Читать книгу La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana) - Luke Arnold - Страница 9

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Capítulo Cuatro

Nada había cambiado en La Zanja en años. Ni el aire. Ni la capa de sangre seca en el suelo. Ni el viejo Boris detrás de la barra. Tan solo parecían volverse más pesados.

Se trataba de un cuadrado de cemento lleno de corrientes de aire, ubicado a un tropezón de mi puerta delantera. Las paredes estaban llenas de grietas sin reparar y el fuego solo se encendía si afuera nevaba. Cubículos de madera, un par de mesas y una barra que rara vez estaba vacía.

Boris era un banshee, ahora mudo (como todos los de su especie). Custodiaba una selección impresionante de licor importado, pero sus ganancias provenían mayormente de la cerveza barata, los tragos fuertes y el licor ilegal.

La Zanja carecía de ceremonias, pero los pedidos venían rápido. Había bebida, había silencio y no había nada de hospitalidad innecesaria. Era perfecto.

Un anciano hechicero llamado Wentworth daba audiencia desde su lugar de siempre; un banquillo de metal que arrastraba de mesa en mesa, insinuándose a todos los miembros del público. Era delgado como un palo y estaba sin afeitar, con un bigote que caía de su nariz como un pañuelo mojado. Si presentía que una conversación necesitaba su experiencia, se infligía a sí mismo a la mesa en falta. Su sentido del oído ya era casi nulo, su inteligencia no estaba mucho mejor, pero todos tolerábamos su perorata. Si le discutías o tratabas de corregirlo, solo lograbas prolongar su estadía. Era mejor asentir con la cabeza, actuar con convicción y esperar que se distrajera con alguna otra mesa.

Inserté dos monedas en el teléfono público que había en el extremo de la barra. El receptor estaba estampado con una placa de acero que decía Mortales.

Cuando el río sagrado se congeló, toda la tecnología mágica falló y la mayoría de las criaturas no tuvo forma de adaptarse. Las forjas de los enanos se enfriaron, los gigantes estaban demasiado débiles para trabajar y las ciencias de los elfos dejaron de tener sentido. Los gremlins y los trasgos que se habían ganado la vida inventando aparatos mágicos terminaron con depósitos llenos de instrumentos sin energía, vacíos, inútiles. Lo único que quedó fueron las chispas, el combustible y los pistones de las fábricas humanas.

El Ejército humano había ganado su guerra, pero la victoria destruyó el botín. La magia que habían querido controlar ya no estaba, por lo que se cambiaron el nombre y centraron su atención en otra cosa. Los generales se convirtieron en gerentes y los soldados se convirtieron en vendedores. Solo esperaron un par de meses de cortesía, después de arruinar el mundo, para ofrecerle a ese mundo sus productos en venta.

Por supuesto, ningún negocio previamente mágico quería entregar sus ahorros a los idiotas que habían arruinado el futuro de la existencia, pero ¿qué alternativa tenían? Cuando Mortales comenzó a producir hornos y radios a bajo costo, incluso los más enérgicos detractores de la humanidad tuvieron que ceder.

Luego siguieron los teléfonos; unas cajas brillantes ubicadas en las esquinas, o amuradas en las oficinas de correo. Una vez hubo cables tendidos en todas las calles, dejamos de ser tan remilgados acerca de las implicaciones morales y aceptamos su presencia como un mal necesario. Aun así, cada moneda que ponía en la rendija todavía me cortaba los dedos.

—Operadora de Sunder City —dijo la voz—. ¿Con quién lo conecto?

Pedí por el departamento de policía y luego por Richie Kites. Acordó encontrarse conmigo cuando saliera de trabajar, lo que sucedería en aproximadamente dos tragos. Ni siquiera necesité ordenar. Boris me había preparado una leche de álamo tostada y yo me la llevé a una esquina para hacerme su amigo.

En el fondo de la habitación, dos elfos tambaleantes jugaban un juego interminable de dardos en uno de los blancos especiales que solo puedes encontrar en Sunder.

Después del asesinato de Ranamak, un humano nacido en Sunder tomó su lugar. El gobernador Ingot era un hombre de negocios. En teoría, eso le servía a la población, pero él resultó estar más preocupado por ofrecerle Sunder al resto del mundo que en cuidar a los habitantes que ya estaban allí.

La primera pieza de propaganda fue un mapa completamente nuevo. No de todo el mundo, sino de nuestro continente: Archetellos. Todas las otras islas fueron ignoradas. El propio Archetellos tenía una inclinación y una escala tales que hacían que Sunder quedara en el centro. Si bien era una idea novedosa, el efecto resultó inmediatamente ofensivo para cualquier persona que tuviera un mínimo conocimiento de geografía.

Los posters se montaron sobre cartón grueso y se repartieron por la ciudad. El plan era enviarlos por todo el mundo para convencer a otros territorios de la importancia de Sunder City, pero los posters fueron objeto de una burla tan vehemente que la producción quedó interrumpida casi al instante.

Solo unos pocos fueron exhibidos en establecimientos locales, probablemente como una broma. Una noche, como los otros blancos para dardos estaban en uso, algunos clientes borrachos se pusieron creativos.

