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Eran las cinco y cuarto de la mañana y estaba lloviendo. Martin Beck llevaba ya un buen rato cepillándose los dientes con mucho esmero para deshacerse del sabor a plomo en el paladar y parecía que iba a conseguirlo.

Luego se abrochó el cuello de la camisa y se hizo el nudo de la corbata mirándose apático al espejo. Se encogió de hombros, fue para el recibidor, entró en el salón y al pasar contempló con melancolía la maqueta a medio terminar del buque escuela Danmark, que le había tenido ocupado demasiado tiempo la noche anterior. Entró en la cocina.

Se deslizaba suave y silenciosamente, en parte por costumbre, en parte para no despertar a los niños.

Se sentó a la mesa de la cocina.

—¿Y el periódico? —preguntó.

—Nunca llega antes de las seis —contestó su esposa.

Fuera ya había amanecido, pero estaba nublado, y la luz de la cocina era gris y espesa. Su mujer no tenía la lámpara encendida. Lo llamaba ahorrar.

Abrió la boca, pero la volvió a cerrar sin pronunciar palabra. Solo provocaría una discusión y no le pareció un buen momento.

En vez de hacerlo, se puso a tamborilear lentamente los dedos sobre la mesa revestida de formica mirando la taza vacía con un dibujo de rosas azules, una muesca en el borde y una grieta marrón debajo. Esa taza los había acompañado durante casi todo el matrimonio. Más de diez años. Ella no solía romper nada, por lo menos nunca de manera irreparable. Lo raro era que los niños fueran como ella.

¿Se podían heredar rasgos tan específicos? No lo sabía.

Ella apartó la cafetera del fuego y sirvió el café. Él dejó de golpear la mesa.

—¿Quieres un sándwich? —le preguntó.

Él bebía con cuidado dando pequeños sorbos. Estaba sentado en el extremo de la mesa algo encorvado.

—La verdad es que deberías comer algo —insistió ella.

—Ya sabes que no puedo tomar nada por la mañana.

—Deberías, de todas maneras —le repitió—. Especialmente tú, con ese estómago que tienes.

Se pasó la mano por la mejilla y notó algunos pelos de la barba, muy pequeños y afilados. Bebió un poco más de café.

—Te puedo preparar una tostada —le ofreció ella.

Cinco minutos más tarde dejó la taza sobre el platillo, en silencio, levantó la mirada y observó a su mujer.

Llevaba un albornoz rojo lleno de pelotillas encima de un camisón de nailon, apoyaba los codos en la mesa y la barbilla en las manos. Era rubia, de piel clara, ojos redondos y algo saltones. Solía teñirse las cejas, pero en verano se le aclaraban y ahora las tenía casi tan rubias como el pelo. Le sacaba un par de años y, a pesar de que había engordado bastante durante los últimos tiempos, la piel del cuello empezaba a arrugársele.

Al nacer su hija, hacía doce años, dejó su trabajo en un estudio de arquitectura y nunca se preocupó de encontrar otro. Cuando el niño comenzó el colegio, Martin le propuso que buscara un empleo de media jornada, pero ella hizo cálculos y llegó a la conclusión de que no merecía la pena. Además, tenía buen carácter y se sentía feliz con su vida de ama de casa.

Bueno, pensó Martin Beck levantándose. Empujó el taburete azul bajo la mesa sin hacer ruido y se quedó junto a la ventana viendo caer la lluvia.

Por debajo del parking y de una pendiente de hierba se extendía la autopista, brillante y vacía. Se distinguía una débil luz en algunas ventanas de los bloques de apartamentos de la colina, detrás de la estación de metro. Un par de gaviotas daban vueltas bajo el cielo gris, pero por lo demás ni un alma.

—¿Adónde vas? —preguntó ella.

—A Motala.

—¿Vas a quedarte muchos días?

—No sé.

—¿Es por esa chica?

—Sí.

—¿Crees que te llevará mucho tiempo?

—No sé gran cosa, solo lo que ha salido en los periódicos.

—¿Por qué tienes que coger el tren?

—Los demás se fueron ayer. Al principio yo no iba a ir.

—Te estarán tomando el pelo, como siempre.

Respiró hondo y miró fijamente al exterior. Pareció que escampaba.

—¿Dónde te alojarás?

—En el Stadshotellet.

—¿A quién llevarás contigo?

—A Kollberg y a Melander. Se marcharon ayer, como te dije.

—¿En coche?

—Sí.

—¿Y tú tienes que ir hasta allí traqueteando?

