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LA CONFABULACIÓN DE LOS ROVER

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Dejé de ser niña a la edad de seis años. Esa es una realidad consolidada y corroborada por todo cuanto ha sucedido después en mi vida. Otra realidad es este bucle de error cíclico que reproduce sin interrupción la cualidad expectante del tiempo de mis seis años. Una cualidad de carácter muy superior a cualquiera que haya adquirido con posterioridad. Esa espiral paralela es por tanto para mí algo irrenunciable: como la energía de un generador auxiliar. Cuando tenía seis años, y a la vista de que mis rasgos hipnopómpicos comenzaban a revelarse en mí y de que yo mostraba cada vez más consciencia de ellos, se produjo a mi alrededor una obstinada confabulación para lograr amputarlos. Mi madre los consideraba un tremendo peligro. La hipnopompia no constituye una herencia genética inevitable ni directa; como es en mi caso, puede ser retrospectiva. De hecho, mi madre siempre ha estado muy ajena a la hipnopompia, ella se ha movido en una única dimensión, definida por algo así como un alto sentido del deber. El sentido del deber nunca interroga por las razones más allá de lo mínimo necesario para interpretar el entorno bajo una apariencia armónica y suficiente para la vida. También, por supuesto, era hipnopómpica Rose Mary Taylor Poppins. Sin embargo, a mi madre nunca le ha gustado el cine.

Cuando yo tenía seis años la nave tripulada Gemini 5 circunvaló la tierra 120 veces y la Gemini 7, 206. Las cápsulas Gemini tenían un espacio habitable de igual volumen que el que ocupaban los asientos delanteros en un Volkswagen Escarabajo. Lo contaban en los telediarios. Cuando yo tenía seis años los telediarios empezaban con una imagen planetaria de la Tierra, y yo empecé a preguntar todas las tardes, después de la siesta, si cuando yo fuera mayor podría ser a la vez cantante pop y astronauta. Aunque ahora ya estoy algo cansada, siempre me gustó ser varias (personas) y hacer varias cosas (todas muy bien). Lo del pop lo decía por los Beatles. Yo tenía seis años cuando vinieron a Madrid y Barcelona (que no eran entonces exactamente España). Por cierto: hoy es 3 de julio (el mismo día de mes en que los Beatles tocaron en Barcelona). Por eso hoy es 3 de julio y estoy en Londres y dentro de unas horas Rafa Nadal perderá la final del torneo de Wimbledon ante Djokovic, pues estamos en 2011, aunque también en 2012 y es 22 de julio o el aún futuro 22 de septiembre, el día en que habrá muerto Patrick –un día es el día y todos los días que han cobrado significado relevante (el tiempo entre ellos apenas cuenta, no transcurre el tiempo interior)– y continúo en Londres, y luego seguiré esperando (un poco más) hasta que llegue Patrick. Aunque esperar no es el verbo adecuado: ya se sabe que vivir es aquello que se hace en tanto que uno espera hacer lo que desea. Ya no deseo a Patrick. Pero eso no tiene nada que ver con el amor. Fue por amor, no tengo duda, que mi madre intentó cercenar mis veleidades hipnopómpicas. Las intuyó apoderandose de mí cuando yo tenía seis años, como digo. Pop y astronauta eran dimensiones no visibles en la vida plana de España. Cuando yo tenía seis años, mi madre me dijo que los Beatles y los astronautas eran solo cosa de la televisión, algo irreal según ella. Nunca me preguntó qué quería ser de mayor. Yo creo que no podía imaginarme como una persona. Dejó que los globos Rover llegarán hasta mi habitación y que ocuparan mi camino hasta el colegio. Los globos Rover, vigilantes amenazadores que no dudarían en darme una lección si me desviaba hipnopómpicamente en algún momento del camino estricto y correcto. Los globos Rover no son una invención de los guionistas de la serie El Prisionero. Los globos Rover estaban ya, cuando yo tenía seis años, en los telediarios de TVE. Y en el colegio. Y en la familia. Eran blanquísimos, como los sepulcros. Y muchos años después Albertina me confesó que ella llevaba viéndolos toda la vida. Por eso, me dijo la noche que murió el abuelo Basilio, que le gustaba cantar conmigo quiero seerrr un bote de cooolónnnn…

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