado literal e intencionado, éste es demasiado vago e inconsciente, incapaz de explicar el proceso a través del que el cine nos habla de su tiempo. Phillips intenta sortear el despeñadero apoyándose solamente en aquellos filmes que han tenido un enorme éxito de público y que han entrado en la cultura popular de manera fulgurante, películas que han creado sus propios subgéneros o que han abierto nuevas fronteras en las convenciones del terror. Phillips parece confiar en que la trascendencia pública y artística de las películas ha de conectarlas con su época, pero nada argumenta o justifica la validez de tal razonamiento.

La psicología de las masas de Siegfried Kracauer

En el fondo, tanto en el caso de Kendall Phillips como en los de David Skal, Joseph Maddrey o John Kenneth Muir (2002: 1; 2007: 5), nos encontramos con una tendencia a dar por válida la dimensión social del cine terrorífico. De algún modo, a menudo los críticos intuyen que el cine es capaz de penetrar más hondo en nuestro mundo y vislumbrar las inclinaciones políticas y psicológicas que acaban dominando su contexto. La idea aparece ya en uno de los estudios pioneros en el análisis social del cine fantástico: De Caligari a Hitler: Una historia psicológica del cine alemán, de Siegfried Kracauer. Publicada en 1947, la obra de Kracauer intuía que el cine alemán producido entre 1918 y 1933 reflejaba las tendencias colectivas que condujeron al nazismo y a la Segunda Guerra Mundial.

Aunque su argumentación se nos antoje hoy un tanto rudimentaria, Kracauer trató de explicar por qué el cine permite ahondar en el inconsciente de su tiempo. Según Kracauer (1985: 14), el cine es más apto que otras artes para reflejar la realidad no sólo por su capacidad de reproducir mecánicamente el mundo visible —como argumentaba André Bazin76—, sino también porque indaga en los más pequeños detalles de la superficie77, convirtiéndose en un microscopio del alma social:

Las películas parecen cumplir la misión de escarbar en la minucia. La vida interior se manifiesta en diversos elementos y conglomerados de la vida externa, especialmente en aquellos datos superficiales casi imperceptibles que alimentan una parte esencial del tratamiento cinematográfico. Al registrar el mundo visible —trátese de la realidad cotidiana o de universos imaginarios— las películas proporcionan claves de procesos mentales ocultos. […] Las películas son particularmente expresivas porque sus “jeroglíficos visibles” completan el testimonio de sus anécdotas propiamente dichas. E invadiendo tanto éstas como sus visualizaciones, “la dinámica invisible de las relaciones humanas” es más o menos reveladora de la vida interior de que provienen las películas. (Kracauer, 1985: 15)

Siegfried Kracauer (1985: 13-14) argumentaba que —a diferencia del arte y la literatura— las películas son obras de factura colectiva que se dirigen a un público de masas. Las particularidades e inquietudes del artista confluyen junto a las del resto del equipo y son los sueños de la masa los que acaban proyectándose sobre la pantalla plateada. Podemos tildarla de ingenua, pero la teoría de Kracauer revela un temprano intento de racionalizar esa intuición que nos alerta de que incluso las películas históricas nos hablan no de un tiempo remoto sino del nuestro, no de vidas fantaseadas sino de las nuestras o, más bien, del modo en que ensoñamos cada uno de nuestros días. Pero hay algo más que, sin duda, debemos recuperar de la teoría de Kracauer: su implicación en un proyecto político, su deseo de que el análisis teórico pueda ayudar a la comprensión de las masas y resultar de provecho en la era poshitleriana.

La referencia al proyecto teórico de Kracauer está implícita en el título del ensayo que Charles Derry publicó en 1977: Dark Dreams: a Psychological History of the Modern Horror Film. Sin embargo, habrá que esperar a la reedición ampliada y revisada de 2009 — Dark Dreams 2.0— para que el autor explicite su relación con el teórico alemán y para que aplique, de manera más consciente, algunos de los puntos más interesantes de Kracauer al cine actual. En De Caligari a Hitler, Kracauer señalaba que el cine germano había soltado amarras de la realidad y derivaba hacia la fabricación de «la seudorrealidad del sistema totalitario» (Kracauer, 1985: 281), que cristalizó en la propaganda nazi. Si el alemán observaba un «triunfo total de lo ornamental sobre lo humano» (Kracauer, 1985: 94) en películas como Los nibelungos (Die Nibelungen, Fritz Lang, 1924), Charles Derry analiza el cine estadounidense posterior a La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1974) y denuncia una zambullida en el espectáculo, un énfasis abrumador en los efectos especiales: «Con el formalismo que domina la actual cultura popular, nos arriesgamos a crear una generación de espectadores despojados de empatía, incapaces de responder al sufrimiento o la violencia con nada parecido a un nivel aceptable de compasión. Y una vez que las películas de terror han erradicado la compasión, se convierten efectivamente en propaganda al servicio de las fuerzas reaccionarias» (Derry, 2009: 5).

