Читать книгу La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana) - Luke Arnold - Страница 10

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Capítulo Cinco

Me perdí la mañana por media hora y me desperté con el sol de la tarde dando en mi ventana. En teoría, no se podía vivir en el 108 de la calle Principal, Sunder City. Era zona comercial. Sin embargo, el inquilino anterior había instalado una cama desplegable que podía bajarse de la pared durante la noche y luego volver a guardarse durante las horas laborales. El propietario, Reggie, no tenía problema en hacer la vista gorda siempre y cuando pudiera pedirme algún favor ocasional.

Yo tenía un escritorio, dos sillas que no hacían juego y una mesa que se había convertido en barra. Había un sombrerero en una esquina, eternamente desprovisto de sombreros, y un cesto de basura espolvoreado con Clayfields secos. Había un fregadero y un espejo en otra esquina, pero el baño estaba en el vestíbulo. La vieja alfombra estaba tan café como las maderas, y casi igual de dura.

Saliendo de mi oficina (por la primera puerta), la puerta de la izquierda pertenecía a una mujer lobo que tenía su propia firma de derecho de familia. Ella trabajaba los días de semana por la mañana y las únicas visitas que recibía eran grupos de descendientes en disputa por las magras finanzas de sus padres fallecidos.

La oficina de la derecha había estado vacía desde la muerte de Janice. Ella era una sátira anciana que había entrenado guerreros durante la Guerra Sagrada, cuando su especie intentó recuperar sus tierras de los centauros. Su negocio después de la Coda era una especie de fisioterapia con la que ayudaba a criaturas que habían sido mágicas a adaptarse a sus nuevos cuerpos.

La mayor parte de su trabajo era a domicilio. Cuando falleció, el verano pasado, yo me había ido de viaje por un trabajo y tardaron semanas en encontrarla. Cuando el viento sopla desde el sur, todavía puedo olerla a través de las paredes. Reggie trató de limpiar el lugar con la esperanza de volver a alquilarlo. Retiramos la alfombra, lavamos las paredes, fumigamos todo el suelo y quemamos un bosque de salvia, pero la vieja testaruda no pensaba irse a ningún lado.

Me arrastré desde la cama rechinante hasta el teléfono y arreglé otra cita con el director. Él se mostró ansioso por recibirme ese día al cierre de la escuela. Mientras tanto, yo vería si podía encontrar algo más que un puñado de arena.

La suela de mi bota izquierda colgaba como la lengua de un perro agitado. No era sorpresa. Me había arrastrado por sobre demasiados kilómetros de esta ciudad. No me quedaba otra que encintarla y hacer una nota mental de invertir un poco de mis nuevas ganancias en un zapatero antes de malgastarlas.

Una vez vestido, me eché algo de agua en el rostro y bajé las escaleras.

“Ay no. Hoy es martes”.

El tipo de cabello plateado había estado toda la semana vaciando la lavandería automática en la planta baja de mi edificio. Habría medido más de dos metros si no hubiera tenido esa joroba que parecía tan dolorosa. Había tenido muy poca ayuda de su nieto, que se distraía muy fácilmente y se quejaba cada vez que recibía una instrucción. El café en potencia abría a la calle, justo al lado de la entrada al edificio, por lo que el anciano se las arregló para llamar mi atención absolutamente todos los días.

—¡Abrimos el martes! —me diría.

—Allí estaré —le respondería yo, y entraría al edificio con una prisa fingida para esperar clientes que nunca vinieron.

A pesar de mi usual aversión hacia las interacciones sociales, el viejo había despertado mi curiosidad. La mayoría de la gente seguía tratando de emparchar su vida anterior; los trasgos del valle Aaron estaban intentando hacer funcionar sus viejos inventos con electricidad en lugar de con magia, las organizaciones criminales de gnomos habían llevado sus actividades subterráneas a la superficie, y yo había oído que toda una tribu de gigantes se había aliado con Mortales con la esperanza de que los ingenieros humanos pudieran encontrar la forma de reforzarles el cuerpo con maquinaria. Por todo Archetellos, la gente intentaba hacer lo mejor posible para volver a las viejas costumbres. Este era el primer tipo que yo había visto que tuviera los huevos suficientes para empezar algo nuevo.

Allí estaba, de pie afuera de su restaurante vacío, con una sonrisa de un niño de cinco años en un rostro de mil años de edad.

