Читать книгу Las hipnopómpicas - Luisa Miñana - Страница 15
2 DE JULIO DE 1970
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Llegamos hasta la Plaza de España en el 40, un tranvía que en mi barrio daba la vuelta de nuevo hacia el centro de la ciudad aprovechando el vacío circular de un antiguo lavadero. Hacía sol. Albertina me agarraba de la mano con exageración, pero alcancé en un tirón inapelable a coger una de las treinta mil banderitas nacionales que se agitaron aquella mañana, en manos de los niños sobre todo (según describen las hemerotecas, aunque yo, que era niña, las viera tremolando numerosas con su fuerza insignificante muy por encima de mi cabeza). No me acuerdo de si hacía o no mucho calor, aunque el mes de julio suele comenzar abrasando sin piedad en Zaragoza. Realmente había mucha gente llenando las aceras del centro de la ciudad, pero conseguimos alcanzar la calle Alfonso y nos quedamos muy quietas, esperando. De lo acaecido a mi alrededor aquella mañana ya no conservo muchos más recuerdos. Para resituarme no he tenido más remedio que recurrir a las hemerotecas on line del ABC y de La Vanguardia; crónicas largas, concienzudas y babosamente descriptivas en número y condición sobre los miles de tractores que flanquearon la carretera desde el aeropuerto, sobre los honores rendidos, repiques de campanas, jotas, artillería y bandadas de palomas azuzadas para que surcasen el cielo una y otra vez. Pero yo, en mi propia memoria, solo consigo recuperar mi angustiosa sensación de parálisis, la incapacidad para moverme, para gritar, mi estupefacción, un desconcierto que muchas veces he comparado mentalmente con algunos de mis episodios hipnopómpicos más tenebrosos, que de todo ha habido en esta extraña condición que forma parte de mí. Sé que en algún momento perdí en aquella mañana el contacto conmigo misma. Nunca se lo conté a nadie. Oigo a Albertina que vuelve a decirme: «nunca lo contaste, ¿por qué?». No tuve ni tengo la respuesta. Cosas de las que no se hablaba. Pienso a continuación –cuando ya dejo de escuchar el martilleo de la pregunta insistente de Albertina– que esto seguramente ya no se entiende. No se entiende la existencia de cosas de las que nunca, nunca, se habla. Nunca. Hablamos mucho y de todo hoy en día. Se puede explicitar cualquier mensaje. No hay reglas y siempre existe alguien en alguna parte, en el móvil, en un chat, en el correo electrónico, en la televisión, en el autobús, en cualquier parte surge alguien apropiado con quien hablar de algo de lo que no podemos hablar con nadie más. Pero a lo que yo me refiero es a callar algo que nunca contarás absolutamente a nadie. Porque hay cosas de las que no se habla, nos enseñaron. A esa tremenda soledad yo me refiero. Albertina tuerce el gesto con ira y con pena y me reprocha mi silencio, solo roto hoy y solo con ella, se lamenta, cuando ella ya no puede escucharme realmente, pues aunque me escuche solo puede devolverme el hilo de mi propio razonamiento. «No te culpes», le digo. «Es que yo te llevé –insiste– ¿cómo no imaginé que dentro de aquel enjambre histérico de abducidos con síndrome de Estocolmo abundaría mucho hijo de puta?». «Esto –le interrumpo– es un anacronismo», le digo, porque el síndrome de Estocolmo entonces todavía no se diagnosticaba, aunque existiera. Albertina no responde a mi ironía inoportuna, le duele mucho, cuando le cuento, ahora sí se lo cuento, aunque no sé bien si puede escucharme, que aquel hijo de puta se arrimó contra mi cuerpo en transformación de niña de once años, avanzó su mano bajo mi vestido de verano y se abrió paso entre mis piernas, mientras él se tocaba y toda la multitud vitoreaba a Franco cuando apareció en el balcón del Ayuntamiento gesticulando como un playmobil –ni un solo músculo mueve el muñeco diabólico, sin mover ni un dedo su poder destructor abre vórtices de extrema congelación (no respires, no camines) en la negra radiografía del paisaje muerto (pero yo no tenía ni idea), silencio bajo los vítores–. Ni mirar pude al otro, al títere asqueroso que manoseaba entre mis piernas. Durante un buen rato no me moví. No hablé. No entendía bien. Entonces de muchas cosas no te explicaban nada, no se hablaba de muchas cosas, insisto. En algún momento conseguí desplazarme hacia la calzada y me abracé, atónita y muda, a Albertina. Yo también muda, Albertina. Como tú. Muda, muda como tú, toda la vida. Ahora lo sé, como un día supe que no habías sido lo que parecías. Y como más tarde entendí por qué quisiste asistir aquel 2 de julio de 1970 a la inolvidable recepción que la ciudad brindó al glorioso caudillo Franco bajo miles de temblorosas banderitas infantiles.
Y al igual que ahora te digo, estando como estoy perfectamente despierta, que me alegro de haber callado y no haber añadido a la tuya, que ya es mía, más humillación.