—Sí.

A su espalda, la oyó fregar la taza con la muesca en el borde y las rosas azules.

—Tengo que pagar la factura de la luz y las clases de equitación de la pequeña esta semana.

—¿No tienes suficiente?

—Es que no quiero ir al banco, ya sabes.

—Claro.

Sacó la cartera del bolsillo interior de la americana y echó un vistazo dentro.

Extrajo un billete de cincuenta coronas, lo observó, lo volvió a meter y se guardó la cartera en el bolsillo.

—Odio sacar dinero —insistió ella—. Es el comienzo del fin cuando uno empieza.

Sacó el billete de nuevo, lo dobló, se dio la vuelta y lo dejó encima de la mesa de la cocina.

—Te he hecho la maleta —dijo ella.

—Gracias.

—Cuídate la garganta. El tiempo es traicionero en esta época del año, sobre todo por las noches. Y llueve.

—Sí.

—¿Vas a llevarte esa horrible pistola?

«Sí, no... Pito, pito, colorito...», pensó Martin Beck.

—¿De qué te ríes? —preguntó ella.

—De nada.

Entró en el salón, abrió el cajón de la cómoda con la llave y sacó el arma. La introdujo en uno de los bolsillos de la maleta y lo cerró.

Era una Walter de 7,65 milímetros, fabricada con licencia en Suecia. No servía para casi nada, y además él no tenía buena puntería.

Salió al recibidor y se puso la gabardina. Cuando estaba con su sombrero negro en la mano, echaron el periódico por la ranura de la puerta que cayó a sus pies.

—¿No te vas a despedir de Rolf y de la pequeña?

—Es ridículo llamar «pequeña» a una niña de doce años.

—Me parece muy mono.

—Me da pena despertarlos. Además, ya saben que me voy.

Se puso el sombrero.

—Hasta luego. Te llamaré.

—Hasta luego, ten cuidado.

Estaba en el andén esperando el tren de cercanías mientras pensaba que no le importaba viajar a pesar de haber dejado a medias el buque Danmark.

Martin Beck no era jefe de la Brigada Nacional de Homicidios y no aspiraba a serlo. A veces incluso dudaba si llegaría a comisario algún día, aunque lo único que realmente lo podría impedir sería la muerte o alguna falta grave derivada de su puesto. Tenía el cargo de subinspector primero de la Policía Criminal de la policía estatal y llevaba ya ocho años en la brigada. Había gente que le consideraba el mejor interrogador del país.

Había pasado media vida en la policía. A los veintiún años empezó a trabajar en la comisaría del distrito de Jakob, y después de seis años patrullando como agente en distintos distritos del centro de Estocolmo hizo el curso de subinspector en la Academia de Policía. Quedó entre los mejores de su promoción y al acabar el curso fue promocionado a subinspector de la Policía Criminal. Tenía veintiocho años.

Su padre murió aquel año y volvió a su barrio, Söder, a la casa de su madre, para cuidar de ella. Abandonó la habitación que tenía alquilada en Klara. El verano de ese mismo año conoció a su mujer. Había alquilado una casa de campo junto con una amiga en una isla del archipiélago, adonde él llegó con su barco de vela. Se enamoró profundamente y en otoño, cuando ya estaban esperando un niño, se casaron en el ayuntamiento; él se fue a vivir al pequeño apartamento de ella en Kungsholmen.

Un año después del nacimiento de su hija ya no quedaba gran cosa de aquella chica alegre y vital de la que se había enamorado, y el matrimonio se vio abocado a la rutina.

Martin, sentado en un banco verde de escay del vagón de metro, miraba al exterior a través de una ventana salpicada de gotas de lluvia. Pensaba perezosamente en su matrimonio, pero cuando se dio cuenta de que estaba autocompadeciéndose, sacó el periódico del bolsillo de la gabardina e intentó concentrarse en la página del editorial.

Tenía cara de cansado y su bronceada piel parecía amarillenta con la luz gris del día. Rostro fino, frente ancha y mandíbula bastante pronunciada. Su boca, bajo una nariz recta y corta, era delgada y larga con dos profundos surcos en las comisuras de los labios; al sonreír se le veían los dientes, blancos y sanos. De cabello oscuro y peinado hacia atrás, tenía el nacimiento del pelo recto y aún sin canas; la mirada de sus ojos gris azulado era clara y tranquila. Estaba delgado, no era especialmente alto y andaba un poco encorvado. Había mujeres que le encontraban atractivo, pero la mayoría lo consideraba normal y corriente. Nunca vestía de forma llamativa, sino más bien demasiado discreta.

