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Capítulo Tres

Sunderia era una tierra inhóspita, que no tenía pueblos nativos. En 4390, una banda de cazadores de dragones fue en dirección a unas llamas que había en el horizonte, pensando que se estaban acercando a una presa. En cambio, descubrieron la entrada a una hoguera subterránea muy volátil. En lugar de lamentarse de su error, decidieron darles uso a las llamas.

Sunder City comenzó su vida como una gran fábrica, propiedad de aquellos que la habían fundado. Durante las primeras décadas, los únicos habitantes fueron los trabajadores, que pasaban sus días fundiendo hierro, cociendo ladrillos y colocando cimientos. A medida que la ciudad comenzó a tener estabilidad, aquellos que terminaban su contrato se sentían menos inclinados a irse, por lo que establecieron hogares y negocios. A la larga, Sunder necesitó un liderazgo independiente de la fábrica, por lo que se eligió al primer gobernador: un constructor Enano llamado Ranamak.

Ranamak había venido a Sunder como asesor de construcción y nunca se decidió a irse. Tenía todas las habilidades que los sunderianos valoraban: fuerza, experiencia y afabilidad. Era un tipo simple con un gran conocimiento sobre minería, por lo que la mayoría de los lugareños estuvieron de acuerdo en que era el líder perfecto.

Después de veinte años, la mayor parte de Sunder City seguía satisfecha con los servicios de Ranamak. El negocio estaba en auge. Los caminos mercantiles estaban activos y todos se estaban llenando los bolsillos. El propio gobernador era el único que creía que su liderazgo era insuficiente.

Ranamak había viajado por el mundo y sabía que Sunder corría el riesgo de obsesionarse con la producción y las ganancias, y de hacer caso omiso a otras áreas de la vida. Tenía miedo de que se estuviera descuidando la cultura de la ciudad y quería encontrar la manera de que Sunder City tuviera un alma. En medio de sus conflictos internos, conoció a alguien que existía completamente por fuera del plano de la productividad.

En esa época, sir William Kingsley era un personaje controvertido; William era el hijo caído en desgracia de una orgullosa familia Humana, se había alejado de sus obligaciones en pos de llevar una vida nómade. Leía, comía, escribía y practicaba el arte frecuentemente denostado de la filosofía.

Kingsley vino a Sunder desparramando poemas e ideas, y de algún modo llegó a la mesa de Ranamak. Según la leyenda, en algún momento entre la cuarta y la quinta botella de vino, sir William Kingsley fue nombrado ministro de Teatro y Arte, el primero de Sunder City.

Durante los siguientes tres años, se aumentaron los impuestos para cubrir el costo de las obras de Kingsley: un anfiteatro, un salón de danza y una galería de arte. Creó el Ministerio de Educación e Historia, que procedió a construir el museo. En unos pocos años, Ranamak y Kingsley transformaron el lugar de trabajo que era Sunder City en una ciudad metropolitana vibrante. Entonces, una turba de contribuyentes enfurecidos los asesinó brutalmente a causa de ello.

Hoy en día, todos los sunderianos parecen opinar lo mismo sobre aquel evento: tenía que suceder, se habían pasado de la raya, pero el período de Kingsley convirtió a la ciudad en lo que es hoy, y todos están orgullosos de lo que ellos lograron.

En el aniversario del asesinato, para honrar sus servicios, la gente de Sunder construyó la biblioteca Sir William Kingsley, un imponente edificio de madera de secoya ubicado sobre una colina de la parte este de la ciudad. Después de una pequeña caminata cuesta arriba, me encontré con una estatua de bronce del mismísimo sir William. Era un sujeto de cara redonda y aspecto jovial, y no tenía cabello. En una mano sostenía un libro, en la otra una botella de vino. Debajo de la estatua había una placa con los icónicos versos de su poema más famoso, Los viajeros:

De la chispa nace el fuego

Que al sendero ha de caer

Por el lodo avanzaremos

Sin jamás poder volver

La biblioteca era uno de los pocos edificios de madera que habían sobrevivido al hábito de Sunder de sufrir combustiones inesperadas. Antes de la Coda, mientras los fuegos aún manaban, las hogueras garantizaban calefacción y energía gratuitas para cada miembro de la población, siempre y cuando no te molestase que, en ocasiones, se esfumara una porción de la ciudad.