—Justo el hombre al que estaba buscando —le dije. Me guio hacia adentro con un gesto practicado, yo tomé asiento en una silla crujiente y leí detenidamente el menú escrito a mano—. Especial de desayuno. Huevos pasados por agua.

El hombre miró su reloj.

—Señor, es la una de la tarde.

Yo miré mi reloj también.

—Está en lo cierto. También le pido un whisky. Solo y doble.

El anciano rostro mantuvo amplia la sonrisa mientras yo le devolvía el menú. Hizo un gesto elegante con la cabeza y volvió a la cocina.

El suelo del restaurante era de cemento, mayormente. Había tres losas en una esquina, pero era imposible discernir si se trataba de una nueva adición a la espera de completarse o si era el remanente de una vida pasada. Había una docena de mesas, y a cada una se le habían asignado dos sillas, un mantel blanco y una vela nueva sin encender. Años de quemaduras químicas y de inundaciones habían pintado los ladrillos rojos con un patrón distintivo, como si una orgía de arcoíris enfermos estuviera trepándose a la pared. Aun así, las mesas estaban lindas y el lugar se veía limpio.

El viejo me hizo pensar en Edmund Rye, que se había volcado a la enseñanza después de trescientos años de vida. Mientras otros se lamentaban por lo perdido o se arrastraban hacia su pasado, él apostaba a pasar sus conocimientos.

¿Cómo era que Rye estaba tan preparado para aceptar lo que había sucedido? Quizás era tan solo su naturaleza. Si él realmente era uno de esos pocos que sabían que se les había acabado el tiempo, pero que igual querían mejorar las cosas para los demás, yo necesitaba encontrarlo pronto; muerto, no-muerto o vivo.

Le llevó veinte minutos al viejo volver con mi plato, e hizo una pequeña reverencia al apoyarlo sobre la mesa en frente de mí.

—¿Y el whisky? —pregunté.

—Por supuesto. ¡Francis!

El nieto haragán vino de la cocina a paso lento con una botella de whisky sorprendentemente aceptable. Se la entregó al canoso y volvió a desaparecer en las entrañas del restaurante.

Los dedos del viejo temblaron al destapar la botella nueva y servirme generosamente.

—Solo y doble —dijo con un orgullo que pareció fuera de lugar para la situación. Fue entonces que en sus ojos se me reveló la presión del papel que yo desempeñaba.

Yo era el primer comensal. “Mierda”. En su mente, todos los sueños y esperanzas de su establecimiento dependían de la reseña que yo le haría. A regañadientes, dirigí mi atención al plato.

Lo primero que noté fueron los hongos. Era difícil no hacerlo. Eran del tamaño de posavasos y estaban preparados en una salsa tan acuosa que podía definirse como sopa. Tuve que usar la cuchara para quitarlos del medio y poder ver el resto de la comida. No era mucho mejor.

Cuando corté los huevos, quedó a la vista una cucharada de tiza donde había estado la yema. Los tomates se habían licuado, se habían levantado en armas y habían atacado el pan tostado, lo que dejó como resultado una pasta roja que se veía como los desechos de una cirugía. Había algo negro en la esquina del plato podía ser una salchicha o quizás alguna clase de fruta. Lo dejé ser.

Cuando bebí un sorbo del whisky en lugar de probar bocado, él pareció entender el mensaje.

—¿No gusta?

No pude protestarle.

—No, se ve maravilloso. Pero se me ocurre que quizás sea un poco tarde para desayunar.

Él se inclinó y reexaminó el plato.

—Ah, sí. Cocí los huevos demasiado.

—Un poco.

—Usted los quería poco cocidos.

—No es problema.

—Lo lamento. Volveré a intentarlo.

—No, está bien. De todas maneras, tengo que irme.

—¿La próxima vez?

—Ok.

—Los haré poco cocidos.

—Fantástico. Me aseguraré de traer mi apetito.

Levantó el plato y volvió a la cocina, sosteniéndolo bajo la nariz y murmurando entre dientes.

—Ah, sí. Los tomates, muy blandos.

Una discusión acalorada comenzó a oírse desde la cocina mientras yo arrojaba algo de efectivo sobre la mesa y me terminaba el trago. No estaba enojado, tan solo quería irme de allí. El tipo era de admirar. Tenía el triple de años que yo y estaba comenzando de nuevo. No creo que yo hubiera comenzado en primer lugar.