Como Kracauer, Derry se interroga por el efecto del cine en las masas y llega a una conclusión pesimista. Más que un cine de entretenimiento, Derry (2009: 4) plantea que nos hallamos ante un «cine de distracción», un cine que rehúye el compromiso político y social, que cierra los ojos a las miserias de la vida y las reemplaza por padecimientos inventados, torturas artísticas, dolores estéticos: una vacuna contra el sufrimiento de la vida real. A Derry le preocupa el efecto anestésico que este cine podría producir en una audiencia cada vez más insensible a la violencia y más incapaz para la empatía o la piedad. Aunque quizá éste no sea tanto un efecto de las películas, como de la moral instaurada por el neoliberalismo. Así, por más que abunden las nuevas versiones de películas de terror de los setenta, apreciamos en ellas un desalojo sistemático del espíritu crítico y una ausencia del discurso atrabiliario de aquellas. Existen críticas dispersas, sarcasmos aislados, pero el cine de terror actual carece, en su conjunto, de la potente aspiración subversiva de los setenta. La postura de Derry es la de alguien que mira con nostalgia una forma de concebir el cine de terror en vías de extinción. Ahora bien, aun si asumiéramos las aseveraciones de Charles Derry, hemos de reconocer que el cine de terror escenifica las contradicciones del discurso dominante. Las películas nos distraen, pero lo hacen reincidiendo en la forma artística, estetizada, de los mismos miedos de los que quisiéramos escapar.

En montaje paralelo, Anthony y el barbero de Sweeney Todd, el barbero diabólico de la calle Fleet (Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street, Tim Burton, 2007) interpretan a dúo una canción de amor dedicada a Johanna. Anthony (Jamie Campbell Bower) yerra a través de callejuelas, mataderos, fumaderos de opio y cementerios en busca de su amada; entretanto, el barbero (Johnny Depp) otea un horizonte fuera de campo desde el ventanal de su buhardilla. De cuando en cuando, un cliente hirsuto entra en el local y el desuellacaras lo despacha de un tajo en el gaznate sin interrumpir su melancólica letrilla. Los asesinatos se suceden en primer plano y la sangre salpica la cámara sin que la empatía aparezca en el matarife o en el espectador. Ni el color ni la iluminación ni el decorado ni el maquillaje son realistas y, a cada muerte, el montaje establece una cadencia rítmica —corte, pedal, trampilla y cuerpo despeñado—, de manera que el asesinato se transforma en adorno estético o, en todo caso, en el contrapunto irónico del canto de amor. La violencia deja de ser horrenda y repulsiva y podemos solazarnos en el espectáculo musical; sin embargo, pese a lo dicho, Sweeney Todd sigue expresando las injusticias de clase y la miseria de un Londres victoriano que se parece, cada vez más, a nuestras ciudades actuales.

Quizá la conciencia crítica del cineasta no sea hoy la norma, pero las películas todavía ofrecen una posibilidad de analizar y criticar la estructura social. La crítica no es patrimonio exclusivo del autor del texto, sino también de su lector. Como críticos y espectadores debemos empezar a asumir la tarea de utilizar las películas para algo más que la distracción y el escapismo. Pese al actual descrédito del trabajo interpretativo e intelectual, la labor crítica y teórica es todavía la manera de presentar batalla frente a la hegemonía ideológica.

A menudo escuchamos apologías de la cultura tan torpes como sonrojantes. El arte y la cultura, se nos dice, nos aportan una experiencia casi trascendente, nos hacen humanos, nos distinguen de los animales. Sin embargo, hay arte más allá del aura o de la fe, el arte que conforma nuestra cotidianidad, la cultura en la que basamos nuestro día a día. El verdadero objetivo de la hegemonía ideológica no es sino controlar esa cultura y no le importa, para lograrlo, comprar periódicos, privatizar televisiones, encarecer el cine, cerrar los museos, cobrar en las bibliotecas, analfabetizar las escuelas, desnutrir la investigación, burocratizar las universidades, destruir, en definitiva, cualquier lugar de resistencia a la hegemonía cultural. Todavía necesitamos un arte nuevo, una nueva forma de concebir las relaciones entre nosotros y con nuestro entorno, nuevos mitos que reemplacen a los que se han adueñado de nuestra imaginación; pero antes debemos comprender cómo funciona y qué nos dice esa cultura en la que vivimos todavía. Es aquí donde la labor crítica e interpretativa desempeña su papel más importante.

