Читать книгу La lagartija - Luisa Noguera - Страница 8

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IV

Preso en un marco de madera

Cuando sentimos que algo nos duele, por lo general ya lleva tiempo creciendo dentro de nosotros antes de hacerse notar. Es algo así como la gripe que entra a nuestro cuerpo cual virus microscópico, pero deben pasar varios días antes de que se manifieste en fiebre, tos y mocos.

Un día, comenzó a hacerse evidente un inusual mal humor en Lala. Venía del prado que rodeaba su casa, donde, después de llegar del colegio, le gustaba pasar un rato recostada sobre el pasto buscando la guarida de algún saltamontes, mirando cómo se acicalaban las moscas o tratando de contar las hormigas que marchaban en larga fila hacia su hormiguero. Sentados en las gradas de la entrada de su casa, el señor Garzón y su hermanita Sol hablaban animadamente.

Sol tenía cuatro años y era muy parlanchina. Estaba contándole a su padre acerca de un gato abandonado a unas calles del preescolar, un animalito negro, flacuchento y pequeño, con el pelo opaco y tieso que, ella aseguraba, se convertiría en una hermosa pantera negra al crecer.

—Papá —le dijo—, ¿imaginas lo que sería tener una pantera negra en la casa? Nunca, pero nunca, escúchalo muy bien, nunca ningún ladrón intentaría meterse. Podríamos recogerla ahora que es tan pequeñita, se va a encariñar con nosotros y ¡jamás intentaría comernos!

El señor Garzón se reía con cada cosa que su hija le decía, le hacía preguntas para que siguiera con su historia, que se iba haciendo cada vez más loca y parecía resumirse en que Sol quería adoptar al gato.

Los dos estaban absortos en su conversación, cuando Lala llegó y se quedó mirándolos a unos pasos de distancia. Su rostro se puso serio, aquella cosa rara que había comenzado a sentir en su estómago la oprimió con fuerza y las lágrimas se asomaron a sus ojos.

—Lala, ven —dijo el señor Garzón abriendo sus brazos al verla—, siéntate con nosotros.

Pero la niña apresuró el paso y entró a la casa, acariciando la cabeza de su hermana al pasar a su lado. Subió corriendo las escaleras, entró a su cuarto y cogió la foto del señor Gartija.

—¿Por qué no hablas conmigo? —dijo levantando el marco a la altura de su cara. Luego, se sentó en su cama y miró a lo lejos a través de la ventana.


Sentía un enorme enojo y no sabía contra quién: no era contra Sol, a quien quería mucho; ni contra el señor Garzón; ni contra su mamá; ni contra Alba, su hermanita menor que todavía hablaba a media lengua. Entonces entendió que su enojo era contra el señor Gartija, que no dejaba de sonreír dentro de ese tonto marco de madera.

—Háblame —insistió, y comenzó a llorar como nunca antes lo había hecho.

A la hora de cenar, Sol subió a llamar a Lala, que se había quedado dormida enroscada en su cama, pero la niña no quiso bajar a comer. Tenía los ojos hinchados, pues había llorado mucho antes de dormirse; el mal humor se había disipado y en su lugar había vuelto, fortalecida, la adormilada tristeza.

—Lala está enferma —fueron las palabras de Sol mientras se sentaba a la mesa—, dice que no quiere comer.

El señor Garzón y la señora Realpe se miraron preocupados y en dos brincos subieron la escalera. El cuarto estaba en penumbra y al sentir los pasos de sus padres cerró los ojos fingiendo dormir.

—No tiene fiebre —dijo el señor Garzón retirando la mano de la frente de la niña.

—Está muy pálida —señaló la señora Realpe buscando una cobija para abrigarla.

La miraron un rato sin saber qué hacer y decidieron dejar que durmiera un poco más. Posiblemente estaba incubando aquel virus que produce fiebre, tos y…

La lagartija

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