Читать книгу La lagartija - Luisa Noguera - Страница 6
ОглавлениеII
La fábrica de recuerdos
Su nombre completo era Laura Gartija Realpe; un apellido extraño de procedencia desconocida, que le valió el sobrenombre de Lagartija y que reflejaba muy bien su personalidad. Su mamá y sus hermanas la llamaban Lala, pero fue en el colegio donde a algún gracioso se le ocurrió comenzar a decirle Lagartija. A la niña le gustó su sobrenombre y quienes habían pretendido burlarse de ella al llamarla así, tuvieron que morderse las uñas al darse cuenta de que le habían dado un regalo, antes que ofenderla.
Su padre, el señor Gartija, murió cuando Lala era apenas una bebé, pero la niña sabía todo sobre él, porque su mamá se lo había contado. Fue un biólogo reconocido en los círculos académicos por sus investigaciones a lo largo y ancho del mundo. Muchos de los animales que aún podemos ver cuando salimos de paseo le deben a él su permanencia en la Tierra. Logró clasificar cerca de 20 000 de las 375 000 especies de coleópteros conocidas hasta hoy; publicó artículos que se consultan en las universidades más prestigiosas de varios países; leyó, escribió, dibujó y enseñó. Y, lo más importante de todo: había amado profundamente a Lala.
Aunque hacía ya varios años de su partida, él no se había ido del todo. Quizá, desde el lugar donde se encontraba, el señor Gartija procuraba que Lala y su familia vivieran siempre en contacto con la naturaleza, en casas retiradas de la ciudad con zonas verdes llenas de animales y árboles. Cualquier bicho que se colara por la puerta o por las rendijas de los marcos de las ventanas podía tener la tranquilidad de no morir aplastado y de ser conducido amablemente a la salida; la visita de los cucarrones en los meses de lluvia —cuando salen de sus cuevas bajo tierra al final de la tarde, cosa que les ponen los pelos de punta a la mayoría— era recibida con alegría por Lala y su mamá, pues cada cucarrón que oían revolotear era un susurro de su padre que les decía: “¡Escuchen!, ya llegaron los coleópteros”.
Tras la muerte del señor Gartija, la mamá de Lala se esmeró en construir los recuerdos padre e hija que el escaso tiempo juntos no les permitió almacenar. En la habitación de la niña puso sobre una repisa varias fotografías donde aparecían juntos: Lala recién nacida en brazos de su padre, perdida entre un gorro de lana que le quedaba grande y le cubría la cara hasta la nariz; Lala y su papá en un romántico retrato mejilla con mejilla, donde ya se destacaban los enormes ojos negros de la niña en su carita perfilada y pálida; Lala subida sobre los hombros del señor Gartija, cuando apenas era capaz de sostener derecha su cabeza, agarrada firmemente del cabello de su padre con unos deditos que se veían bastante largos para la mano de un bebé. Y, sobre la mesita de noche, en un lugar especial, permaneció siempre la fotografía de un hombre feliz que miraba sorprendido a un bicho enorme —con las alas verdes extendidas— que se había parado sobre su dedo índice.
Desde que la niña dio sus primeros pasos, comenzó a recorrer el jardín con su mamá, señalando con sus nombres científicos las flores y los insectos que encontraban. La señora Realpe los conocía perfectamente, pues fotografiaba para su marido las muchas variedades de insectos y pequeños reptiles que él estudiaba. Así, por ejemplo, el saltamontes de jardín era para la niña un celífero; la mosca común una muscidae; las mariposas, lepidópteros, y todos ellos conformaban “los bichitos de papá”.
Cuando la pena y la ausencia se hicieron soportables, tal vez el mismo espíritu del señor Gartija propició que las dos mujeres que más había querido no se quedaran solas, y la madre de Lala volvió a casarse con el señor Garzón, un hombre muy diferente a él, sumergido en los números y las cuentas —para que los insectos, los días de sol y los espacios abiertos siguieran siendo solo sus dominios—. Así, formaron una nueva familia de tres a la que llegaron, poco después, primero Sol y luego Alba, las hermanitas de Lala.