Читать книгу En el nombre de Padre - Luis Salvago - Страница 9
I
ОглавлениеPadre tenía un traje para los domingos. Era de un pálido color ceniza, con una americana de botones cruzados, corbata de seda, un pañuelo en forma de pico, también de seda, doblado y planchado por Madre a la medida perfecta para que encajara en el bolsillo del pecho. Tenía también unos zapatos Oxford que compró en el Protectorado francés, tan viejos y gastados que por los agujeros de las suelas se le veía el calcetín. Ese traje, que ya de niño me parecía triste y poco acorde con el carácter distendido de Padre, era el que solía llevar cuando Madre insistía en que fuéramos a misa y también en las cenas de Navidad. Fue el traje con el que se casó y el que utilizó en el bautizo de mis hermanos. Nunca se vistió de otra manera para las grandes ocasiones: los mismos zapatos, los gemelos de oro que le regaló mi abuelo y la misma corbata de seda negra con un enorme nudo Windsor que destacaba poderoso sobre el fondo blanco de su camisa. Su elegancia, aunque monótona, solo se veía alterada por una cicatriz oscura y discontinua —el rastro indeleble de una rencilla— que nacía en el lóbulo de su oreja derecha, cruzaba la boca y moría en el lado izquierdo del mentón, como la marca de un matasellos. Desde mi punto de vista, esa cicatriz, consecuencia del golpe de una cadena de bicicleta, no desmerecía en absoluto su aspecto. Más bien al contrario, le daba un cierto aire de respetabilidad.
Un día señalado del calendario dejamos de ir a misa. Era Semana Santa. Lo recuerdo porque en esas fechas Madre nos hacía callar con un dedo en los labios si nos veía reír, o gritar, o escuchaba el repicar de las tabas en el suelo cuando jugábamos en el patio. El Señor ha muerto, decía. Los trajes y vestidos de las grandes ocasiones se quedaron desde ese momento en el remoto fondo de los armarios y nunca más volvieron a salir.
La razón fue una corbata de color rojo intenso que estrenó para la misa de Jueves Santo, de la que no quiso explicar su origen y que resaltaba sobre su inmaculada camisa como una nube solitaria en el cielo. Lo cierto es que nadie le preguntó. Ni siquiera Madre. Todos, incluidos mis hermanos, pudimos imaginar de dónde debía de proceder. Se hablaba en el barrio de una mujer, una judía de Casablanca de la que se decía que a menudo había sido vista en el taller de mi padre o mi padre había sido visto con ella en algún café del Zoco Chico, o los dos a la vez habían sido vistos arrancando palmitos en los palmerales de la playa Merkala. Esa forma pasiva empleaba la gente: Habían sido vistos, porque todos sabían de esos encuentros pero nadie se reconocía testigo.
Esa mañana en la que el sol de Tánger hacía brillar el polvo de los cristales del salón, permanecimos vestidos dentro de la casa como si en algún momento hubiéramos de salir. Deambulamos cabizbajos por las habitaciones, sin cruzar la mirada, hasta que se hizo la hora de comer. Nos sentamos alrededor de la mesa y comimos en absoluto silencio. Padre salió al patio a regar las hortensias. Mi hermano pequeño, que se negaba a tomarse la sopa hasta que no dejaba de humear, se levantó a encender la radio. Una voz carraspeó. El noticiero de Radio Nacional de España informó de las consecuencias de la insurrección de diciembre: setenta y cinco muertos, descarrilamiento de trenes, iglesias incendiadas, sabotajes, cortes de líneas telegráficas, la declaración del Estado de Guerra. Padre, que no parecía prestar atención a la radio, levantó la cabeza para mirar a mi hermano.
—¡Apágala, hijo! —pidió en voz alta, sin darse cuenta de que el agua le mojaba los zapatos.
Por la noche Madre hizo la cena. De nuevo el sonido de la masticación, de los cubiertos en la loza, de los tacones y la tos obstinada de mi hermano pequeño, se adueñaron de la casa. Cuando terminamos de cenar Madre fregó los platos, fregó el suelo y volvió al comedor. Allí, por más de una hora, se quedó escuchando a solas la emisora de Radio Nacional y, cuando por fin se acostó, la casa se sumió en un extraño silencio, como de un indefinido presagio. Mi hermano tosió, se calló, y cuando volvió a toser, el gorgoteo de su garganta pareció iniciar un concierto de estrépitos: una persiana que se alzaba, cajones que se abrían, puertas que se cerraban, perchas deslizadas a un lado y al otro, los cierres de una maleta, murmullos, quejas, reproches del uno, reproches del otro y una palabra que escapaba de la habitación y revoloteaba como un pájaro hasta la puerta de la calle.
—¡Masón!
Desde la ventana lo vi alejarse por la calle Italia: la barbilla alzada, el paso firme, la maleta de piel de vaca —que siempre llevaba en sus viajes— colgando de una mano. Al acercarse al final de la calle, y mucho antes de doblar la esquina, se detuvo y se volvió para mirar atrás. Los clientes del mercado nocturno pasaban por su lado y sus cuerpos escuálidos apenas salvaban la anchura de sus imponentes hombros. Una luz difusa proyectaba una sombra bajo el ala de su sombrero, y a pesar de que era imposible escucharle en medio de la algarabía, se dirigió a mí como si en ese trozo de calle no existiéramos nadie más que él y yo. Pronunció dos o tres palabras que no escuché con claridad. No sé si dijo “hasta pronto”, o “despídeme de Madre”, o acaso me habló en árabe, como muchas veces hacía aunque yo no siempre le entendiera, porque me pareció escuchar “fi qalbi”, que significa “en el corazón”. Pero no tenía sentido. De modo que concluí que había dicho “feliz cumpleaños”, porque caí en la cuenta de que a la semana siguiente cumpliría veinte años. «Nos veremos», grité más fuerte. Se acomodó el sombrero, y en ese juego de luces alcancé a ver la línea de sus labios formando la curva de una sonrisa. Luego se dio la vuelta y caminó calle arriba.
Lo último que vi de él fue su sombrero: una mancha oscura que descollaba por encima de una multitud de cabezas.