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«Extinta por estrangulamiento», pensaba Martin Beck.

Estaba repasando un montón de fotografías que Ahlberg había recuperado entre el desorden de su mesa. Las fotos mostraban la presa de la esclusa, la draga, el cucharón en primer plano, el cadáver sobre la lona y sobre la camilla de la morgue.

Martin Beck le enseñó a Ahlberg la foto que tenía en la mano y dijo:

—Podemos hacer siluetear y retocar esta foto en la que se la ve más limpia.

»Luego ponemos en marcha un dispositivo de visitas puerta por puerta. Si es de por aquí, alguien tendrá que reconocerla. ¿Cuántos hombres podrías destinar?

—Tres como mucho —contestó Ahlberg—. Ahora mismo nos falta gente. Tres de los chicos tienen vacaciones y uno está en el hospital con la pierna rota. Aparte del fiscal, Larsson y yo mismo, solo hay ocho hombres en comisaría.

Contaba con los dedos.

—Bueno, de los cuales una es mujer. Y alguien debe de ocuparse del resto de las tareas.

—De acuerdo, en el peor de los casos, podemos ponernos nosotros mismos. Llevará tiempo. ¿Y cómo estáis de delincuentes sexuales?

Ahlberg golpeaba pensativo el bolígrafo contra los dientes. De repente rebuscó en el cajón del escritorio y sacó un papel.

—Hemos tomado declaración a uno. Un tipo de Västra Ny. Violador. Lo arrestaron en Linköping anteayer, pero tenía coartada para toda la semana, según este informe de Blomgren. Él se ha encargado de buscar en las cárceles.

Metió el papel en una carpeta verde que descansaba sobre la mesa.

Permanecieron un rato en silencio. A Martin Beck le hacía ruido el estómago y pensó en su esposa y en cómo le daba la lata con lo de las comidas regulares. Llevaba veinticuatro horas sin probar bocado.

El ambiente estaba cargado de humo. Ahlberg se levantó y abrió la ventana. Desde una radio cercana se oyeron las señales horarias.

—Es la una —dijo—. Si tienes hambre puedo pedir algo. Yo tengo un hambre de mil demonios...

Martin Beck asintió con la cabeza y Ahlberg descolgó el teléfono. Al cabo de un rato llamaron a la puerta y una chica con una bata azul y delantal rojo entró con una cesta.

Cuando Martin Beck se terminó el bocadillo de jamón y el café, que se bebió sorbo a sorbo, dijo:

—¿Cómo crees que pudo acabar allí?

—No lo sé. Durante el día siempre hay gente en las esclusas, así que es poco probable que ocurriera entonces. Es posible que la arrojaran al agua desde el muelle o el rompeolas, y que la fuerza de atracción de los barcos la hubiera arrastrado afuera. O que la hubieran lanzado desde algún barco.

—¿Qué tipo de embarcaciones pasan por las esclusas? ¿Pequeños barcos y veleros de recreo?

—Algunos, pero tampoco tantos. En general, se trata de tráfico de mercancías.

»Barcos de carga. Y luego los barcos del canal, claro. El Diana, el Juno y el Wilhelm Tham.

—¿Podemos bajar hasta allí para verlo? —propuso Martin Beck.

Ahlberg se levantó, cogió la foto que Martin Beck había elegido y dijo:

—Venga, vámonos ahora mismo. De camino dejaré esta foto en el laboratorio.

Habían dado casi las tres cuando volvieron de Borenshult. El tráfico de las esclusas era intenso y a Martin Beck le habría gustado quedarse entre los veraneantes y los pescadores deportivos del muelle para ver los barcos.

Habló con la tripulación de la draga, salió al rompeolas y vio la presa de la esclusa. A lo lejos, en el lago Boren, divisó un velero navegando con la animada brisa y empezó a sentir nostalgia del suyo, que había vendido hacía unos años. En el camino de vuelta a la ciudad hizo memoria y recordó sus travesías veraniegas por el archipiélago.

Sobre la mesa de Ahlberg encontraron ocho copias recién salidas del laboratorio fotográfico. Uno de los agentes, que también era fotógrafo, había retocado la foto y el rostro de la chica casi parecía el de alguien vivo.