El vagón estaba cargado y hacía bochorno, sintió un ligero malestar, como le ocurría a menudo en el metro. Al entrar en la Estación Central, ya esperaba junto a las puertas con la maleta en la mano. Odiaba ir en metro, pero los coches le gustaban aún menos y el piso céntrico soñado seguía siendo una quimera, así que se veía condenado a este medio de transporte.

El tren exprés a Gotemburgo salía a las siete y media de la Estación Central. Martin Beck hojeó el periódico, pero no halló ni una sola línea sobre el asesinato. Volvió a la página de cultura y se puso a leer un artículo sobre el antropósofo Rudolf Steiner, pero en Stuvsta se durmió.

Se despertó justo a tiempo para hacer transbordo en Hallsberg. Le volvió ese sabor a plomo a pesar de los tres vasos de agua que bebió.

Llegó a Motala a las diez y media, entonces ya no llovía. Como era la primera vez, preguntó en el quiosco de la estación por el camino al hotel, y aprovechó para comprar un paquete de Florida y el periódico local.

El hotel estaba en la plaza mayor, a unas pocas manzanas de la estación, y el corto paseo le espabiló. Una vez en la habitación, se lavó las manos, deshizo la maleta y se bebió una botella de agua mineral Medevi que había comprado al recepcionista. Permaneció un rato junto a la ventana mirando a la plaza, con una estatua que suponía que era Baltzar von Platen. Luego abandonó la habitación para dirigirse a la comisaría. Como sabía que estaba justo enfrente, no se llevó la gabardina.

Se presentó al policía de guardia en la recepción y le llevaron enseguida a un despacho de la primera planta. Ponía «Ahlberg» en la placa de la puerta.

El hombre sentado tras la mesa era ancho, achaparrado y ligeramente calvo. Tenía colgada la americana en el respaldo de la silla y bebía café en un vaso de papel. Un cigarrillo se consumía en el borde del cenicero, donde se amontonaban bastantes colillas.

Martin Beck tenía la habilidad de atravesar las puertas sin ser visto, costumbre que molestaba a algunos. Alguien dijo que dominaba el arte de entrar en una habitación después de cerrar la puerta tras de sí, a la vez que llamaba a esa misma puerta desde fuera.

Al hombre de la mesa le cogió desprevenido. Posó el vaso y se levantó.

—Me llamo Ahlberg —dijo.

Había algo en su actitud que le hacía estar a la expectativa. Martin Beck lo había notado antes y sabía a qué se debía. Él era el experto de Estocolmo, y el hombre tras la mesa, un policía de provincias que se había quedado estancado en una investigación. Los próximos dos minutos iban a ser decisivos para su colaboración.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Martin Beck.

—Gunnar.

—¿Qué hacen Kollberg y Melander?

—Ni idea. Algo que se me habrá olvidado a mí, supongo.

—¿Llegaron con aire de «esto-lo-arreglamos-en-un-plisplas»?

El otro se rascó su pelo ralo. Luego dibujó una sonrisa torcida en la cara y se sentó en la silla giratoria.

—Más o menos —dijo.

Martin Beck se sentó frente a él, sacó el paquete de Florida y lo dejó en la mesa.

—Pareces cansado —observó.

—Mis vacaciones se han ido a la mierda.

Ahlberg vació el vaso de café, lo apretujó y lo tiró debajo de la mesa en dirección a la papelera.

El desorden del escritorio resultaba llamativo. Martin Beck recordó el suyo en Kristineberg, con un aspecto bien distinto.

—Bueno —dijo—, ¿cómo van las cosas?

—No van —se lamentó Ahlberg—. Después de más de una semana solo sabemos lo que nos han contado los forenses.

Por costumbre, pasó a la típica jerga.

—Extinta por estrangulamiento con dosis de una brutal violencia de naturaleza sexual. Su autor, un salvaje. Indicios de inclinaciones perversas.

Martin Beck sonrió. El otro le miró inquisitivamente.

—Has dicho extinta. Yo también empleo esos términos de vez en cuando.

—Redactamos demasiados informes...

—Joder con los condenados informes.

Ahlberg suspiró y se rascó la cabeza.

—La sacamos hace ocho días —recordó—. Desde entonces no hemos descubierto nada. No sabemos quién es, no tenemos ni lugar del crimen ni sospechoso. No hemos encontrado ni una sola pista que pudiera tener alguna relación razonable con ella.

Roseanna

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