Sunder City, que habían intentado convertir en el centro artificial de Archetellos, vale cincuenta puntos. Los centros de los elfos, como el cuartel general del Opus o su tierra natal de Gaila, valen treinta. Tanto la ciudad de Perimoor, al este, como los acantilados de Vera, al oeste, valen veinticinco. Las montañas de los enanos que bordean el Norte valen veinte, pero esas custodian el camino hacia las Llanuras Accidentadas, y si caes allí pierdes cinco puntos.

Las islas valen diez puntos cada una, incluidas Ember (el lugar de origen de las hadas) y Keats (donde entrenan los hechiceros). No hay castigo por caer en el agua, pero hay reglas de la casa, según dónde estés jugando. En La Zanja, por respeto a Boris, la tierra natal de los banshee, Skiros, vale treinta y cinco puntos.

Las ciudades humanas valen cero puntos. Weatherly, Mira y la vieja base del Ejército humano constituyen un tiro desperdiciado. En algunos bares, incluso pierdes el juego.

Los elfos ebrios todavía seguían pegando la mayoría de sus tiros en el océano cuando llegó Richie.

Él había subido medio kilo por semana desde que se había unido a la fuerza, hacía unos pocos años. Los ogros pueden ser impredecibles, pero Richie era un semi-ogro que había vivido toda su vida en la ciudad.

En la muñeca izquierda tenía un único tatuaje, que hacía juego con uno de los míos: el intrincado diseño que se veía verde a la luz del fuego. Al igual que yo, había pasado algunos años de su juventud trabajando para el Opus. En ese entonces, no había problema que los arietes que tenía por manos no pudieran resolver. Ahora él rezaba en la iglesia del papeleo. Yo solía pisotear un poco los límites de nuestra amistad. La tradición profesional nos convertía en enemigos, pero ocasionalmente podía contar con él como oreja dentro del establecimiento.

—¿Leche de álamo? ¿Sigues bebiendo esa mierda azucarada?

Me bebí de golpe el último sorbo del trago y le hice señas a Boris para que trajera otra ronda.

—Cerveza para mí —le gritó Richie mientras se sentaba frente a mí—, porque resulta que yo sé que no soy una adolescente. Ahora bien, ¿cuál es tu gran problema?

Sin darle detalles, le pregunté qué había oído de la Raza de Sangre.

—¿vampiros? Fetch, si insistes en escarbar en lugares a los que no perteneces, al menos mantente fuera del cementerio. —Boris nos trajo las bebidas. Richie bebió un sorbo largo de la jarra metálica y se lamió la espuma de los labios.

—¿Cuántos quedan todavía?

Se encogió de hombros.

—No muchos. La mayoría sigue viviendo en ese castillo de Norgari, al igual que durante los días de la Liga. Lo llaman La Recámara. Creería que allí no hay más de cien. En esta ciudad, quizás unos diez o doce. Suelen pasar el rato en una vieja casa de té que queda cerca de la plaza. El Diente Torcido.

Nunca había oído hablar del lugar. La plaza era la clase de trampa para turistas que yo trataba de evitar.

—Pareces estar bastante bien informado. ¿Eso significa que la policía sigue de cerca a la comunidad de vampiros?

Richie me miró de lado con un ojo enrojecido. Él sabía que tenía que pensar dos veces antes de soltar algo cerca de mis oídos. Más de una vez había hablado con demasiada libertad, siempre había consecuencias nefastas para ambos.

—Fetch, no ha habido motivos para preocuparse por la Raza de Sangre durante décadas. Están viejos. Son inofensivos.

Solté un gruñido evasivo y Richie bebió un sorbo de su bebida.

—¿Cómo mueren?

Richie se detuvo a medio tomar y bajó la pinta.

—En agonía —rugió—. Son cascarones vacíos. Recipientes que no pueden llenarse. Se secan como fruta vieja y se convierten en polvo. En los viejos tiempos, el sol se los hacía en segundos. Ahora lleva algunos años, si tienen suerte.

—Entonces son mortales. ¿Todavía necesitan una estaca en el corazón?, ¿o se pueden tropezar, golpearse en la cabeza y crepar como el resto de nosotros?

Richie se mordió el labio. Estas conversaciones nunca eran fáciles. Todos seguían dolidos a causa de la Coda. Incluso llegó a romper la bola de boliche que Richie tenía por corazón.

—Son menos que mortales —dijo—. No sé qué es lo que los hace seguir, pero se está acabando. Un día de estos una brisa se los llevará a todos y nunca volveremos a ver a los de su especie.

Luego terminó su bebida, se levantó del cubículo y me dejó la cuenta. No se despidió. Debió de haber sabido que me volvería a ver muy pronto.


Sunder City comenzó como un pueblo de clase obrera, lleno de herreros, mineros y metalúrgicos. No todo era trabajo honrado, pero era la clase de tarea que yo entendía: cavar la tierra o mover porquerías por ahí. Ese tipo de trabajo tenía sentido para mí.

La plaza, por otra parte, fomentaba el tipo de timo que me ponía los pelos de punta.

Anfitriones charlatanes que se te plantaban delante tratando de arrastrarte hacia sus restaurantes prohibitivos. Ladrones muy bien vestidos y con acentos falsos vendiendo tours a ningún lado. Artistas callejeros que hacían la mayor parte de sus ingresos sirviendo como distracción para los carteristas.