La crítica ideológica puede ser acusada de no ofrecer alternativas a los problemas que diagnostica; pero, la mera instancia crítica es, de por sí, una alternativa, pues permite comprender —y, por tanto, desnaturalizar— los intereses y valores que hay detrás de los productos de entretenimiento. Sólo a través del análisis ideológico comprendemos que los auténticos monstruos no son los zombis, los alienígenas o los vampiros, que el origen de nuestros miedos no se halla en las películas. De nosotros depende la imaginación de nuevos mitos que suplanten a los que ahora apuntalan la ideología dominante. Mientras tanto, nuestro trabajo analítico consiste en amasar las películas para elaborar nuevas respuestas, en fundir nuestra reflexión con las obras existentes con el fin de darles una nueva vida, quizá más plena en su sentido:

Una máquina que no sirva en el proceso productivo es inútil. Además, cae bajo la acción destructora del intercambio natural de material. El hierro se oxida, la madera se pudre. […] El trabajo vivo tiene que tomar en sus manos estas cosas, resucitarlas de entre los muertos, convertirlas de valores de uso posibles en valores de uso reales y activos. Lamidos por el fuego del trabajo, asimilados por éste como cuerpos suyos, animados por las funciones que tienen en el proceso, según su definición y su cometido, es cierto que estos valores de uso son absorbidos, pero de un modo provechoso y racional, como elementos de creación de nuevos valores de uso». (Marx, 2007: I, I, 248-249)

1 Para referirse a esta mitología contemporánea, Gérard Imbert utiliza el término de «imaginario social»; por motivos que más adelante aclararemos, optaremos por el de «ideología». Sin embargo, merece la pena citar la reflexión de Imbert, para quien «se puede considerar el cine como un indicador socio-simbólico, que nos informa también sobre el inconsciente colectivo y remite al imaginario social. Entendemos el imaginario social como un depósito de imágenes, fantasmas, ilusiones, fobias, pequeños temores, grandes pánicos, esto es un conjunto de representaciones más o menos claramente formuladas, más o menos conscientes para el sujeto social, que reenvían a la imagen que el sujeto tiene —y se construye— del mundo, del otro y de sí mismo» (en Camarero, 2002: 89).

2 En su monográfico sobre el slasher, Rubén Higueras (2011: 10) disecciona los rasgos del subgénero, una «sucesión sistemática de asesinatos de gran explicitud gráfica que una figura […], con frecuencia enmascarada, lleva a cabo. Las víctimas más recurrentes son un grupo de jóvenes situados […] alejados de figuras paternas o adultas». Algunos de los rasgos recurrentes recogidos por Higueras (2011: 7) son: «punto de vista subjetivo […], ámbito juvenil como escenario, condición de voyeur del asesino, mujeres jóvenes desnudas o ligeras de ropa, sexo prematrimonial, muchacha responsable que censura el comportamiento despreocupado de sus compañeras, […], arma blanca de innegable connotación fálica, interpretación de las actrices reducida a la mostración del cuerpo y a ofrecer convincentes gritos,». La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) y Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980) son los filmes fundacionales de un subgénero que ha seguido vigente con ejemplos como Aún sé lo que hicisteis el último verano (I Still Know What You Did Last Summer, Danny Cannon, 1998), Granny (Boris Pavlovsky, 1999), Un San Valentín de muerte (Valentine, Jamie Blanks, 2001), Death Factory (Brad Sykes, 2002), En la oscuridad (Darkness Falls, Jonathan Liebesman, 2003), Negra Navidad (Black Christmas, Glen Morgan, 2006) o Hatchet (Adam Green, 2006), entre muchos otros.

3 Para una descripción del concepto de «motivación» aplicado al cine, véase Bordwell, Staiger y Thompson (1997: 20-25).

4 Josep Fontana (2011: 965-976) concluye su historia del mundo desde 1945 con un panorama desolador sobre el actual estado de desigualdad, miseria, esclavitud y pobreza del planeta: «Este es el capitalismo realmente existente, una vez ha conseguido librarse de la amenaza del socialismo realmente existente y, a la vez, de las fuerzas que se le resistían desde el interior de su propia sociedad».

5 Una prueba de este cambio de percepción en la opinión pública fue la concesión del Nobel de la Paz a Obama en 2009. Según el comité, «como presidente, Obama ha creado un nuevo clima en la política internacional. La diplomacia multilateral ha recuperado un puesto prioritario, con énfasis en el papel que pueden desempeñar la ONU y otras instituciones internacionales» (Tejero, 09/10/2009). Sin embargo, los discursos de Obama sobre el desarme y la no-proliferación nuclear se contradicen con las acciones que con posterioridad fue llevando a cabo.

6 Un ejemplo de ello sería el proyecto de reforma sanitaria («El supremo de EE. UU. avala la reforma sanitaria de Obama», 28/06/2012).