La ubicación aislada de la biblioteca la había mantenido a salvo. Casi. Las llamas cercanas habían combado la fachada con tanto calor que al color dorado de la madera le habían quedado vetas negras de carbón. Había un encanto anticuado en los vitrales, los marcos arqueados y la aguja puntiaguda; era un lugar extrañamente espiritual a pesar de haber sido diseñado para albergar libros viejos.

Me gustan los libros. Son silenciosos, decorosos y absolutos. Un hombre puede vacilar, pero sus palabras, una vez escritas, se mantendrán firmes.

Las grandes puertas se abrieron haciendo el sonido de un oso bostezando, y el aroma arcilloso a papel viejo me llenó las fosas nasales.

El interior de la biblioteca parecía más una colección privada que un edificio público. Habían diseñado los pasillos con el fin de acentuar la arquitectura de la habitación, por lo que el lugar era un laberinto intrincado en el que ningún camino llevaba a donde parecía que lo haría. Yo me habría pasado el día de lo más feliz rastreando la edición rústica perfecta para meterme en el bolsillo trasero, pero, para variar, tenía un trabajo que hacer.

Estaba claro que el resto de la ciudad no compartía mi pasión por la biblioteca. Recién después de dar vueltas por las estanterías sinuosas encontré a la única ocupante del lugar, inclinada en uno de los pasillos. La bibliotecaria tenía unos treinta años, llevaba puestos una chaqueta azul marino y pantalones grises. Teníamos aproximadamente la misma edad, pero a ella el tiempo la había tratado como un vino fino, y a mí como leche dejada al sol. Una trenza de cabello café le caía todo a lo largo de la espalda, y tenía la piel de color caramelo con pecas. Me vio acercarse y me sonrió con labios que se le habrían podido arrojar a un marinero en el agua para que no se ahogase.

—Bueno, tú debes de ser el niño de los recados del director. —Se puso de pie y nos dimos la mano. Sus dedos eran largos y delgados, y envolvieron los míos en su totalidad. Eran dedos hechos para la brujería.

—Fetch Phillips —dije—. ¿Cómo sabes que no soy un usuario de la biblioteca?

—Reconozco un bebedor cuando veo uno. Si el sol está camino al horizonte y no tienes una copa en la mano, apostaría mucho dinero a que estás trabajando.

La chica era lista por partida doble: libros y calle. Yo pensaba que ya no había flores así en el jardín.

—Este es un edificio impresionante. ¿Hace mucho que trabajas aquí?

—Diez años —dijo, dejando que sus dedos se deslizaran de mi muñeca—. Pasando por fuego, Coda y vampiro.

—¿Cuál fue peor?

—¿Realmente quieres saber eso, soldado? —Me clavó una mirada que estaba llena de conocimiento, pero libre de culpa, luego pasó a mi lado y caminó por el pasillo—. No fue Ed, sin lugar a dudas. Al principio, me conformaba con tener algo de compañía, pero no me llevó mucho tiempo darme cuenta de lo afortunada que era de que nuestros caminos se hubieran cruzado. El profesor es indudablemente la criatura más inteligente que yo haya conocido. Vamos, te llevaré a su habitación.

Me guio por un estrecho pasadizo de libros hacia una escalera de mano apoyada contra la pared de atrás. Se extendía hacia arriba más allá del sector de novela hasta un agujero que había en el techo.

—Adelante.

Apoyé el pie en el primer peldaño, y la escalera se movió sobre las tablas del suelo.

—¿Tú no vienes?

—Por supuesto. Pero tú llevas puesto un abrigo y yo, pantalones ajustados. Me imagino que un tipo decente se ofrecería a ir primero.

Asentí con la cabeza, sonreí como un idiota y comencé a subir. La escalera tembló cuando ella subió detrás de mí.

