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EFECTO GOMA

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El recuerdo es flexible. Imita un proceso de ida y vuelta, pero ni va ni vuelve. Recordar no es revivir. Es simplemente vivir. Una variación, una vibración diferente cada vez de algo tan inexistente como lo vivido. El recuerdo es flexible como la goma del juego, pero nunca recupera su forma de partida. Recordar es vivir otra vida. La vida se estira y encoge, vibra, y si vibra a gran intensidad puede desaparecer. Con el juego de la goma aprendí a hacer, con los pies y un pedazo de materia fina y delgada, elástica, diferentes figuras y acrobacias.

No hay recuerdos vacíos. La memoria es elástica. La memoria va modificando las condiciones de todo lo acontecido y nos modifica. Si recordamos, cambiamos. Somos materia elástica. Sostenida sobre otros. El juego de la goma era geométricamente contradictorio: forma momentáneamente definida (rectángulo o líneas paralelas) que soporta otras formas que al moverse generan posibilidades. Otra vida. Atarse y desatarse. Vida y memoria. 1964. Cromos y paz en el colegio. Vida y color (25 años, de paz, una eternidad). Cromos. Me explico:

En el colmado familiar descubrí los polos de chocolate. El colmado estaba en la calle Mallorca de Barcelona. Mi padre abrió esa tienda poco antes de casarse con mi madre en Zaragoza. La familia de mi padre había emigrado desde su pueblo a Barcelona. Mi no-abuelo Basilio, el padre de mi madre, que fue toda su vida tendero, le ayudó a montar el colmado. Para el no-abuelo Basilio un colmado era el centro de mando de la vida del barrio. El no-abuelo Basilio mantuvo largamente el suyo en el barrio de San José de Zaragoza con gran convencimiento, sobreponiéndose y adaptándose bastante bien a todas a las innovaciones. Y mi madre fue su mano derecha desde que nos instaláramos en Zaragoza, fue quien sostuvo y renovó la vocación de pequeño tendero de Basilio hasta su muerte. Por el contrario, mi padre abrió su colmado como sin querer, solo por prosperar. Los hombres de la familia de mi padre habían trabajado en el Borne, muy duro, muy sin saber; las mujeres cosían, casi siempre de noche, casi siempre sin apenas luz. También abrió su colmado mi padre porque fue la condición que le puso el no-abuelo Basilio para acceder a que mi madre se casara y se fuera a vivir con él a Barcelona. A ella sí que le gustaba el colmado, el orden de las cosas del colmado. Le gustaba, más que nada, el mundo, ordenado según productos y marcas, de su colmado en una esquina de la calle Mallorca (una de las mejores zonas de la ciudad).

A jugar a la goma aprendí allí, en la calle Mallorca, con niñas de una clase social muy por arriba de la mía, aunque yo entonces no calibraba las consecuencias de aquella impostada confraternización. Ellas me enseñaban su juego recién descubierto en las horas del recreo, en el colegio, al que yo entraba por la puerta lateral de las niñas con beca. Me enseñaban a jugar desde su posición de privilegio, y yo lo sabía porque mi padre me lo había explicado: que no quiso aceptar las recomendaciones que tenía el no-abuelo Basilio para que yo pudiera entrar por la puerta principal, pero que no me preocupara, que no pasaba nada, que luego adentro todo era igual para todas las niñas. Pero no era igual. Por la tarde, al cerrar el colmado, regresábamos al barrio, a nuestra casa. Yo veía el rectángulo de la goma estirado hacia el infinito sobre las vías del tranvía –ambas líneas superpuestas, goma y vía–, sin romperse: transformación. Me asomaba a través de la ventanilla-guillotina de los viejos tranvías que venían al barrio. Para no marearme. Siempre que volvía a casa desde el mar o desde la calle Mallorca en el tranvía me mareaba. Si venía desde otros lugares, no. Solo desde el mar y desde la calle Mallorca, desde el colmado con productos para gente bien, de otro mundo que nunca sería el mío, a pesar de mi temprana afición al Nescafé, un lujo entonces que pude permitirme por ser hija de tendero de la calle Mallorca. Imaginar que las vías del tranvía eran los elásticos paralelos del juego de la goma estirándose y estirándose me ayudaba a no marearme: dimensión no abarcable. Los hipnopómpicos mantenemos mejor el equilibrio si no hacemos pie, al revés que la mayoría de la gente. Aunque entonces yo no podía relacionar todo esto. Yo creía que la goma era un juego de chicas bien. Pero era igual de cutre que todos los demás. Igual de triste que jugar al Festival de Eurovisión en la acera de la Avenida Felipe II. En 1964, en la calle Mallorca las niñas jugaban solo dentro de sus casas amplísimas, pero la calle Mallorca también olía a rancio y a Nescafé. La goma y el Nescafé eran las únicas cosas de la vida del Ensanche que me llevaba al barrio. Y los cromos de Vida y Color. Paz, 25 años. Vida.

Helia, me recuerda Albertina, los hipnopómpicos, ya se sabe, mezclamos los caminos de los sueños y de la realidad; para nosotros solo tiene sentido la mutación. ¿Por qué le das tantas vueltas?

Le doy tantas vueltas precisamente por la mutación, Albertina. Y porque soy actriz. Y porque vivo todavía imperfectamente en la hipnopompia. No te lo creerás, Albertina, pero el juego de la goma me salvó muchas veces y me facilitó un estatus preponderante entre mis nuevas amigas, cuando aterricé (es metafórico) en Zaragoza, porque en Zaragoza (interna España interior) no había goma, no había elasticidad, no había juego. No había elasticidad tampoco –o sea empatía con la vida– en casi nadie, ni siquiera de puertas para adentro, en cada cual. Ejército de sufridores, síndrome de Estocolmo. No hay peor enfermo que el que desconoce que lo está. Pero en el juego de la goma yo no tenía rival, ni en la calle Mallorca ni en Zaragoza, ni en la España interior ni sobre las olas del mar.

Las hipnopómpicas

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