Ahlberg las revisó, guardó cuatro copias en la carpeta verde y dijo:

—Muy bien, las distribuiré entre los chicos para que se pongan en marcha enseguida.

Cuando volvió unos minutos más tarde, Martin Beck estaba junto al escritorio frotándose el entrecejo.

—Pensaba hacer unas llamadas —dijo.

—Puedes meterte en el despacho del final del pasillo.

La habitación era más grande que la de Ahlberg y tenía ventanas en dos de las paredes. Estaba amueblada con dos mesas, cinco sillas, armarios archivadores y una mesa para la máquina de escribir, una vieja y destartalada Remington.

Martin Beck se sentó, dejó el paquete de tabaco y las cerillas sobre la mesa, abrió la carpeta verde y empezó a repasar los informes. No le aportaron mucho más de lo que ya le había contado Ahlberg.

Hora y media más tarde, se le acabó el tabaco. Había mantenido un par de conversaciones telefónicas infructuosas y había conocido al fiscal y al comisario Larsson, los dos parecían cansados y nerviosos. Justo cuando aplastaba la cajetilla de tabaco vacía le llamó Kollberg.

Diez minutos después se vieron en el hotel.

—Joder, vaya pinta lúgubre que traes —dijo Kollberg—. ¿Quieres un café?

—No gracias. ¿Qué has hecho?

—He hablado con un tipo del periódico de Motala, un redactor local de Borensberg. Creyó que se le había ocurrido algo ingenioso. Resulta que hay una tía de Linköping que debía haber empezado un trabajo en Borensberg hace diez días, pero no se presentó. Parece ser que viajó desde Linköping el día anterior y desde entonces no se ha sabido nada de ella. Nadie se ha molestado en denunciar su desaparición, por lo visto no era de fiar. El tipo del periódico conocía a su jefe e hizo sus propias averiguaciones, pero no se le ocurrió indagar sobre su aspecto. Yo lo hice y no se trata de la misma tía. Ésta es gorda y rubia. Y sigue desaparecida. Me ha llevado todo el día.

Se reclinó en la silla mientras se escarbaba los dientes con una cerilla.

—¿Qué hacemos ahora?

—Ahlberg ha mandado a algunos de sus hombres a llamar a las puertas. Tendrás que echarles una mano. Cuando aparezca Melander tendremos una reunión con el fiscal y Larsson. Sube a ver a Ahlberg y él te dirá qué hacer.

Kollberg apuró su vaso y se levantó.

—¿Me acompañas? —le preguntó.

—No, ahora no. Dile a Ahlberg que estoy en mi habitación si quiere algo.

Ya en su cuarto, Martin Beck se quitó la chaqueta, los zapatos y la corbata, y se sentó en el borde de la cama.

El cielo se había despejado y unas nubes blancas que parecían de pelusa lo recorrían. El sol de la tarde iluminaba la habitación.

Martin Beck se levantó, entreabrió la ventana y corrió las finas cortinas de lana. Luego se tumbó en la cama con las manos debajo de la cabeza.

Meditaba sobre la chica del fondo fangoso del lago Boren.

Al cerrar los ojos la vio ante sí con el mismo aspecto que en las fotos. Desnuda y desamparada, con los hombros no muy anchos, el pelo negro y un mechón cayéndole sobre el cuello.

¿Quién era, qué pensaba, cómo había vivido? ¿Con quién se había encontrado?

Era joven y sin duda había sido guapa. Alguien tenía que haberla querido. Alguien cercano que ahora se preguntaba qué le había ocurrido. Debió de tener amigos, compañeros de trabajo, padres, tal vez hermanos. Nadie, y especialmente una mujer joven y bella, puede estar tan solo que no haya quien le eche de menos si desaparece.

Martin Beck reflexionó sobre esto durante un buen rato: que no la buscaran. Le daba pena aquella chica a quien no echaban en falta y no entendía por qué. ¿Tal vez no dijo que se iba de viaje? En ese caso podría pasar mucho tiempo hasta que empezaran a preguntarse adónde había ido.

La cuestión era cuánto...

Roseanna

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