7 En septiembre de 2009, Petraeus firmó una directiva en la que autorizaba acciones clandestinas en Irán, Arabia Saudí, Somalia y otros países de África oriental, Asia central y Oriente próximo (Fontana, 2011: 871)

8 Por poner algunos ejemplos, recordemos que Carlos Losilla (1993: 193-194) certificaba la agonía del género hacia principios de los noventa o la insistencia de Reynold Humphries (2002: 189) en que, salvando a Night M. Shyamalan, «ningún gran talento ha emergido en la última década [los noventa] y la aparición ocasional de una película importante […] parece un fenómeno ocasional que no conduce a ninguna parte».

9 «De un extremo a otro de las transformaciones contemporáneas, los controles políticos, las funciones del Estado y los mecanismos regulatorios han continuado dirigiendo el reino de la producción económica y social y del intercambio.» (Hardt y Negri, 2002: 13-14)

10 Frente a la opinión de que los mercados eran los responsables unilaterales de la crisis, Vicenç Navarro (10/06/2012) proponía que «el debate no debería ser sobre si Estado o no Estado, sino sobre el tipo de intervención del Estado y para el beneficio de quiénes son estas intervenciones del Estado. Hay que entender que hoy los Estados continúan jugando el papel clave en la configuración de la crisis. El Estado alemán, instrumento del capital financiero, está configurando […] cambios orientados hacia transformar la Europa Social en la Europa Neoliberal. Hablar de los mercados es un escapismo que pone el centro de la atención en los síntomas en lugar de las causas de la crisis actual, la guerra de clases unilateral».

11 A comienzos de la década, el cine de zombis estaba en decadencia—de lo que son prueba filmes como La prisión de los muertos (Prison of the Dead, Prison of the Dead, David DeCoteau, 2000), Los hijos de los muertos vivientes (Children of the Living Dead, Tor Ramsey, 2001) o Los muertos odian a los vivos (The Dead Hate the Living!, Dave Parker, 2000)—, pero resucitó a raíz del éxito de Resident Evil (Paul W. S. Anderson, 2002), 28 días después (28 Days Later, Danny Boyle, 2002) y Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, Zack Snyder, 2004) y llegó a convertirse en uno de los ciclos más prolíficos del periodo.

12 Lo mismo puede afirmarse de la novela El alzamiento, de Brian Keene, en la que la imposición del orden militar se traduce en la creación de un campo de concentración y en la institucionalización de la violencia sexual.

13 Esta reflexión ha de entenderse como de carácter general, pues también existen ejemplos en los que quedan patentes rasgos de identidad propios.

14 Respecto al cine de terror centrado en las ansiedades del despertar sexual, véase Carrie (Brian De Palma, 1976), la trilogía canadiense iniciada por Ginger Snaps (John Fawcett, 2000) o la estadounidense Vagina Dentata (Teeth, Mitchell Lichtenstein, 2007), entre infinidad de otras.

15 Prince (2004: 118-130) ilustra su aproximación al género a través de un análisis de La Cosa (The Thing, John Carpenter, 1982), inspirada en el concepto antropológico de «pureza» descrito por Mary Douglas.

16 Una postura afín a esta teorización del género es la efectuada por Noël Carroll (2005: 32), que trata de explicar el terror «en virtud de los efectos emocionales que está diseñado para causar en el público. […] Esto es, en el espíritu de Aristóteles, supondré que el género está diseñado para producir un efecto emocional, intentaré aislar dicho efecto, e intentaré mostrar cómo las estructuras características, la imaginería y las figuras del género están dispuestas para causar la emoción que llamaré terror-arte», una tensión entre fascinación y terror causada por el derrumbamiento de las categorías cognitivas y ontológicas que se producen con la irrupción del monstruo.

17 Por el contrario, otros autores niegan esta idea y señalan «la necesidad de combatir semejantes modelos de “evolución” genérica, lineales, estáticos o incluso circulares» (Knee, 1995: 33)

18 Tanto es así, que tal como ironizaba Seth Graham-Smith (2010: 21), «según las leyes del cine de principios del siglo XXI, cualquiera que hable japonés está dentro de una película de terror».

19 Los remakes serían, respectivamente, The Ring (La señal) (The Ring, Gore Verbinski, 2002) y El grito (The Grudge, Takashi Shimizu, 2004). La lista de remakes asiáticos también incluye Dark Water: La huella (Dark Water, Walter Salles, 2005), Pulse (Conexión) (Pulse, Jim Sonzero, 2006), The Eye (Visiones) (The Eye, David Moreau, Xavier Palud, 2008), Reflejos (Mirrors, Alexandre Aja, 2008), Posesión (Possession, Joel Bergvall, Simon Sandquist, 2008), Retratos del más allá (Shutter, Masayuki Ochiai, 2008), Presencias extrañas (The Uninvited, Charles Guard, Thomas Guard, 2009) y Don’t Look Up (Fruit Chan, 2009).