Alrededor de la pequeña plaza había antorchas encendidas para mantener el negocio activo al anochecer. Atravesé el gentío, que ya disminuía, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos y moviéndome con determinación.

Un par de kóbolds me observaron desde las sombras. No eran de esta parte del continente. Los kóbolds tienen una especie de piel camaleónica que cambia según el entorno. Los kóbolds de ciudad son grises y calvos, pero estos eran azules como un estanque de rocas, con melenas tupidas alrededor del cuello: recién llegados desde las tierras salvajes del norte lejano. Dos almas perdidas más intentando rebanar un trozo de Sunder para ellos. Les mostré mis manoplas metálicas y les clavé una mirada que no sería capaz de respaldar. Aparentemente funcionó. Ellos volvieron sus ojos amarillos de nuevo hacia la oscuridad y yo me escurrí en una calle lateral.

Encontré el cartel de El Diente Torcido en un edificio que una vez había sido una botica. Yo solía frecuentarlo apenas me mudé a la ciudad, haciendo recados para una bruja vieja y artrítica, que solía advertirme que me cuidara si ella llegaba conseguir una poción de la juventud. Yo pensaba que estaba bromeando, pero después de la Coda oí que se había envenenado con un brebaje de hierbas del mercado negro, en un intento desesperado por revertir el proceso de envejecimiento.

La calle Brea estaba vacía, pero en la ventana de la casa de té había un brillo que daba sobre la acera. Yo ya había visto lugares así: pequeños cafés que atendían a una clientela particular de caballeros de edad avanzada. Se pasaban el día jugando antiguos juegos de fichas, consumiendo té negro dulce y no mucho más. Más sede social que un negocio propiamente dicho.

Golpeé con fuerza, pero no hubo respuesta. La puerta estaba cerrada con traba y la luz de adentro era tenue. Un puñado de velas se había derretido casi en su totalidad en el fondo de la habitación. Caminé por el perímetro, empujando las ventanas con suavidad, buscando movimiento, pero sin ver nada. La pared trasera de la casa de té daba a un callejón estrecho, así que caminé por el empedrado en busca de una entrada.

Deslicé una mano por el muro mientras la otra buscaba en el interior del abrigo y extraía mi encendedor. Con unos pocos movimientos del pulgar, convoqué a las llamas.

El callejón no contenía nada interesante, solo una pila de basura que olía a podrido y una puerta ancha que servía como entrada al depósito de la casa de té. Golpeé con fuerza y no obtuve más que silencio. La manija estaba trabada, pero suelta; bloqueada desde adentro.

Empujé fuerte con el hombro contra la puerta y esta cedió. Toda la puerta cedió. La manija me quedó en la mano, y yo entré a los tropezones en la habitación y aterricé en cuatro patas.

Fue la peor entrada que podría haber hecho, si resultaba que alguien me estaba esperando. Por suerte estaba yo solo. No podía ser de otra manera. No había criatura en todo el planeta que pudiera haber esperado en un lugar donde el hedor podía derretirte el rostro. El olor de afuera no era la basura, era una sutil advertencia de no caer de cabeza en el lugar, a menos que quisieras que el estómago te trepara hasta la garganta.

Me cubrí la nariz con el cuello de la camisa, pero era como intentar mantener a raya el océano con gas pimienta. Mi encendedor todavía estaba ardiendo, así que moví la llama hacia la vela de un candelabro que había al lado de la puerta, y la sostuve hasta que la mecha se encendió.

Se trataba de un garaje de cemento con cajas de embalajes en una esquina y sillas apiladas a su lado. Esos eran los únicos objetos de la habitación que yo podía identificar a simple vista. Todo lo demás era un misterio.

El hedor provenía de una sustancia rosácea que había caído deslizándose por una de las paredes y había quedado hecha un charco en el suelo. Era un pegote denso, que parecía harina de avena, y que estaba lleno de trozos de carne. En los laterales de la habitación había dos pilas de arena de color café desparramadas entre trozos de ropa y metal. Me mantuve la camisa sobre la nariz y me aventuré a observar la pila de porquería, que estaba llena de trozos de cabello y de hueso. No pude mirar por mucho tiempo.

Cuando levanté la cabeza, me sorprendió ver las estrellas. Había un agujero en el techo. Un agujero enorme. Habían tirado abajo la mitad del cielorraso. Yo no sabía qué batalla había tenido lugar allí, pero había volado medio techo de la despensa.

Una columna permanecía en pie, y había dos cadenas enrolladas a su alrededor, justo encima del charco misterioso. En el líquido había tirada una barra de metal afilada, tan larga como un hombre, cuyo propósito no pude determinar. Era de un acero liso, pulido y sin marcas, que terminaba en una punta imperfecta pero mortal.

La arena era una ceniza fina de color café, separada en dos pilas. La brisa que entraba por la puerta abierta ya la había desparramado por la habitación, lo que reveló algo blanco y brillante que había quedado enterrado bajo la arena. Metí los dedos entre los granos suaves y recuperé el objeto. ¿Una piedra? No. Lo sostuve a lo largo y lo moví hacia la luz.

Estaba afilado y era hueco, un diente perfectamente puntiagudo.


Los polis tenían problemas conmigo por todo tipo de razones. En particular, no les gustaba que yo los llamara por un crimen recién cuando ya había registrado hasta el más mínimo detalle para mis propios fines. Por una vez, hice lo correcto y le avisé a Richie de inmediato. Me insultó por despertarlo hasta que le dije sobre la escena con la que me había encontrado.