Tenía que hacer tiempo antes de reunirme con el director Burbage, así que fui hacia el norte por la calle Riley en dirección a Jimmy’s, el bar favorito de Rye, según la bibliotecaria. La entrada era una escalera estrecha entre el negocio de los curtidores y una pequeña carnicería que había cerrado hacía mucho tiempo; los carteles descoloridos todavía ofrecían conejo asado (un plato favorito entre los hombres lobo) y algunos cortes controvertidos como bife de grifo. Una pequeña pegatina roja en la puerta decía “Donaciones de sangre a pedido”. No quedaba claro si el carnicero hacía el pedido a un proveedor o si se abría una vena propia. No me gustaba ninguna de las opciones.

Subí las escaleras hasta una puerta negra e intimidante que daba a una habitación sin ventanas, pequeña y melancólica.

Era algo de otra época, de una época mejor. La barra estaba perfectamente lustrada y reflejaba el brillo de la araña colgante. Las banquetas estaban forradas con terciopelo rojo y había cinco cubículos recién tapizados contra la pared trasera. Incluso había pequeños cuencos de nueces tostadas en todas las mesas. Entré como si nada, tomé un puñado de nueces de uno de los cuencos y esperé que las cabezas se voltearan. No tomó mucho tiempo.

Había dos clientes: un hechicero de cabello largo con las mejillas hinchadas y un gnomo de traje blanco y sombrero con pluma al tono. El camarero era un trozo de bife de un metro ochenta con un gran ojo en el centro de la cabeza. Senté mi vulgar humanidad sobre una de las elegantes banquetas y arrojé algunas monedas sobre la barra.

—Leche de álamo tostada.

El viejo un-ojo no se movió un centímetro.

—Acá no hay de ese jarabe de mierda —gorjeó.

Eché una mirada a los botelleros que había detrás de él: todas cosechas exóticas y costosas, similares a las botellas que había visto en lo de Rye, y muy por encima de mi presupuesto.

—Solo deme algo fuerte.

El cíclope resopló y vino hacia mi parte de la barra. Usó una de las salchichas gruesas que tenía por dedos para mover las monedas mientras las contaba mentalmente. Entonces fue al fregadero.

Tomó un vaso de la pila de trastos sucios y se lo limpió en el delantal. Abrió el grifo, llenó el vaso con agua y lo colocó delante de mí. Entonces se sorbió la nariz, se inclinó hacia adelante y escupió dentro del vaso.

—Ahí tienes lo fuerte.

Ni siquiera intenté adivinar qué había hecho que el bruto se enfadara conmigo tan rápidamente. Podía haber sido mi atuendo y mis botas encintadas. Podía haber sido mi actitud de buscapleitos. Podía haber sido el hecho de que yo era humano. O quizás, el hecho de que yo tengo uno de esos rostros que la gente sueña con meter dentro de una colmena.

Bueno, no tenía sentido molestarme con sutilezas.

—Estoy aquí para preguntar sobre un vampiro.

Las fosas nasales de un-ojo se inflaron, pero no dijo nada. En cambio, tomó las monedas, una por una, y dejó la última sobre la barra, solitaria. Apoyó su índice sobre la moneda y la empujó hacia mí.

—Tu cambio —gruñó, y sonó como un tractor para cortar pasto con el burro de arranque roto. Estiré la mano para tomar la moneda.

—Gracias.

¡SLAM!

Dejó caer su puño carnoso sobre el dorso de mi mano. Levanté la otra pensando que el otro puño me iba a dar en el rostro, pero en lugar de eso, él se estiró, me tomó la manga de la chaqueta y la levantó.

Encontró lo que estaba buscando: los cuatro tatuajes.

—Hola, hola. ¿Qué es esto?

Señaló la banda negra y gruesa más cercana a la muñeca.

“Un recluso”.

Luego, el diseño detallado con el brillo verde oliva.

“Un recluta”.

La marca sólida del ejército.

“Un soldado”.

El código de barras.

“Y un criminal”.

Le devolví mi sonrisa más dulce.

—Casi. La segunda es del ballet de jazz. No te preocupes, es un error común.

Entonces vino la segunda mano. Un puñetazo en el lado del rostro, que podría haber sido de la pata trasera de un caballo de arado.