20 Hallamos un ejemplo de este circuito de influencias ajeno al cine estadounidense en Amer (Hélène Cattet, Bruno Forzani, 2009), coproducción francobelga construida a partir de una estilización superlativa de los rasgos formales del giallo italiano y de los recursos estéticos de Dario Argento.

21 Incluso la realización deja patente que las versiones americanas subrayan la motivación psicológica, tal como vemos en la preferencia por los primeros planos en Pulse (Jim Sonzero, 2006), frente a la abundancia de planos generales en Pulse (Kairo, Kiyoshi Kurosawa, 2001). Véase Wetmore (2009).

22 Según el crítico británico Joe Queenan (22/02/2008), «podría ser que ciertos elementos del terror asiático —el agua, el trauma de la escuela secundaria y, en especial, las niñitas escalofriantes— carezcan en Occidente de las resonancias que tienen en Oriente. […] Podría ser que los directores occidentales estén tratando de meter con calzador las películas asiáticas en una cultura que no se acomoda totalmente a ellas».

23 Citaremos, como excepciones, Huella (Imprint, Takashi Miike, 2006) y Crucero de ensueño (Dream Cruise, Norio Tsuruta, 2007), pertenecientes a Masters of Horror, una serie creada por Mick Garris que ofrecía libertad creativa a los directores de cada uno de los episodios.

24 Véase, por ejemplo, Fido (Andrew Currie, 2006), retrato con zombis de unos Estados Unidos que han quedado varados en los barrios residenciales y las familias felices de la publicidad de los cincuenta. Kevin Eastwood, coproductor, reflexiona así sobre la crítica social de su película: «Quisiera creer que los estadounidenses también habrían podido inventarse algo así, pero quizá para nosotros sea más sencillo, desde nuestra posición estratégica, cuestionar un poquito más el statu quo porque no es necesariamente nuestro statu quo» (Vince, 2007: 68).

25 Por ejemplo, Guillermo del Toro, Alexandre Aja, Christophe Gans, Takashi Shimizu, Hideo Nakata, Ryûhei Kitamura, Oxide Pang Chun y Danny Chang, entre otros.

26 Christina Klein (en Hantke, 2010: 3-13) defiende que la globalización permite a otras industrias —bajo la forma de la coproducción— penetrar en el mercado estadounidense o crear nuevos mercados; sin embargo, su planteamiento omite que la condición indispensable para ello es el borrado de la identidad nacional, lo que, a largo plazo, debilita la capacidad de los cines nacionales para hablar de su propia cultura y de sus propios problemas.

27 Véase la reflexión de James Naremore (1995: 14) sobre el papel de la crítica a la hora de definir el film noir como género: «necesitamos comprender que el film noir pertenece a la historia de las ideas tanto como a la historia del cine; que tiene menos que ver con un conjunto de recursos que con un discurso —un sistema flexible y cambiante de argumentos e interpretaciones que ayudan a conformar las estrategias comerciales y las ideologías estéticas».

28 En lo que concierne a nuestro objeto de estudio, encontramos el caso paradigmático de Black Cadillac (John Murlowski, 2003), invariablemente etiquetada como «horror film», pese a que todo en ella nos remite al thriller.

29 Pensemos, por ejemplo, en La novia de Chucky (Chucky’s Bride, Ronnie Yu, 1998), La semilla de Chucky (Seed of Chucky, Don Mancini, 2004) o Posesión demencial (My Name Is Bruce, Bruce Campbell, 2007). Cabe destacar que, mientras que el terror de los noventa tendía a la ironía, después del 11-S, la comedia desaparece casi por completo (Wetmore, 2012: 85).

30 Kim Newman (2011: 516) cita Platinum Dunes, Dark Castle y Ghost House como ejemplos de las productoras que acogieron a los directores de la «generación grindhouse», que ha crecido viendo exploitation en vídeo y se dedica a realizar homenajes al cine que va de la B a la Z.

31 Dark Castle Entertainment fue creada en 1999 para homenajear a William Castle con nuevas versiones de sus películas. Tras sus dos primeros remakes, House on the Haunted Hill (William Malone, 1999) y 13 fantasmas (Thir13n Ghosts, Steve Beck, 2001), cejó en su empeño por recuperar a Castle.

32 La momia (The Mummy, Stephen Sommers, 1999), Van Helsing (Stephen Sommers, 2004) o El hombre lobo (The Wolfman, Joe Johnston, 2010)

33 Mención aparte merece Larry Blamire, cuya filmografía se compone principalmente de recreaciones minuciosas de los rasgos y defectos del cine de bajo presupuesto de otros tiempos, ya se trate de la ciencia ficción de los cincuenta —The Lost Skeleton of Cadavra (2001) y Trail of the Screaming Forehead (2007)— o del terror de principios de los treinta —Dark and Stormy Night (Larry Blamire, 2009).