—No toques nada.

—No lo hice. Tan pronto como me di cuenta de lo que había encontrado, salí y te llamé a ti.

—Patrañas.

La línea quedó en silencio. Y uno que quería hacerle un favor al tipo.

Esperé pacientemente que llegara, sentado en el borde de la calle. Yo había tenido la esperanza de que, colaborando con la policía, pudiera conseguir más información que si me hubiera puesto a revisar la casa de té por mi cuenta. Esas esperanzas se convirtieron en confeti cuando apareció en escena el rostro escamado de la detective Simms.

La prefería en los viejos tiempos, cuando solo era una oficial enojada que patrullaba las calles a pie con una convicción de mil demonios. Llegó a detective justo antes de que el mundo se desmoronara. Como miembro de los Reptiles, sus sentidos aumentados la ayudaban a resolver crímenes más rápido que cualquier otro miembro de la fuerza. Ahora, su piel verde brillante era de un color café descolorido y había perdido escamas en varios lugares, lo que dejaba a la vista una carne rosácea. Se cubría con una gabardina negra, bufanda, guantes y un sombrero gastado, y llevaba siempre el mismo atuendo sin importar el clima. Sus ojos estrechos brillaban en la oscuridad como las últimas dos brasas de una fogata. Me odiaba. Siempre me había odiado. No debería haber tomado esos tragos.

Esperé en el callejón mientras ellos examinaban el lugar. Otros tres policías seguían obedientemente a los oficiales superiores, embolsando y etiquetando la evidencia. No pasó mucho tiempo antes de que salieran al aire nocturno a recuperar el aliento.

Simms se me acercó, se bajó la bufanda de la boca y extendió una mano enguantada.

—Diente —dijo. Extraje el colmillo de mi bolsillo y lo dejé caer sobre la palma de su mano. Ella lo levantó y lo iluminó con su antorcha—. Vampírico. Ponlo con los otros.

Uno de los polis de menor rango dejó caer el diente en una bolsa transparente y escribió los detalles en una etiqueta.

—Dos vampis muertos —dijo Richie pensativo—. ¿Cree que se trata de una Pandilla Clavo, detective?

Simms no levantó la vista.

—Puede ser. Primero necesitamos averiguar quién fue licuado, y cómo.

—¿Qué es una Pandilla Clavo? —pregunté. Todos los policías me clavaron una mirada más agria que el hedor de adentro.

—Como si no lo supieras —siseó Simms, y se alejó para seguir con sus notas. Richie vino y se colocó tan cerca de mí que pude adivinar que había comido pescado en la cena.

—Son pandillas humanas que atraviesan el territorio exterminando gente que solía ser mágica. Recién comenzamos a oír sobre ellos. Creen que en los viejos tiempos fueron maltratados y piensan que es su trabajo dar a los humanos su momento de gloria. Cuando la población de una especie llega a un número lo suficientemente bajo, ellos atacan. Tratan de poner el último clavo en el ataúd.

Podría haber dicho lo que pensaba, pero no habría valido la pena. Nadie quería oír cuánto asco me daba pertenecer a la misma especie que esos monstruos. Un humano quejándose de otros humanos era algo tan aburrido como el agua que se junta en el fondo de un barco. A nadie le hacía diferencia. A nadie le importaba. A mí no me importaba. Un Clayfield pasó de mis dedos a mis dientes.

—¿Pueden identificar al vampi? —pregunté.

Simms finalmente levantó la mirada.

—¿Por qué te interesa?

—Estoy buscando a uno.

—¿A quién?

—No puedo decirlo.

Su libro se cerró con fuerza mientras su lengua bífida se le asomó por entre los labios y volvió a desaparecer.

—No me gusta que metas la nariz en nuestros asuntos, Fetch.

—Vamos, Simms. No hace falta que te pongas celosa.

Los ojos se le entrecerraron en ese rostro chato.

—¿Celosa?

—Sí —dije inexpresivamente—, de mi nariz.

Por suerte, ella ya me había maltratado demasiadas veces como para seguir sintiendo alguna satisfacción al hacerlo. En cambio, escupió hacia la esquina del callejón y volvió a entrar a la casa de té mientras lo llamaba a Richie.

—Kites, ven a hacer el inventario.

Richie me apoyó una mano en el hombro.

—Revisaremos los registros dentales mañana. Te avisaré cuando tengamos alguna coincidencia.

—Gracias, Rich.

—Ahora vete de aquí.

Pensé en discutir, pero no valía la pena. No tenía ningún motivo para quedarme. O el tipo que buscaba era una pila de polvo en esa habitación, o no lo era. Yo solo debía esperar para averiguarlo. Tenía efectivo en los bolsillos y alcohol en las venas, así que decidí volver a casa.


A los trasgos les llevó algunas décadas aceptar Sunder City, pero una vez que llegaron, la hicieron suya. La tecnología trasgo mezclaba aparatos humanos con magia para crear nuevos inventos, con frecuencia peligrosos.

