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Capítulo Dos

Esperé en la salita que daba a la oficina del director sentado en un banquito que me dejaba las rodillas a la altura del pecho. Burbage estaba adentro, detrás de una puerta de cristal, hablando por teléfono. Yo no podía distinguir todas las palabras, pero él parecía estar a la defensiva. Supuse que alguien, probablemente algún otro miembro del personal, no estaba muy feliz con su presentación. Al menos yo no era el único.

—Sí, sí, señora Stanton, debe de haber sido algo chocante para él. Es cierto que es un niño muy sensible. Quizás compartir con sus compañeros la experiencia de comprender todo esto sea justo lo que necesita para unirlos más… Sí, un sentimiento de conexión, exacto.

Me arremangué la manga izquierda y me froté la muñeca. Tenía cuatro anillos negros tatuados en el antebrazo, como brazaletes chatos que se extendían de la base de la mano hasta el codo: una línea continua, un diseño con detalles, un sello militar y un código de barras.

A veces se sentía como si estuvieran en llamas. Lo que era imposible. Me los habían hecho hacía años, por lo que el dolor del tatuaje en sí había desaparecido hacía rato. Era la vergüenza de lo que representaban lo que seguía volviendo a hurtadillas.

La puerta de la oficina se abrió. Dejé caer el brazo para que la manga se volviera a acomodar, pero no fui lo suficientemente rápido. Burbage pudo ver bien mi tatuaje y se quedó de pie en la entrada de su oficina con una sonrisa cómplice.

—Señor Phillips, entre por favor.

La oficina del director estaba metida en la esquina trasera del edificio, oculta de la luz del sol de la tarde. Una biblioteca bien surtida y un globo terráqueo polvoriento flanqueaban su escritorio, que estaba atestado de papeles, servilletas usadas y pilas de libros de texto muy gastados. En la esquina, había una lámpara verde que iluminaba la habitación como si nos estuviera haciendo un favor.

Burbage estaba tan desaliñado que hasta yo me di cuenta. Pantalones cafés y una camisa azul pálido con volados y sin corbata. Su cabello despeinado comenzaba en el medio de la parte de atrás de su cabeza redonda, y le llegaba a los hombros. Burbage se sentó en un sillón de cuero a un lado del escritorio. Yo tomé la silla opuesta e hice todo lo posible por sentarme derecho.

Comenzó limpiando sus gafas. Se las quitó y las colocó sobre el escritorio, frente a él. Entonces extrajo un paño blanco y prístino del bolsillo de la camisa. Volvió a tomar las gafas, las sostuvo a la luz y masajeó suavemente los cristales con la punta de los dedos. Fue mientras frotaba las gafas que noté sus manos. Evidentemente, la idea era que yo las notara. De eso se trataba toda esa exposición.

Cuando estuvo seguro de que yo había comprendido su pequeña performance, volvió a ponerse las gafas, apoyó las palmas de las manos sobre el escritorio y golpeteó la madera con los dedos. Cuatro en cada mano. Sin pulgares.

—¿Está familiarizado con el ditárum? —preguntó.

—¿Estoy aquí para tomar una clase?

—Tan solo me estoy asegurando de que no la necesite. Me han dicho que usted ha vivido muchas vidas, señor Phillips. Que tiene mucha más experiencia de la que su edad sugeriría. Quisiera estar seguro de que su reputación es merecida.

No me gusta pasar por el aro, pero tenía demasiada urgencia por el dinero que podía haber del otro lado.

—Ditárum: la técnica utilizada por los hechiceros para controlar la magia.

—Correcto. —Levantó la mano derecha—. Utilizando los cuatro dedos para crear patrones intrincados específicos, podíamos abrir pequeños portales de los que emergía magia pura. Los grandes maestros del ditárum (y déjeme decirle que había solo un puñado) eran coronados como Lumrama. ¿Lo sabía?

Negué con la cabeza.

—No. —Sonrió de una manera que me desconcertó—. Me imagino que no. Los Lumrama eran hechiceros que habían logrado tal grado de habilidad que podían usar hechicería para cualquier tipo de ejercicio. Desde ataques en el campo de batalla hasta las tareas más insignificantes de la vida cotidiana. Con solo cuatro dedos, podían hacer cualquier cosa que necesitaran. Y para probarlo…

¡BANG! Estampó la mano contra el escritorio. Supongo que quería hacerme estremecer. Lo desilusioné.

—Para probarlo —repitió—, los Lumrama se amputaban los pulgares. Los pulgares son herramientas toscas, primitivas. Extirparlos era prueba de que habíamos ascendido del nivel básico de la existencia y que nos habíamos apartado de nuestros primos mortales. El viejo apuntó con sus manos mutiladas en mi dirección y movió los dedos, riéndose como si fuera una gran broma.

—Bueno, qué sorpresa nos llevamos.

Burbage se inclinó hacia atrás en su asiento y me inspeccionó. Tuve la esperanza de que finalmente comenzáramos a hablar de lo que me había llevado allí.

—Entonces, ¿usted es un Hombre a sueldo?

—Así es.

—¿Por qué no se presenta directamente como detective?

—Tengo miedo de que eso me haga sonar inteligente.

El director arrugó la nariz. No sabía si yo estaba intentando ser gracioso; mucho menos si lo había conseguido.

—¿Cuál es su relación con el departamento de policía?

—Tenemos conexiones, pero son tan escasas como puedo permitírmelo. Cuando vienen a golpear a mi puerta, tengo que atenderlos, pero la protección y la privacidad de mis clientes vienen primero. Hay líneas que no puedo cruzar, pero las empujo tan lejos como puedo.