34 Reboot es un término recientemente acuñado para referirse al relanzamiento de un serial cinematográfico a través de una nueva película que retoma los elementos básicos de ese serial pero rechaza el guion de la película original o la continuidad planteada por las secuelas ya estrenadas. El objetivo del reboot es comenzar de nuevo un serial que ya ha tenido éxito entre el público pero se ha ido agotando a sí mismo. Como ejemplos de reboot citaremos Halloween (Rob Zombie, 2007), Viernes 13 (Friday the 13th, Marcus Nispel, 2009), Pesadilla en Elm Street (Samuel Bayer, 2010) o Evil Dead (Fede Alvarez, 2013).

35 Protagonistas de las franquicias iniciadas respectivamente por Viernes 13, Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984), La noche de Halloween y Saw (James Wan, 2004).

36 Wheeler Winston Dixon (2000: 125-141) prosigue esta misma línea de razonamiento en unos términos más pesimistas de lo que aquí pretendemos, pues consideramos que de la estructura seriada no tiene por qué derivarse, necesariamente, un consumo alienado.

37 Obviamente, existen series en las que los personajes evolucionan en alguna medida; pero nuestra postura se confirma en la miríada de comedias de situación o de series policíacas en las que los personajes pueden morir, cambiar o jubilarse sin que se produzca una metamorfosis sustancial en la estructura a la que pertenecen. Siempre habrá crímenes, pero el CSI seguirá ahí para resolverlos.

38 Para los conceptos de jerarquía y horizonte de expectativas véase Jim Palmer (1983).

39 El enfoque nos permitirá completar nuestro análisis con películas que, si bien no pertenecen al género de terror, recurren a lo monstruoso como elemento significativo. Por otro lado, esta perspectiva hace posible ampliar nuestro radio a otros medios narrativos (como la literatura, el cómic y la televisión) en los que el terror se ha desarrollado siguiendo similares convenciones genéricas. Esta taxonomía compartida entre distintos medios es la que posibilita, por ejemplo, los análisis interdisciplinares de Noël Carroll, David Skal o Stephen King.

40 Véase, por ejemplo, Adam Lowenstein (2005), Kim Newman (2011) o Joshua Bellin (2005).

41 Así, lo sublime no es una cualidad intrínseca al objeto sino el efecto que éste produce en nuestro espíritu. Joseph Addison (1991: 189) clarifica este último punto: «si consideramos la naturaleza de este placer, hallarémos [sic] que no nace tanto de la descripción de lo terrible, como de la reflexión que hacemos nosotros mismos al tiempo de leerla».

42 En palabras de Fernando Savater (2008: 321), «dar espesor y colorido a la angustia que nos roe, nos libera en cierto modo de ella al proyectarla fuera; pero, ante todo, nos permite verla, esto es, admirarla».

43 En cambio, en el arte fantástico asiático, a menudo la duda apenas centellea por un instante y lo fantástico deriva hacia la superposición de lo sobrenatural en lo cotidiano o hacia la irremisible confusión entre ambos mundos.

44 Aun a riesgo de echar a perder el suspense que plantean, citaremos como ejemplos Session 9 (Brad Anderson, 2001), El maquinista (The Machinist, Brad Anderson, 2004) o Encerrada (The Ward, John Carpenter, 2011).

45 Como excepciones podríamos citar Bubba Ho-Tep (Don Coscarelli, 2002), Los no muertos (Undead, Michael Spierig, Peter Spierig, 2003), Muerte y desayuno (Dead & Breakfast, Matthew Leutwyler, 2004), Atrapados (Feast, John Gulager, 2005), Poultrygeist: Night of the Chicken Dead (Lloyd Kaufman, 2006), Planet Terror (Robert Rodríguez, 2007), Vagina Dentata (Teeth, Mitchell Lichtenstein, 2007), Zombie Strippers! (Jay Lee, 2008) o Arrástrame al infierno (Drag Me to Hell, Sam Raimi, 2009).

46 Véase Freeland (2004: 193) o Carroll (2005: 333).

47 El trabajo de Jack Morgan (2002: 132-157) constituye una excepción.

48 Julia Kristeva (1982: 2-4) e Isabel Pinedo coinciden en esta misma definición de lo monstruoso. Según Pinedo (1993: 21), «El monstruo viola los límites del cuerpo a través del uso de la violencia hacia otros cuerpos y a través de las cualidades disruptivas de su propio cuerpo. El cuerpo del monstruo disuelve las diferencias binarias. Interrumpe el orden social mediante la disolución de las bases de su sistema significante, su red de diferencias: yo/no-yo, humano/no-humano, vida/muerte».