Su mayor aporte fue el tranvía de Sunder, que en su momento recorría todo el largo de la ciudad noventa y seis veces al día. Tras la Coda, el transbordador quedó fuera de servicio, pero como muchos de los residentes, se adaptó y tomó un nuevo empleo. Todas las noches, después de la puesta del sol, estacionado en el medio de la calle Principal, el tranvía se transformaba en el canal de distribución del pan del mendigo. La maquinaria mágica había sido reacondicionada con motores fabricados por humanos. No tenían suficiente potencia para empujar el tranvía por la colina, pero sí para obtener un poco de calor. Un disco de metal ubicado encima de las máquinas se había convertido en una sartén gigante, en la que las sobras de Sunder City eran transformadas en comida para los indigentes. En un barril juntaban un poco de agua de río apenas filtrada, harina de pasto y cortes excedentes donados por restaurantes, y cualquiera que tuviera el estómago vacío podía echar un cucharón de la mezcla sobre la sartén y obtener un poco de comida. ¿Lo había hecho yo? Más de una vez, y no era ni de lejos el peor plato que yo había probado.

Quienes estaban a cargo del show eran los Hermanos Son, una secta religiosa de monjes con alas. Históricamente, los Hermanos nunca habían creído la historia de los elfos de que el gran río fuera el origen de toda la vida y la magia.

Los Hermanos Son habían predicado que el mundo tuvo origen en una canción cantada por la voz de la luna. Era un sistema de creencias complicado y atractivo, salvo por un pequeño problema. Era incorrecto. Ahora lo sabemos. La Coda fue la prueba de que, aun si los elfos y sus escrituras no tenían la razón sobre absolutamente todo, ellos eran sin dudas los que más cerca estaban.

Supongo que es agradable saber cuál mito de la creación es el correcto, pero ¡qué precio hubo que pagar por la certeza! La única leyenda verídica está muerta y creer en cualquier otra idea no tiene sentido. La fe nos ha abandonado. Los dioses se han ido. Y, aun así, los Hermanos Son permanecen.

Comenzaron a servir en el tranvía unas pocas semanas después de que el mundo quedara a oscuras. En lugar de abandonar su llamado, redoblaron sus esfuerzos y dedicaron su vida a ayudar a los más necesitados de la ciudad.

Durante mi corta y patética vida, he visto a mucha gente ocultar su deseo de cometer actos terribles detrás de un aparente llamado superior. No es difícil encontrar un sistema de creencias que respalde tus propias necesidades egoístas. La gran sorpresa para mí fue descubrir que funciona también en la otra dirección. Estos hermanos de alas rotas, incluso sin su cuento, tienen corazones decentes por naturaleza.

—¿No va a cenar esta noche, Hermano Phillips? —preguntó Benjamin, un monje alto que llevaba el cabello con un corte de tazón abundante y descuidado.

—No, gracias. De hecho… —Busqué algunas monedas en el bolsillo de mi chaqueta y las dejé caer en sus manos temblorosas—. Por las noches que sí cené.

Inclinó la cabeza, aceptando mi caridad con gracia. Yo mantuve la cabeza gacha y me alejé caminando tan rápido como pude. Siempre me resultaba más embarazoso dar una ayuda que recibirla.

La noche era cálida, pero la brisa estaba fresca, y volví a entrar a mi edificio con gusto. La bebida me estaba abandonando el cuerpo, y mis viejos achaques y dolores comenzaban a llenar los espacios vacíos. También aparecieron preguntas: pequeñas y persistentes, que me besaban la nuca con labios ponzoñosos.

“¿Qué bien me creo que estoy haciendo?”.

Probablemente ya había encontrado al tipo: un puñado de arena en un suelo frío de concreto. Viva Fetch Phillips, recolector de migajas, cantemos sus alabanzas por todo Sunder City.

Subí las escaleras, bajé la cama de la pared y añoré los días en que tres cadáveres me habrían dado problemas para dormir.


La primera marca me la hizo mi padre…

No mi padre verdadero. Él murió con mi madre en el primer hogar que tuve en mi vida; una aldea llamada Eran, metida entre las colinas boscosas que están al sudeste de Sunder.

Yo estaba debajo de la casa, en el espacio adonde había ido la perra del vecino cuando se enfermó. Todos pensábamos que se había perdido, hasta que mi madre notó el olor. Había un par de tablas rotas y, si eras pequeño como yo lo era, no era difícil meterse.

El asesino pasó justo a mi lado, jadeando y empapado de sangre. Pude oler una especie de carne, parecido al olor de la caja de hielo cuando mi padre traía algo de lo del carnicero.

O me desmayé, o mi mente dejó de guardar recuerdos para preservar la cordura. Cuando los soldados me encontraron, yo sabía que era el único que quedaba. No hablé cuando me hicieron preguntas, y no me quejé cuando me desnudaron y me lavaron y me vistieron con prendas limpias y muy grandes para mí. No busqué a los padres que sabía que ya no estaban y no me resistí cuando me sentaron en el carruaje y me llevaron de allí.

Dormí durante todo el camino a la ciudad de Weatherly y probablemente pensaron que mi cerebro estaba frito. No lloré y no dejé la seguridad de las mantas, ni siquiera abrí una ventana. Me arrepentí de eso más tarde, después de haber quedado atrapado entre los muros. Durante años, mi único sueño fue tener la oportunidad de ver algo fuera de esa maldita ciudad.

