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Lo que va creciendo adentro
Lala creció en un ambiente que definió su personalidad. Durante mucho tiempo fueron solo ella, su mamá y la tristeza, que tenía su propio espacio dentro de la casa; las acompañaba cada día, de manera silenciosa, sin llanto ni suspiros. Había lugar para risas y juegos, abrazos y sueños placenteros, pero inamovible y casi inadvertida, la tristeza seguía presente.
Laura sabía que el señor Garzón no era su padre, aunque no entendía lo que eso significaba. Por su parte, él nunca hizo diferencia alguna entre las tres niñas; sentía que todas eran suyas a pesar de que Laura no llevara su apellido. La quería mucho. Era imposible no hacerlo; la había conocido cuando solo tenía tres años, y su delicada figura, de una fragilidad aparente, despertaba en él ternura; sus enormes ojos negros, un poco apartados el uno del otro, lo miraban con fijeza; sus dedos, extremadamente largos y finos, casi a punto de quebrarse, eran siempre una caricia dulce.
Él le enseñó cómo anudarse los zapatos, a contar y a andar en bicicleta. A la niña le gustaba acurrucarse entre los fuertes brazos del señor Garzón para que le leyera con su voz profunda y ronca cuentos de monstruos y seres mitológicos —que eran sus preferidos—. Lala lo quería y lo llamaba papá, pero le causaba inquietud llamar del mismo modo al hombre que vivía en el marco de madera sobre su mesita de noche, desde donde no la miraba a ella, sino a un Cotinis nitida.
Era posible que el observar a diario la fascinación en el rostro del señor Gartija en aquella fotografía, hiciera que Lala, a diferencia de otras niñas, se sintiera atraída por los bichos de jardín. Por eso, cuando volvía a clase después del recreo, siempre llevaba en la mano algún insecto que había recogido del prado, como grillos, saltamontes o mariquitas. Eso espantaba a la mayoría de sus compañeras, razón por la cual no tenía amigas y ocasionaba peleas con los niños que casi siempre querían quitarle el bicho para aplastarlo, haciendo que Lala lo defendiera con determinación de hierro. A pesar de su corta estatura y su delgadez, había en ella una fuerza misteriosa que no se hacía evidente y, sin embargo, intimidaba a quienes querían molestarla. Mantenía una cordial relación con todos, pero, en realidad, siempre estaba sola.
Sin embargo, con el paso del tiempo, las cosas fueron cambiando. La niña comenzó a sentir un frío penetrante en el pecho y una opresión en el estómago al ver el estrecho vínculo que tenían sus dos hermanas y el señor Garzón. Era algo muy parecido a la relación de Lala con su mamá: un apego maravilloso que no puede explicarse, complicidad, confianza. Ese frío fue tomando fuerza y se extendió por sus brazos, su espalda, su cuello y su cabeza, incluso en los días más soleados.
Lala tenía ocho años, cuando todo se enredó.