49 Confróntese la repugnancia que implica en Prometheus la pérdida de la identidad física con el enriquecimiento espiritual que, para los humanos de Avatar (James Cameron, 2009), supone abandonar el propio cuerpo para fundirse con el de los extraterrestres o con el espíritu panteísta de Pandora. La comparación ilustra lo dicho por Kawin (2004: 7): «la ciencia ficción se abre al potencial liberador de lo inhumano, uno puede aprender de ello, viajar con ello […]. El terror está fascinado con las transmutaciones entre lo humano y lo inhumano (el hombre lobo, etc.), pero las características inhumanas imponen la destrucción de manera contundente».

50 Si hay algo de prometeico en Prometheus, sólo puede ser el castigo por el ansia de saber, la condena por haber robado a los dioses la techné. Del mismo modo que la Pandora de Hesíodo es un castigo para el hombre porque su vientre está maldito —hambriento, tirano, seductor, absorbente—, la condena de nuestros creadores no será otra que la de convertir el cuerpo masculino en un vientre gestante de abominaciones que lo desgarran —como el águila— desde sus entrañas.

51 Respectivamente, «El manicomio del doctor Locrian», «El arte perdido del crepúsculo», «La secta del idiota», «El último festejo de Arlequín» y «Teatro Grottesco».

52 Para Ligotti (2015: 227), uno de los elementos cruciales del horror sobrentural es precisamente la atmósfera: «cualquier cosa que sugiera una situación ominosa más allá de lo que perciben nuestros sentidos y pueden comprender plenamente nuestras mentes».

53 Cabría citar también los laberintos de desdicha que son los filmes de los hermanos Quay —La calle de los cocodrilos (Street of Crocodiles, 1987)— y la oscuridad que devora el mundo en Vanishing on Seventh Street (Brad Anderson, 2010) en la que, sin embargo, lo ominoso sí parece concretarse en esas sombras y voces engañosas que tientan a los personajes.

54 Encontramos la misma postura en el monográfico sobre el género que escribió Carlos Losilla (1993: 53): «En efecto, la puesta en escena del cine de terror se dedicaría entonces fundamentalmente a destacar el carácter oculto de lo filmado, la relación de lo que aparece en pantalla con aquello que no aparece, o con aquello que aparece de modo explícito pero investido de un aparato escénico que tiende a subrayar sus aspectos más misteriosos o incomprensibles».

55 El Lago Mungo, en Australia, es un paisaje sublime y árido, el lugar sagrado en el que tuvo lugar la primera cremación ritual de la que la humanidad tiene noticia.

56 Existen también ejemplos limítrofes en los que confluyen la estructura de investigación propia del thriller con los ambientes siniestros, la repugnancia ética del terror o construcciones narrativas próximas al slasher film. Como ejemplos, citaremos Seven (Se7en, David Fincher, 1995), El silencio de los corderos (Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1991) y D-Tox (Ojo asesino) (D-Tox, Jim Gillespie, 2002).

57 Véase también Robin Wood (1979: 14).

58 En la misma línea, José Miguel Cortés (1997: 19) afirma: «Las criaturas monstruosas vendrían a ser manifestaciones de todo aquello que está reprimido por los esquemas de la cultura dominante. Serían las huellas de lo no dicho y no mostrado por la cultura, todo aquello que ha sido silenciado, hecho invisible. Lo monstruoso hace que salga a la luz lo que se quiere ocultar o negar. Además, problematiza las categorías culturales, en tanto que muestra lo que la sociedad reprime».

59 Si bien Christian Nyby es el director acreditado, parece ser que el peso del productor Howard Hawks fue decisivo en la película.

60 Véase Kendall Phillips (2005: 53).

61 Véase Luis Pérez Ochando (2016: 44-57).

62 El antiintelectualismo forma parte de lo que Blanca Muñoz (2005: 20-27) denomina «la anticultura», una estrategia ideológica de «sobrealienación» que se proyecta a través de la cultura global de masas y tiene por objetivo «la destrucción de la racionalidad social y, asimismo, la anulación de las aptitudes creadoras de la especie humana».

63 En palabras de Steven Spielberg, director del filme: «No psicoanalizo lo que tienen los alienígenas en la cabeza, excepto el hecho de que tienen como objetivo nuestra exterminación. Sólo quieren acabar con nuestra existencia y probablemente tengan planes respecto a nuestro planeta, pero no nos preguntamos por sus motivos» (En Designing the Enemy: Tripods and Aliens, extras del DVD, Paramount Home Entertainment, 2005).