Lo soporté sin hacer nada al respecto. No me quedaba otra. Había entrado al lugar y había comenzado a soltar la lengua y, si extraía el cuchillo, probablemente tendría que utilizar pinzas para quitar mis dientes de la barra.

Su única ceja, que parecía una oruga, se arrugó hacia mí, diciéndome que era el momento de que me largara. Una vez que volví a tener sensibilidad en los dedos, volví a estirar la manga lentamente.

Me tambaleé por un momento, hasta que la habitación dejó de girar, luego tomé el vaso de agua y bebí el contenido. Era una jugada estúpida que no lograba nada, pero yo siempre trataba de generar algo de entretenimiento.

—Gracias por el trago.

Me metí el vuelto en el bolsillo y traté de ponerme de pie con dignidad. Por desgracia, me la había olvidado sobre la mesa de noche. El pequeño gnomo del traje blanco murmuró algo en mi dirección. Los oídos me zumbaban demasiado para poder oírlo, pero no me importó. Pasé flotando a su lado, bajé las escaleras y me encontré bajo el cielo gris. Si Edmund Albert Rye no era más que recuerdos y polvo, yo todavía no necesitaba perder la cabeza por él.


Con la resaca que me dio el puñetazo, vagué por las calles dejando que mi mente se pusiera a tiro. Me dije a mí mismo que no tenía un destino fijo. Que iba sin un sentido. A la deriva. Pero yo no sabía mentir muy bien, ni siquiera a mí mismo. No fue casualidad que acabara llegando adonde llegué.

La mansión abandonada se veía más oscura que el resto de la ciudad, incluso durante las primeras horas de la tarde. El último gobernador de Sunder fue un ogro llamado Lark, que invirtió cinco años y una fortuna del dinero de los contribuyentes para construirse ese hogar. No fue todo malgastado, sin embargo. Una afluencia constante de dignatarios extranjeros había subido esos escalones para llenarse con comida y vino, y luego, ser coaccionados con algún acuerdo por nuestro bullicioso líder.

Lark estaba cabalgando un centauro cuando la magia se quebró. La columna vertebral del centauro siguió el ejemplo y el gobernador Lark se desplomó encima de él. La historia llegó a la ciudad, pero no sus cuerpos. Sunder City dejó de tener gobernadores después de eso, y la mansión quedó deshabitada. Casi.

Los portones oxidados estaban torcidos y cayéndose de las bisagras, y así se mantenían cerrados. Los separé a la fuerza con un chirrido que me hizo rechinar los dientes y me metí por el hueco.

Las telarañas gruesas y anudadas que bordeaban el sendero hasta la puerta de entrada me alegraron el corazón. Hacía bastante tiempo, quizás desde mi última visita, que no pasaba nadie por allí. Era lo que siempre deseaba. Yo vivía con el miedo constante de que algún vándalo o un vagabundo descuidado subiera los escalones y alterara lo que había adentro. ¿Qué podía hacer yo si eso sucedía? No tenía forma de preservar ese lugar o de vigilarlo día y noche. Ah, yo lo consideraba. Con demasiada frecuencia. Pero no es lo que ella hubiera querido.

El frente de la mansión estaba hundido como el rostro de una abuela antiquísima, gastado y curtido y abandonado. Una maceta de arcilla tenía un arbusto muerto hacía mucho tiempo, y cuando la levanté, las ramas se deshicieron y se convirtieron en polvillo. Debajo de la maceta había una llave. Yo podría haber forzado con una mano el cerrojo de la puerta podrida si así lo hubiera querido, pero volteé la llave con gentileza, como si las propias piezas de latón se fueran a resquebrajar.

En el interior, el aire tenía un fuerte aroma a mantillo y césped mojado. Por las grietas del techo entraba luz, e iluminaba el polen y el polvo que se arremolinaban por entre las columnas del vestíbulo de entrada. Alguna vez había sido grandioso. Las paredes, antes de un blanco inmaculado, ahora estaban tapizadas con musgo grueso. La escalera de mármol, que parecía indestructible, había sido despedazada por raíces salvajes y hierbajos.

Había enredaderas, gruesas y entrelazadas, que surcaban el suelo y trepaban por las instalaciones. Se metían por debajo de las tablas del suelo, o aparecían por los rellanos de las puertas, se unían en el centro de la habitación y se envolvían alrededor de lo que parecía un centro de mesa puesto con sumo cuidado.