Cuando finalmente abrí los ojos, ya era muy tarde. Estábamos adentro, y me cargaron desde el carruaje hasta una gran habitación de piedra donde esperaba un joven con uniforme gris. Él era el guardia Graham Kane, mi nuevo padre.

Graham tenía una expresión amable pero preocupada, como si siempre estuviera intentando recordar dónde había dejado sus llaves. Me parecía enorme en esa época, pero él sería apenas un hombre cuando se arrodilló, colocó sus brazos alrededor de mi cuerpo tembloroso y me dijo que yo estaba a salvo.

Nunca le pregunté, ni a nadie más, por qué lo eligieron para darme un hogar. Podía ser porque él tenía capacidad y era leal y acataba las leyes de la ciudad sin chistar. Quizás esperaban que él fuera lo suficientemente cálido y afectuoso para hacerme olvidar la vida que había dejado atrás. Honestamente, creo que fue porque él abrió la puerta.

Tenía bastante peso corporal, pero lo llevaba bien, incluso a medida que fue envejeciendo. Tenía manos de trabajador, y en el antebrazo derecho tenía tatuada la banda negra de la guardia de Weatherly. Durante todo el tiempo que lo conocí, siempre usó las mismas gafas cuadradas, a pesar de que necesitaba reacomodárselas en la nariz cada dos minutos.

Era un tipo atento, y nunca hablaba hasta estar seguro de lo que quería decir. Entonces lo decía una vez con la determinación de no ser interrumpido, e inclinaba la cabeza, una vez, para dar a entender que había terminado. Lo llamé “papá” después de tan solo una semana. Pasado un mes, casi se sentía normal.

Lo quería. Es cierto, a pesar de cómo resultaron las cosas. Sin embargo, a medida que iba creciendo, no podía relajarme del todo cuando él estaba cerca. Él me había acogido y me había tratado como si fuera su propio hijo, pero yo no era su hijo. Yo sentía cada vez más y más que estaba en el hogar de un hombre generoso que me estaba haciendo un favor y que yo necesitaba hacer algo para devolvérselo, pero sin llegar a averiguar qué era.

Su esposa, Sally, quien pasó a ser mi madre, era la mujer ideal según los papeles (si esos papeles hubieran sido escritos por un comité de políticos). Jovial, de aspecto muy cuidado, obediente. Weatherly tenía muchas leyes y un estricto código moral, y la señora Sally Kane seguía esas reglas como si su vida dependiera de ello. Era amorosa y me apoyaba y nunca se quejaba de nada de lo que yo hacía, pero si yo trataba de hurgar debajo de la superficie, no encontraba nada. En algún momento de mi juventud, dejé de pedirle consejo u opinión porque siempre podía adivinar lo que respondería. Nunca parecía tener problemas. Nunca se contradecía. Era como si en realidad no estuviera allí.

Recién ahora, después de años de estar afuera, puedo encontrarle sentido a lo que sucedía en esa ciudad, y en esa casa, y dentro de su cabeza. Weatherly era un mundo de hombres. Hecho para humanos (y solo para humanos) y hecho en particular para hombres. Sally Kane había vivido toda su vida entre esos muros. Había seguido las reglas y había creído las historias y se había amoldado a la versión perfecta de lo que Weatherly quería. ¿Cómo puedes juzgar a alguien que se convirtió exactamente en lo que creía que necesitaba ser?

Nuestra casa estaba en los suburbios porque todas las casas de Weatherly estaban en los suburbios. Graham usaba traje todos los días porque todos los hombres de más de dieciocho años usaban traje todos los días. Los fines de semana íbamos al estadio a ver partidos al igual que todos los demás. Yo iba a la escuela. Hacía mi tarea. Repetía los hechos que me enseñaban para conseguir una buena calificación y satisfacer a mis padres. Seguía las reglas como todos ellos. Hacía lo que me decían. Permanecí entre los muros, como todos los demás.

Nunca había viento en Weatherly. La ciudad estaba separada del resto del mundo por muros grandes y por mentiras aun más grandes. Los motivos por los que estaban los muros diferían según a quién le preguntaras. La historia que se decía adentro era que el mundo había sido devastado por la guerra. Las armas biológicas y las bombas habían convertido todo lo que había afuera en un yermo; los únicos sobrevivientes estaban dentro de nuestra ciudad santuario. Weatherly era el único mundo que importaba y la vida Humana era el único elemento que valía la pena preservar.

Los guardias debieron de haber sabido que las lecciones eran mentira. Todos habían visto cosas que contradecían el relato. Sin embargo, ponían su fe en las leyes de la ciudad y se rendían ante sus miedos. Lo que fuese que había allí afuera tenía que ser peligroso. Lo que fuese que ocultaban sus líderes era por una buena razón. En lugar de desperdiciar los días luchando con la verdad, era mejor continuar cada uno con su vida y confiar en las mentiras.

La gente de la ciudad nunca hablaba de los dragones ni de los elfos con las orejas puntiagudas ni de los ancianos que podían hacer milagros con las manos. El mundo estaba poblado solo por humanos y por los animales que ellos podían controlar; cosas que ellos podían comer, acariciar o cabalgar. Era una realidad construida meticulosamente, en la que nosotros éramos el eslabón superior de la cadena alimenticia.