—¿El anciano subía por aquí todos los días? —pregunté.

—Lentamente y quejándose, pero siempre decía que el ejercicio le hacía bien.

Ayudé a la bibliotecaria a pasar de la escalera a un pequeño descanso que había al final. Desde allí arriba, tuve la oportunidad de admirar la complejidad de la biblioteca. Las estanterías de libros se curvaban y fluían en cada esquina como las raíces de un árbol rebelde. El sistema de registro debía de ser una pesadilla.

Los largos dedos de la bruja abrieron la puerta y revelaron un espacioso loft construido encima del cielorraso. Ella inclinó la cabeza para pasar por debajo del arco de la entrada y me guio a la habitación, que estaba bañada de luz solar.

Hicimos una pausa para adaptarnos a la luz de la tarde que se filtraba desde todo nuestro alrededor. Los laterales de la habitación eran más ventana que pared. Afuera, el cielo estaba nublado, pero la resolana igual me quemaba los ojos de resaca.

—Originalmente, este piso no estaba y las claraboyas iluminaban todo el edificio. Resultó que el sol dañaba los libros, así que construyeron esta plataforma para mantenerlo a raya. Cuando Edmund la vio, preguntó si podía mudarse aquí.

—¿Este es el hogar de un vampiro?

La habitación era un mundo brillante, sin sombras. Espacioso y circular, con una cama extravagante en el centro y estantes bajos de madera en cada pared.

—Es la sangre— dijo ella.

—¿Qué cosa?

—En los viejos tiempos, Edmund nunca habría podido quedarse en un lugar como este. Pero una vez que las cosas cambiaron y la sangre dejó de servirle como alimento, el sol también dejó de tener efecto sobre él. Creo que es por eso que a él le gustaba tanto este lugar. Compensaba todos esos años en la oscuridad.

Me tomé mi tiempo para examinar la habitación. Los libros que estaban en los estantes y a un lado de la cama eran variados, y no parecían tener un orden. Contra una pared, un botellero impresionante juntaba polvo junto a algunas botellas vacías.

En una de las mesitas auxiliares estaba su correo, abierto, pero sin ordenar. El sobre de arriba de todo estaba marcado con una estrella azul dentro de un círculo y las letras LV: la Liga de los vampiros. Adentro había un boletín informativo producido en masa con datos sobre obituarios, novedades de la comunidad, objetos a la venta y otras mundanidades.

—Llegan todas las semanas —dijo ella—. Los miembros que quedan de la Liga se mantienen en contacto, intercambian historias, tratan de brindar apoyo. Edmund en general los ignora.

Hojeé rápidamente algunos más, pero era como ella decía: invitaciones desactualizadas para reuniones de vampiros y artículos tristes acerca de Norgari, su tierra natal.

—¿Hay alguna chance de que se haya ido de la ciudad?

Ella negó con la cabeza.

—Me lo habría dicho, y no veo cómo. Tan solo caminar a la escuela le lleva una hora, y viajar a caballo o en carruaje lo haría pedazos.

Abrí un baúl de madera pesado que estaba a los pies de la cama y encontré seis bolsas de cuero: los archivos de enseñanza de Rye. Adentro de cada bolsa estaban los documentos necesarios para cada asignatura: listas de clase, esquemas de cursada, materiales de lectura, evaluaciones de los estudiantes. Cada carpeta llevaba título, índice, y estaba en perfectas condiciones; un nivel de cuidado que no era evidente en el resto del desorden que era su vida.

La última bolsa no tenía etiqueta y contenía un juego de carpetas de colores con informes individuales de estudiantes.

—Clases particulares —explicó la bibliotecaria—. Algunos niños interesados en temas específicos pasaban el tiempo con Edmund para que él les enseñara. No creo que hayan sabido en lo que se metían. Él es muy generoso con su tiempo, pero a cambio exige total compromiso. A veces es un poco duro con ellos, pero es solo a causa de la gran pasión que siente. No puede entender por qué no todos comparten su sed de conocimiento. —Una pequeña risa comenzó a escapársele de los labios, pero el miedo la aferró y la arrastró hacia adentro—. Yo creo que la mortalidad lo hizo entrar en pánico. Quiere absorber todo lo que puede, mientras puede, antes de que todo termine.