Yo solía preguntarme qué se sentiría entrar en esa casa sin saber lo que sabía. Probablemente, yo creería encontrarme frente a la escultura de madera tallada con el más fino detalle que jamás se hubiera creado.

Estaría seguro de que el rostro de la mujer, hecho de madera pálida, era el sueño de un artista, si no hubiera visto esas mejillas llenas de color.

Me imaginaría que el cabello, desmenuzado en tiras de corteza rizada, era una creación irreal, si nunca lo hubiera dejado correr por entre mis dedos.

Miraría esos labios perfectos y admiraría las manos hábiles que les habían dado forma a partir de un trozo de madera frío y muerto, si se me permitiera olvidar el calor que esos labios habían vertido sobre los míos.

Tenía los brazos aferrados a la barriga, como si le doliera. Así fue, cuando todo terminó. Su alma le era arrancada del cuerpo como una página de un libro mientras sus manos destrozadas trataban de mantener todo unido.

De esos dedos, alguna vez tan delicados, habían brotado enredaderas salvajes que envolvían el cuerpo frágil y lo estrangulaban. La última vez, las rajaduras habían sido delgadas. Apenas perceptibles. Ahora se estaban extendiendo. Tenía la barriga llena de fisuras. Una línea de fractura enorme le había llegado hasta el pecho izquierdo y lo había partido en dos. El uniforme blanco de enfermera que lo había cubierto ahora era una masa podrida de algodón color café.

Yo quería tocarla. Sentí el dolor de mis dedos temblorosos en su necesidad por acariciar ese rostro astillado, pero el miedo los mantuvo en su sitio. Incluso el toque más suave podía acelerar la descomposición.

Ese cuerpo alguna vez contuvo el espíritu más fuerte que el mundo hubiera conocido. Ahora, un golpe ligero podía hacerlo pedazos. Durante las noches de mucho viento, permanecía despierto en mi cama, y me imaginaba ese rostro quebrándose y dividiéndose, con el temor de que la siguiente vez que la viera ella no sería más que hollín y astillas.

Pero allí estaba. Pendiendo de un hilo. Incluso ahora, con la piel despegándosele en láminas, el cuerpo convertido en un tocón resquebrajado, ella era lo más resistente que yo había visto.

Me senté sobre las cerámicas partidas, llenas de hierbajos, con miedo de que incluso mi respiración pudiera dañarla. Miré los ojos que ahora eran nudos de madera fríos y traté de que mi memoria los llenara de vida, pero ese tipo de magia murió al mismo tiempo que ella.

Había una pequeña rama de enredadera cruzándole la frente con tanta fuerza que le estaba dejando un surco en la piel. Extraje el cuchillo de mi cinturón. No pude evitarlo. Con un corte cuidadoso, la rama quedó suelta.

Hubo un crujido suave, pero no se le desprendió nada. La marca que le cruzaba el rostro era pequeña. Con el tiempo, le habría hecho un tajo por la coronilla.

Extraje la foto de Rye de mi bolsillo y la coloqué en el suelo, entre nosotros.

—Este tipo está desaparecido. Pareciera que se trata de uno de los buenos. Lo encontraré, si puedo. Su cuerpo, si eso es todo lo que queda. Quizás imparta algo de justicia si alguien le hizo daño. Yo…

Estaba haciendo el ridículo. Ella me lo diría, si pudiera. Lo que daría para que ella se riera de mí una vez más.

“¿Es esto… es esto lo que querías?”.

Ella dijo la misma cantidad de nada que me decía cada vez que yo pasaba por allí. Desvié la vista de ese rostro congelado y dejé que la cabeza me cayera hacia adelante. En el silencio, se oyó el crujido y el chasquido de las ramas.

—Yo ya no estaría aquí —le susurré a la madera petrificada—. Si no te hubiera prometido a ti que me quedaría, ya no estaría aquí. De una manera u otra. No sé si agradecerte o maldecirte. Solo quería que supieras… que lo estoy intentando.


Sentía los ojos hinchados cuando salí de nuevo al sol. Por el polvo, me dije a mí mismo. A lo largo de la calle, el abrir y cerrar de las puertas rompía el silencio. Iba a terminar el horario escolar y los padres se dirigían a recoger a sus pequeños. Volví a guardar la llave, reacomodé el portón oxidado y le recé a quien pudiera estar oyendo que todo siguiera allí cuando yo volviese.

La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana)

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