—Bien, bien —murmuró—. No es que haya nada ilegal de lo que preocuparse, pero este es un asunto delicado y el departamento de policía es un recipiente que tiene muchas filtraciones.

—Eso no se lo voy a discutir.

Sonrió. Le gustaba sonreír.

—Un miembro del personal ha desaparecido. El profesor Rye. Enseña Historia y Literatura.

Burbage deslizó una carpeta sobre la mesa. Adentro había una reseña de tres páginas sobre Edmund Albert Rye: empleado a tiempo completo, un metro con noventa y seis, trescientos años de edad…

—¿Dejan que un vampiro dé clases a niños?

—Señor Phillips, no sé cuánto sabe usted de la Raza de Sangre, pero han recorrido un largo camino desde aquellas crónicas de terror de la historia antigua. Hace más de doscientos años, formaron la Liga de los vampiros, un sindicato de los no-muertos que juró proteger, y no cazar, a los seres más débiles de este mundo. Solo tenían permitido alimentarse a través de donantes de sangre voluntarios o de aquellos condenados a muerte por la ley. Exceptuando algún renegado ocasional, considero a la Raza de Sangre la especie más noble que haya surgido jamás del gran río.

—Disculpe mi ignorancia. Nunca me crucé con uno. ¿Cómo les está yendo luego de la Coda?

Mi ingenuidad pareció complacerlo. No cabía duda de que Burbage era un hombre que disfrutaba impartir conocimientos al ignorante.

—La población vampírica ha sufrido tanto como cualquier otra criatura del planeta, si no más. La conexión mágica a la que accedían drenando la sangre de otros se ha cortado. Ya no obtienen la fuerza vital mágica que antes aseguraba su supervivencia. En pocas palabras, están muriendo. Lenta y dolorosamente. Marchitándose, convirtiéndose en polvo como cadáveres al sol.

Retiré una foto de la carpeta. Las únicas señales de vida en el rostro de Edmund Rye eran los ojos sumamente concentrados que luchaban por salir de sus cuencas. No era mucho más que un fantasma: los orificios nasales cavernosos, el pelo parecido a algodón viejo y la piel que se le estaba descascarando.

—¿Cuándo tomaron esta foto?

—Hace dos años. Ha empeorado.

—¿Él estaba en la Liga?

—Por supuesto. Edmund fue un miembro fundador crucial.

—¿Siguen activos?

—Técnicamente, sí. En su estado de debilidad, la Liga ya no puede cumplir con su juramento de protección. Todavía existen, aunque sea solo de nombre.

—¿Cuándo decidió Rye hacerse maestro?

—Hace tres años hice el anuncio de que iba a fundar Ridgerock. Causó bastante conmoción en la prensa. Antes de la Coda, una escuela de especies cruzadas habría sido muy poco factible. Imagínese tratar de obligar a un Enano a asistir a una clase de pociones o poner a gnomos y a ogros en una misma cancha. Habría sido imposible para cualquier niño recibir una educación adecuada. Ahora, gracias a su especie, todos hemos caído al nivel básico. —Me estaba provocando. Decidí no morder el anzuelo—. Edmund se me acercó la semana siguiente. Él sabía que no le quedaban muchos años por delante y esta escuela era un lugar donde él podría transmitir la sabiduría que había adquirido durante su larga e impresionante vida. Ha servido con lealtad desde el día de apertura y es un miembro muy querido del personal.

—Entonces ¿dónde está?

Burbage se encogió de hombros.

—Ha pasado una semana desde que vino a dar clases. Les hemos dicho a los alumnos que está de licencia por asuntos personales. Vive arriba de la biblioteca de la ciudad. He agregado la dirección en su informe, y la bibliotecaria sabe que usted va a ir.

—Todavía no acepté el trabajo.

—Lo hará. Es por eso que le pedí que viniera temprano. Sentía curiosidad por saber qué clase de hombre emprendería una carrera como la suya. Ahora lo sé.

—¿Y qué clase de hombre sería ese?

—Uno con culpa.

Observó mi reacción con sus ojos estrechos y sabelotodo. Volví a meter la foto en la carpeta.

—Ya ha pasado una semana. ¿Por qué no acudir a la policía?

Burbage deslizó un sobre por la mesa. Pude ver las hojas de bronce en el interior.

—Por favor, encuentre a mi amigo.

Me puse de pie, tomé el sobre y separé de los billetes la suma que consideré justa. Era un tercio de lo que me estaba ofreciendo.

—Esto cubrirá hasta el fin de semana. Si no he encontrado algo para entonces, hablaremos de extender el contrato. —Me puse el dinero en el bolsillo, enrollé la carpeta, la metí en el interior del abrigo y me dirigí hacia la puerta. Entonces me detuve un momento—. Esa película no diferenció entre el Ejército humano y el resto de la humanidad. ¿No es un poco irresponsable? Podría ser peligroso para los estudiantes humanos.

En la poca luz que había, lo vi aplicar esa sonrisa condescendiente que tan bien le salía.

—Mi estimado amigo —dijo alegremente—, ni se nos ocurriría tener un niño humano aquí.


Afuera, el aire me refrescó el sudor del cuello de la camisa. La guardia de seguridad me dejó ir sin mediar palabra, y yo tampoco se la pedí. Me dirigí hacia el este por la calle Catorce sin mucha esperanza de lo que pudiera llegar a hallar. El profesor Edmund Albert Rye: un hombre cuya expectativa de vida había vencido hacía varios siglos. Yo dudaba que pudiera volver con algo más que una historia triste.

No me equivocaba. Pero a la historia se le estaban agregando elementos que mordían.

La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana)

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