Hojeé los archivos. Edmund le estaba enseñando a un joven Hombre lobo acerca de la evolución de los híbridos entre humanos y animales, conocidos colectivamente como lycum. Una nereida adolescente quería ser cantante, por lo que Rye la estaba sometiendo a toda la historia de la música. Tenía una buena cantidad de estudiantes que estaban haciendo un curso de “Políticas Modernas entre humanos y Criaturas Mágicas”. Si me las arreglaba para encontrar al profesor, yo mismo podría tomar una sesión de esa clase.

—¿Cómo está de salud?

Su sonrisa, firme hasta ese momento, rodó por el suelo.

—Por como se ve, yo pensé que el día que llegó aquí sería el último. De alguna manera, ha sobrevivido a lo largo de los años, pero estos últimos meses han sido los peores. Su mente resiste, pero el cuerpo le está fallando.

Eché una última mirada por la habitación. ¿Alguien se sorprendería si Edmund Rye estaba muerto? Por supuesto que no. Lo sorprendente era que había durado tanto tiempo.

—Veré qué puedo encontrar —dije—, pero me suena a que quizás la falta de sangre finalmente lo haya alcanzado.

Ella trató de decir algo, pero no pudo encontrar las palabras. En cambio, volvió la cabeza hacia los ventanales. Tomé la bolsa con los archivos de clases particulares y otros documentos personales: anotador, pasaporte, certificado de docente. En el fondo del baúl, debajo de las bolsas, había una pila de papeles encuadernados. Abrí la cubierta en blanco y me encontré con la primera de muchas páginas escritas a mano, con un título que decía Un análisis sobre el cambio, por el profesor Edmund Albert Rye. Parecía que el profesor estaba escribiendo un libro propio. Lo guardé junto a los archivos de clases particulares.

—Me llevaré algunos de estos, si no te molesta. Te prometo devolverlos cuando haya terminado.

Ella solo asintió con la cabeza, su cuerpo todavía orientado hacia el cielo de la tarde. Yo fingí estar ocupado por la habitación hasta que ella pudo ocultar su tristeza y estuvo lista para volver a bajar.


Cuando estuvimos afuera, extraje una tarjeta de negocios del estuche que llevaba en la chaqueta y se la pasé.

—Disculpa, no pregunté tu nombre.

Ella sujetó la tarjeta entre sus dedos delgados y se la metió en el bolsillo.

—Eileen Tide.

—Gracias por tu ayuda, Eileen. Allí arriba pude notar la colección de vinos del profesor. ¿Hay algún bar que a él le gustara frecuentar?

—Jimmy’s. En la calle Tres, arriba del negocio de los curtidores.

Asentí con la cabeza y sonreí, tratando de hacer de cuenta que había algo de esperanza.

—Todavía podría aparecer —comenté, con todo el confort de una nube de tormenta.

—Eso espero. Si me necesitas, estaré aquí todos los días mientras hacemos algunos cambios. Se ha vuelto a imprimir. Del modo humano. Están llegando historias desde todo el continente, y ediciones revisadas de viejos volúmenes que reflejan el nuevo mundo. Tenemos que quitar la mayoría de las publicaciones anteriores a la Coda.

—Pero no pueden tirar la historia a la basura como si nada, ¿no?

Ella se encogió de hombros.

—Los estoy revisando todos y separando aquellos que todavía tienen sentido. Pero no sirve de nada hacer de cuenta que el mundo no ha cambiado.

Su voz se oía lejana, como si estuviera sonando a través de una línea telefónica defectuosa. Me dijo adiós, entró, cerró la puerta, y pude oír los cerrojos deslizándose.

Al salir pasé por al lado de sir William. Seguía sonriendo. Seguía bebiendo. Observé la botella que él tenía en la mano.

—Ah, está bien —murmuré—. Me estás obligando.

La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana)

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