Ese era el regalo de Weatherly para su pueblo. La ignorancia. Los humanos que estaban fuera de los muros sabían que eran inferiores. En ese lugar, no había punto de referencia con el que sentirse inferior. Los niños tenían la libertad de crecer sin tener que saber otra cosa. Creerían que estaban de pie en la cima de la evolución. Nunca conocerían la vergüenza. Nunca conocerían su lugar. Nunca conocerían nada de lo que había fuera de los muros.

Pero yo sí lo sabía.

Ese conocimiento me llevó a actuar diferente, lo que llevó a que fuera tratado diferente, lo que prácticamente significaba que yo era diferente. Tenía la cabeza llena de bestias salvajes y luces brillantes y un mundo que era más grande que el que todos ellos conocían. Ocasionalmente, trataba de explicar a mis amigos de confianza las cosas que recordaba: animales grandes como casas o personas con los ojos todos blancos. Nunca resultó muy bien. A medida que fui creciendo, dejaron de decir que yo estaba mintiendo y comenzaron a decir que estaba loco, por lo que aprendí a callarme la boca. Me convencí a mí mismo de que no eran recuerdos en absoluto, solo la imaginación de un niño deformada por el trauma y el cambio. Hice lo mejor posible para creer en ese nuevo mundo y sus creencias rígidas y extrañas.

Weatherly creía en un dios, pero se trataba de un ser vengativo. Una fuerza todopoderosa y masculina que condenaba al mundo exterior por sus pecados. Nosotros éramos los afortunados, pero nuestra salvación llegaba a costa de nuestra servidumbre. Nos casábamos. Trabajábamos. Creíamos lo que nos decían.

Yo traté de seguir la corriente. Recité las líneas y aprendí las leyes, pero al tener un ojo fijo en el mundo exterior, perdía el foco. Era listo, pero no tenía éxito. Cuando terminé la escuela, todavía me decían que no estaba comprometido. Se referían a que no estaba comprometido con mis estudios o con una carrera, pero sabía que querían decir algo más.

No estaba comprometido con Weatherly.

Lo que los adolescentes solían hacer después de la graduación era convertirse en aprendices. Mientras los demás estudiaban para convertirse en doctores o en botánicos, yo estaba a la deriva. Trabajaba donde podía, haciendo lo mínimo indispensable para obtener el efectivo para pagarle mi parte a los Kane. No me lo pedían. De hecho, creo que los ponía incómodos. Pero yo insistía. Al menos, me daba un motivo para levantarme de la cama.

Yo entregaba barriles de cerveza y arreglaba muebles y llevaba a las ancianas a sus citas y recolectaba fruta y arreglaba cercas, pero nunca tuve un trabajo. A modo de broma, los viejos del bar me decían Fetch. Significaba “recados” en algún dialecto que yo desconocía y se suponía que era un insulto, pero yo llevaba el nombre con orgullo, como una placa de desafío perezoso contra sus expectativas.

Graham nunca se enojó. No me dijo que yo era una desilusión o que los comentarios de los demás le complicaban la vida. Un día, dejó sobre mi cama los formularios de inscripción para la Academia de la Guardia.

Los guardias de Weatherly hacen muchas cosas. Supervisan el tránsito y vigilan que no haya crímenes y se aseguran de que todos cumplan las reglas. Y lo más importante, son los únicos que tienen permiso para trabajar en los muros.

En mi cabeza comenzó a formarse un plan. Uno de esos secretos que guardas incluso de ti mismo, sin atreverte a mirarlo hasta el momento indicado. Llené los papeles, los entregué y mi entrenamiento comenzó en menos de una semana.

Me empeñé en mi entrenamiento con una convicción sin precedentes. Leí los libros de texto y troté cien kilómetros y aprendí a derribar ebrios y autores de actos de violencia doméstica. Estuve en control de multitudes en Año Nuevo e hice el papeleo por lesiones leves y alteración del orden público. Hice todo mi trabajo con una diligencia que antes me había sido ajena. Cuando terminé el primer año, hablaban acerca de ponerme en tránsito o en el escuadrón de fuego, pero yo exigí ir al muro.

Fue Graham el que lo consiguió. Por supuesto que fue él. Me había empujado en esa dirección y yo había puesto todo de mí. Le dije lo lindo que sería trabajar directamente para él y lo excitado que estaba. Entonces, no tuvo otra opción que reclutarme para control fronterizo como cadete aprendiz.

Hubo una pequeña ceremonia de graduación a la que asistieron todos los otros guardias. Iban leyendo nuestros nombres y entonces tomábamos asiento en una mesa larga. Cuando los diez graduados habían sido anunciados, la formalidad se desvaneció y comenzó algo así como una fiesta. Nos dieron cerveza (por primera vez fuera del hogar), y los guardias se volvieron bulliciosos y bruscos con sus felicitaciones. Mientras bebíamos, un hombre con un delantal de cuero fue avanzando a lo largo la mesa. Se detuvo frente a cada graduado, extendió un trapo manchado, extrajo una botella de tinta y una aguja y marcó a cada nuevo miembro con una banda negra y continua alrededor de la muñeca.

Cuando fue mi turno, el hombre del delantal de cuero se hizo a un lado y Graham tomó su lugar. Me sostuvo la mano con delicadeza mientras metía la aguja en la tinta y me marcaba la piel. Dolió, pero no tanto que yo no pudiera apreciar el gesto. Él no era un hombre de muchas palabras, así que, en su idioma, ese tatuaje era un discurso extenso y sincero. Cuando terminó, lo limpió, me envolvió la muñeca y volvió a abrazarme.