64 Cuernos invierte la leyenda de las lentes mágicas de Haroun al Rashid, un ingenio a través del que sólo la honestidad era visible. Semejante inversión fue ensayada ya por Robert Bloch (2005: 151-174) en su relato «Las gafas tramposas» (1947), en la que los anteojos mostraban los pensamientos más innobles como bocadillos de tebeo. Sin embargo, la lógica diabólica de Cuernos otorga a la ecuación un sentido redondo: sólo el demonio puede ver el reverso del mundo porque se encuentra, de suyo, en dicho reverso.

65 Una idea también presente en Escalofrío (Frailty, Bill Paxton, 2001), película en la que un niño confiesa a un agente del FBI cómo su padre se convirtió en asesino en serie a causa de una serie de visiones que le señalaban que entre sus conciudadanos había «demonios» que debían ser exterminados.

66 Resulta provechoso cotejar Los extraños con Ellos (Ils, David Moreau y Xavier Palud, 2006), que trata el mismo tema de la casa invadida por desconocidos. Mientras que en Los extraños lo siniestro emerge del ideal familiar, en Ellos la joven pareja francesa se muda a un caserón rumano y allí es acosada por encapuchados, en una trama que, más con que lo siniestro familiar, se relaciona con la imagen de una Europa del Este peligrosa, incomprensible y ajena a los europeos occidentales.

67 Así, por ejemplo, en El cine de terror: Una introducción —la mejor panorámica publicada en España sobre el género— Carlos Losilla aúna la teoría de Robin Wood con las aportaciones de Andrew Tudor.

68 Significativamente, tanto Blake como Lowenstein participan en el volumen Horror After 9/11 (Briefel; Miller, 2011), una obra colectiva sobre el cine de terror posterior al 11-S claramente influida por los trauma studies.

69 Ahora bien, así como Blake se lanza a buscar el trauma del 11-S en el hillbilly horror, también cabe anotar que «cuando Adam Lowenstein dirige su interpretación de la “alegoría” benjaminiana al momento cultural “inmediato” posterior al 11-S, quizá sea indicativo que aparte la mirada del terror y se centre, en cambio, en películas bélicas» (Matt Hills, «Cutting Into Concepts of “Reflectionist” Cinema», en Briefel y Miller, 2016: 111).

70 Véase Marguerite La Caze (2002: 111-121).

71 Navarro habla siempre de cine «de horror», estableciendo una distinción esencial: mientras que el terror es previo al hecho, un estremecimiento ante la amenaza incierta y, por tanto, una experiencia psicológica; el horror es una sensación física, la repulsión que experimentamos tras haber confrontado la obscena visión de la violencia, la muerte y la descomposición (Navarro, 2016: 62-64).

72 Tales interpretaciones no sólo aparecen en las historias del género —como las de Axelle Carolyn o Kim Newman— sino también en los monográficos sobre un director —como en el estudio de Tony Williams sobre George Romero— o de un subgénero —como el libro de Jamie Russell sobre el cine de zombis.

73 El propio Lowenstein (2010: 120), en otro texto, reconoce que «el momento alegórico […] sólo puede representar un horizonte de posibilidades para las reacciones potenciales del espectador», sin que exista manera de determinar o mesurar el complejo espacio de interacción que se abre entre éste y el filme.

74 Véanse las declaraciones del director en el dossier de prensa del filme (Belladona Productions, 2007: 3), así como la interpretación alegórica realizada por Laura Frost en «Black Screens, Lost Bodies. The Cinematic Apparatus of 9/11 Horror» (en Briefel y Miller, 2011: 29-34).

75 No es la única vez que la física ha inspirado a los teóricos que abordan la relación entre cine e historia. A los conceptos de «reflejo» y «resonancia», debemos añadir el de «refracción», de Douglas Kellner (1998: 355), que implica, por un lado, que lo histórico y lo social se transforman cuando asumen forma cinematográfica, al igual que la luz se refracta cuando atraviesa el agua, y, por otro, que existe un proceso interpretativo del espectador que va más allá de la lectura lineal que propone la idea de «reflejo».

76 En palabras de Bazin (2001: 27-28): «La originalidad de la fotografía con relación a la pintura reside por lo tanto en su esencial objetividad. Tanto es así que el conjunto de lentes que en la cámara sustituye al ojo humano recibe precisamente el nombre de “objetivo”. Por vez primera, entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto. Por vez primera, una imagen del mundo exterior se forma automáticamente sin intervención creadora por parte del hombre».

77 En Teoría del cine, Kracauer (1989: 66) argumenta: «el cine puede alcanzar dimensiones que la fotografía no abarca. […] los directores cinematográficos no se limitaron jamás a explorar la realidad física que tenían frente a la cámara sino que, desde el comienzo, procuraron pertinazmente penetrar en los reinos de la historia y de la fantasía».

Noche sobre América

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