Con sorpresa, me desperté para ir a mi primer día de trabajo sintiéndome muy orgulloso. Papá y yo nos turnamos para ducharnos y para usar la crema para los zapatos. Nuestros uniformes ya estaban prensados y yo no necesitaba afeitarme realmente, pero igual me afeité. Me lavé los dientes y me puse las botas y papá apareció con dos tazas de café. Sin hacer ruido, porque mamá todavía estaba durmiendo, nos sentamos a la mesa de la cocina sobre sillas metálicas y linóleo viejo y bebimos en silencio. El café estaba un poco quemado y yo todavía tenía los ojos medio dormidos, pero a medida que el sol fue entrando entre las cortinas, comenzó a agradarme el sentido de propósito que se estaba despertando en mi interior.

Solo hicieron falta tres meses para que se me pasara la excitación y que la rutina se volviera aburrida. Las mañanas perdieron su brillo y resultó que yo no estaba trabajando tanto “sobre” los muros, sino dentro de ellos. Me pasaba los días en una serie de pasadizos de piedra, comprobando su estabilidad, drenando el agua de lluvia de las habitaciones, tapando agujeros, reparando grietas y llevando registro de las anormalidades.

El aburrimiento se agravaba por el hecho de que yo sabía que estábamos sosteniendo una ilusión. Me pareció absurdo, luego ridículo, luego exasperante. La relación natural que había construido con Graham se deformó cuando él pasó de “papá” a “jefe”. Nos mirábamos el uno al otro al beber nuestro café matutino sin decir una palabra, pero por dentro yo estaba gritando.

Ambos sabíamos que era todo pura mierda. Él me había recibido del mundo que aparentemente no estaba allí. Yo no entendía por qué hablábamos entre nosotros de falsedades, como si no supiéramos la verdad.

Pero él no era el único que mentía. Porque yo finalmente había vuelto a mirar el plan que había estado formando en mi cabeza, y sabía lo que iba a hacer.

Las puertas no estaban trabadas si se las quería abrir desde adentro. Habían sido construidas para mantener a los monstruos afuera, no a los ciudadanos adentro. Entrar a los muros desde la ciudad requería placas y cacheos. Salir por el otro lado solo requería desearlo.

Temeroso de que fuera a alertar a Graham de mi deserción, no di indicio de despedidas. En uno de mis recorridos regulares para revisar si había daños, me encontré solo del lado de adentro del portón exterior. Destrabé los enormes cerrojos, me escabullí por la puerta y corrí.

No hubo ningún intento por detenerme. Yo sabía que había armas en la parte superior del muro, pero nadie gritó ni disparó un tiro de advertencia en mi dirección. Dejaron que me fuera.

Quizás ellos estaban tan aliviados como yo.


Me llevó dos días encontrar un rostro amistoso. En una pequeña choza a un lado del río, conocí a un sátiro de pelaje rojizo con manchas, ojos brillantes y barba recortada. Él era el primer no-humano que veía desde que era niño, y prácticamente me puse histérico cuando me invitó a entrar. Compartió su pescado y se rio de mi historia y de mi mirada constantemente clavada en él. Me dejó tocarle los pequeños cuernos que le sobresalían de la frente y me dio las indicaciones para llegar a la ciudad de Sunder. No era el lugar para él, aparentemente, pero pensó que quizás yo podría encontrar algo de suerte allí. Me dio una bolsa de carne seca y pan, y algunas monedas para el tren que esa noche pasaría por el valle.

Yo le agradecí por su ayuda, él me agradeció por la compañía. Tomé el tren hacia el norte y llegué a Sunder City al otro día.

Anochecía cuando salí de la estación de tren de la calle Principal. El sol se estaba poniendo entre los edificios más altos hacia el oeste, por lo que dos de los pequeños faroleros de la ciudad estaban haciendo sus rondas. Eran un par de trasgos en galera y smoking, y sus sonrisas reflejaban la mayor felicidad que yo había visto hasta entonces. Tenían la barba recortada meticulosamente, los bigotes encerados y moldeados, y sus ojos nocturnos estaban protegidos por gafas con cristales coloreados de azul. Alrededor del cuello llevaban cuerdas brillantes de oro, cada una entrelazada por el aro de una gran llave de bronce.

Cada trasgo caminaba por uno de los lados de la calle, y sus botas lustradas daban contra el suelo en perfecta sincronía. En cada farola de cobre, insertaban las llaves en un agujero ubicado en la base y las giraban a la vez. Los cerrojos chasqueaban a medida que las válvulas internas abrían el paso de los tubos que daban a las hogueras de abajo.

Con un chisporroteo de insectos friéndose instantáneamente y un olor a azufre que hacía llorar los ojos, las llamas llenaban los postes y se elevaban al cielo.

Mi cara de asombro brillaba tan fuerte como el fuego, y ni siquiera las miradas groseras de las multitudes que pasaban a empujones pudieron desanimarme. Había trabajo y había comida y había amigos interesantes con poderes iguales a nada de lo que yo hubiera visto antes. Era el mundo real. El mundo que yo siempre había sabido que estaba allí.

Y era mágico.

La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana)

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